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“Parad el asesinato de niños”: así consiguieron los holandeses que la bici ganara al coche

Tráfico de vehículos y bicicletas en la plaza Dam de Ámsterdam en los sesenta.

Alejandra Mahiques

Leiden (Holanda) —
16 de febrero de 2022 23:02 h

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Todo empezó el 20 de septiembre de 1972, cuando el periódico De Tijd publicó en su portada la crónica del periodista Vic Langenhoff con un gran titular que rezaba “Stop de Kindermoord” (Parad el asesinato de los niños), después de que su hija mayor muriera atropellada a los 6 años de edad y la segunda resultara herida en otro impacto contra un vehículo.

Denunció lo que muchos padres, de puertas para adentro, sufrían y temían. De las 3.264 muertes por accidentes de tráfico registradas en 1972, el 14% era de menores de 15 años. Muchos de estos niños se aventuraban a circular por su barrio en bici y, al igual que los viandantes, los ciclistas se habían convertido en víctimas directas del aumento del tráfico en las ciudades. Según la Asociación Nacional de Ciclistas de los Países Bajos, Fietsersbond, en los años 70 se producían de media 500 accidentes de bicis contra vehículos, una cifra que se había reducido a 200 en 2013, a pesar del incremento constante del parque móvil en todo el país.

“Todo el mundo podía reconocerse en ese artículo, en el drama que estaba ocurriendo, porque todos sabíamos de alguien cuyo hijo había sufrido un accidente de tráfico”, explica Maartje van Putten, quien fundó y dirigió el grupo activista nombrado igual que el titular del artículo periodístico, “Stop de Kindermoord”. Van Putten era una madre joven de 20 años que vivía en una calle de Ámsterdam con mucho tráfico. “El artículo fue lo que nos impulsó a crear un movimiento de padres indignados por esta falta de seguridad”, comenta. “Y ningún político, de izquierda a derecha, podía estar en contra de este mensaje, de frenar el número de niños víctimas de accidentes de tráfico”, indica.

Mientras el coche representaba el desarrollo económico y el futuro en la Europa que se levantaba tras las Segunda Guerra Mundial, en Holanda surgía un movimiento social sin cabeza, de anarquistas, burgueses, madres de familia y estudiantes que reclamaban con fuerza el espacio para la bici. Pero la conquista de las dos ruedas nunca fue algo que pudiera darse por hecho. El azar, un contexto histórico favorable y el pragmatismo que tanto caracteriza a los holandeses obraron el milagro.

Durante los años que el movimiento permaneció activo, el grupo de presión organizaba manifestaciones, recorridos multitudinarios en bici y jornadas lúdicas en los barrios para promover el uso seguro de la bicicleta. Padres con pancartas cortando el tráfico en las calles principales de la ciudad empezaron a captar la atención mediática y a obtener el apoyo improvisado de los que pasaban por allí de casualidad. Al mismo tiempo, movimientos anarquistas como el de los Provos denunciaban el protagonismo del coche, al que veían como la máxima expresión de una sociedad de consumo dominada por la élite capitalista. Para ellos, la bicicleta era un símbolo de igualdad social y de libertad.

No muy lejos de las plazas donde unos y otros se manifestaban, la élite burguesa y conservadora de Ámsterdam se alineaba con los padres preocupados y con los jóvenes hippies para frenar la incursión del coche en un casco histórico que debía ser protegido y que ellos sentían la responsabilidad de preservar. “Holanda llegó tarde en la introducción del coche y el movimiento hippy era muy fuerte, incluso con representación política”, comenta Gertjan Hulster, director del documental Together We Cycle. “La presión social de aquellos años logró frenar los nuevos planes urbanísticos de Ámsterdam, pero por muy poco: la decisión final se aprobó por un solo voto de diferencia en el pleno del ayuntamiento, lo que muestra el enorme apoyo que tenía la otra manera de concebir la ciudad, donde el coche dominaba la movilidad urbana”, apunta.

Antes que el autobús, la bici

En los 50 y 60 la bici ya era el transporte prioritario en las ciudades holandesas. Antes del desarrollo económico de finales de los 60, los holandeses preferían subirse a la bici para ir al trabajo en lugar de esperar el autobús o el tranvía. “No tanto porque Holanda sea un país llano, sino porque las distancias son cortas, muchos trabajadores alquilaban su vivienda a la fábrica o a la empresa que les empleaba y esta solía estar a pocos kilómetros del lugar de trabajo”, explica Gertjan Hulster. Los centros compactos y salpicados de canales de ciudades antiguas como Ámsterdam o Delft se recorrían mejor en bici, evitando los atascos habituales, mientras que los nuevos barrios obreros distaban entre 15 y 20 minutos en bici, un medio de transporte que además de ser más flexible que el colectivo, era completamente gratuito.

