Cómo empieza la mañana en un colegio de Madrid al que se ha prohibido llegar en coche
Mientras bajamos con prisa la cuesta, Nacho cuenta lo que le supone que todos los días corten el tráfico en la calle del colegio de sus hijos. Él vive a más de siete kilómetros y, tras dejar a sus niños de seis y 11 años, se va a trabajar en coche. “Nos supone un esfuerzo porque tenemos que salir unos 15 minutos antes de casa”, dice mientras nos adelantan dos preescolares en patinete; “pero es algo muy positivo porque los padres tenemos más espacio y el entorno es mucho más seguro para todos. Merece la pena”.
La calle Juan Esplandiú, cercana a la autopista M30 de Madrid, lleva seis meses prohibiendo la circulación del tráfico durante una hora todas las mañanas para facilitar la entrada escolar en dos escuelas: el colegio Montserrat Fuhem y el colegio Ciudad de Roma. Representa uno de los escasísimos casos en Madrid en los que se permite restringir la presencia de vehículos para favorecer la seguridad de los escolares y crear un entorno sin coches. En ciudades como Londres cortar el tráfico durante las horas de entrada y salida al colegio empieza a ser habitual.
La nueva protesta que ha surgido de diversas asociaciones de familias de alumnos en más de 70 colegios de Barcelona, y a la que el próximo 12 de marzo se unirán también colegios de Madrid, busca cambiar el modelo actual. La Revuelta Escolar, como se autodenomina este colectivo, reclama “pacificar” las calles junto a las escuelas para evitar atropellos y reducir el ruido y los gases contaminantes de los vehículos de gasolina y diésel. Proponen reducir a 20 kilómetros por hora la velocidad de los vehículos, restringir el número de carriles, prohibir aparcar motos o coches en las aceras próximas al centro y crear más espacio para los peatones y los niños.
“Cuando aceptamos la propuesta de cerrar el tráfico por las mañanas pensamos que los padres se nos iban a echar encima”, dice Ana Jiménez, profesora y coordinadora de movilidad en el colegio Montserrat, “pero nos hemos llevado una sorpresa y apenas hemos tenido quejas”. Tras unos meses, a primera vista, los padres y los niños se han acostumbrado a aprovechar la calzada y los vigilantes con chalecos reflectantes amarillos desvían tranquilos a los pocos coches que se acercan a preguntar por qué hay una barrera. Una pareja de policías municipales que supervisa esa mañana el acceso al colegio apunta que no siempre es así: “A veces hemos visto personas que se enfadan con ellos”, dice uno de los agentes que quiere hablar como ciudadano; “a algunas personas les gustaría llevar a sus hijos en coche hasta la puerta de clase, pero, yo como padre, quiero que mis hijos caminen y se muevan. Favorece un lugar más seguro y además necesitan moverse”.
Los datos parecen apoyar esa impresión. Según un estudio de la Sociedad española de Cardiología, el 40% de los niños en España están obesos o sufren sobrepeso, y la Asociación de Pediatría recomienda que los niños acudan a la escuela andando. Sin embargo, los padres perciben como un peligro lo que antes era común. La amenaza que suponen los vehículos, sobre todo en las grandes ciudades, y la percepción, que las cifras desmienten, de ciudades más peligrosas han acabado con el tradicional paseo al cole.
“Nosotros llevábamos desde el año 2012 intentando crear un entorno sano y saludable –o agradable y amable, como dicen ahora–”, explica esta profesora de 62 años. “Nos preocupa mucho la autonomía de los niños y que sean capaces de ir asumiendo responsabilidades así que nos parecía bueno que pudieran moverse por el barrio y dejaran de venir de la mano de sus padres hasta que son muy mayores”.
Querían algo más parecido a lo que practican en Japón o en Suiza, donde los escolares empiezan a ir solos al colegio desde los seis años, algunos usando incluso el transporte público. “Teníamos una idea muy bonita en la que pensábamos crear rutas seguras para llegar al colegio con la colaboración del comercio de la zona”, dice Ana Jiménez, “pensábamos en proporcionar a las tiendas unas pegatinas que pusieran visibles en la puerta y así los niños supieran que eran lugares donde podían acudir si tenían cualquier problema”.
Pero el proyecto, muy ambicioso para una ciudad que sigue perdiendo las redes tradicionales del barrio, no funcionó. El Ayuntamiento propuso a cambio participar en el programa STARS (Acreditación y Reconocimiento de Desplazamientos Sostenibles para Colegios), auspiciado por la Unión Europea, y en 2016 comenzaron el proyecto Kiss&Go (algo así como “besa y vete”). Se establecieron puntos de recogida en calles aledañas para los escolares que llegaban en coche y allí, en trenecitos de niños, un grupo de voluntarios los acercaba hasta la puerta del colegio. “No era lo mismo, porque solo suponía caminar unos pocos metros y no se potenciaba la autonomía”, explica Jiménez, “pero evitábamos los atascos en la puerta del colegio y favorecía el diálogo en clase”.
Gracias a este proyecto y a otros como el bicibus que comenzaron padres para promover otras formas de transporte, el colegio Montserrat, junto al vecino Ciudad de Roma, ha conseguido ir creando un entorno diferente donde los niños pueden disfrutar de manera más segura de la calle. Los padres en general parecen contentos, aunque algunos advierten de que hay que ir más allá. “Es difícil promover otros medios de transporte cuando faltan infraestructuras”, dice Vanessa, una madre francesa que lleva a sus hijos a uno de estos centros. “Si llegas aquí en bicicleta y no tienes donde dejarla es un problema que también hay que solucionar”.
Ana Jiménez, que agradece la colaboración de muchas personas en el ayuntamiento, entiende que dar pasos así no es sencillo. Pero conseguir cambios como ampliar una acera o mejorar la visibilidad de un paso de cebra cumple además otro fin. “Les mostramos a los niños que nos escuchan que podemos mejorar el entorno y que, con propuestas concretas, a veces suyas, somos capaces de intervenir”.
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