La historia también se encargó de popularizar la bicicleta en estos años previos al coche. Desde la imagen de la reina Guillermina subida en el sillín a finales de los años 30 a otras muchas posteriores de la familia real pedaleando durante visitas oficiales por el país, la casa de Orange se ha empleado a fondo en despojar la bicicleta de su estigma marginal que impera en otros lugares del mundo. Era, además, un símbolo de libertad y de resistencia. “Durante la Segunda Guerra Mundial, la bici surgió como el medio de transporte de los holandeses que rechazaban la ocupación nazi”, relata el cineasta Gertjan, e indica que “las bicis eran incontrolables y a los soldados alemanes les irritaba mucho”.

Cuando Holanda fue liberada en 1945, la bici pasó a ser el emblema de la libertad ganada, una imagen que terminó de consolidarse con la aparición de las llamadas Bicicletas Blancas (wittefietsenplan). El proyecto, creado por el provo Luud Schimmelpennink, fue el precursor de los sistemas de bicicletas compartidas que han proliferado en numerosas ciudades: una bici que el usuario podía tomar prestada durante media hora y de forma gratuita para realizar un trayecto corto dentro del casco urbano, devolviéndola después en otro de sus estacionamientos. En contra de lo que uno pueda pensar, el sistema fracasó en Holanda. Porque todo el mundo ya tenía bici propia.

 Los amantes de la bici se ponen en marcha

En su libro Bike City Amsterdam, el escritor y periodista Fred Feddes desvela las claves que han convertido a la ciudad holandesa en la capital mundial de las bicis. Y entre sus argumentos, hay uno que cobra especial importancia porque ha definido el devenir de la movilidad urbana en Holanda desde los años 70: la influencia de la Asociación Nacional de Ciclistas (Fietsersbond) en la política municipal. Fundada en 1975, contaba entonces con 600 miembros, un número que se disparó hasta los 10.000 en tan solo cuatro años. Hoy suman 30.000. Nació para defender las mismas ideas que los distintos grupos activistas: la bicicleta debía ser un transporte seguro y había que fomentar su uso para hacer de la ciudad un espacio más amable y habitable. “En cada reunión de los responsables municipales de urbanismo, en cada nuevo plan que se diseñaba, la asociación de ciclistas presentaba sus iniciativas para mejorar el uso de la bici”, comenta Gertjan Hulster, a la vez que indica que “sin ellos, Holanda no sería el paraíso de las bicis que es hoy”. La asociación se convirtió así en un grupo influyente fuerte cuyo primer logro fue convencer a las autoridades municipales de que la seguridad de los ciclistas pasaba por la creación de una red de carriles bici.

Tras su creación hace más de cuatro décadas, la asociación ha logrado pasos de gigante en la incorporación de la bici a la vida diaria. Desde presionar para que los carriles bici se construyan de manera independiente de la calzada por la que circulan los vehículos hasta la creación de aparcamientos de bici en todas las estaciones de tren, la movilidad que hoy existe en Holanda ha dejado espacio a las dos ruedas, a pesar de que el número de vehículos particulares no ha dejado de aumentar.

Un cambio que no fue visionario

Sorprende cómo las fuentes consultadas coinciden en la misma idea de fondo al analizar el éxito de la bici: no había ningún plan. El carácter universal del activismo de los años 70 fue posible gracias a que antes de la llegada del coche no había ningún grupo social determinado que se identificara con la bici más que otro. El sillín valía tanto para el hombre de negocios que se desplazaba con su maletín en la mano como para la madre que cuidaba de sus hijos y les llevaba en bici al colegio o el joven estudiante para quien la bici era el primer signo de emancipación. Sin una vestimenta específica, sin casco, sin un culto al objeto, “la bici era y es para los holandeses como un paraguas”, define Fred Feddes en su libro. Y ese fue el secreto de su éxito. “En Holanda siempre se ha considerado la bici un medio de transporte, no un hobby ni un deporte”, detalla Gertjan Hulster. “No hay nada especial en ella, el culto a las marcas va por otro lado y, además, siempre han montado en bici más mujeres que hombres porque era la forma más rápida y sencilla de hacer los recados del día a día”, dice.

Si bien es de uso individual, la bici es también un instrumento de socialización. Las primeras distancias que un chaval recorre solo suelen ser para ir de casa al instituto, un camino por el que se va encontrando con otros compañeros con los que acaba pedaleando en grupo. La imagen es tan habitual y los holandeses están tan orgullosos de la libertad que otorgan a sus adolescentes que la Asociación de Ciclistas ha propuesto a la UNESCO incluir la figura del escolar en bici en el Patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad de los Países Bajos.

“La bici es algo tan natural para nosotros que se podría decir que nacemos pedaleando”, comenta Maartje van Putten y agrega: “Todos tenemos un coche y una bici. Pero la bici siempre”. A la pregunta de por qué parecen las dos ruedas un elemento intrínseco del ADN holandés, algunos de los entrevistados comienzan mencionando la superficie llana del país como un factor determinante para que la introducción de la bici en el siglo XIX se arraigara. Pero después reconocen que no es el único motivo, ya que en otros países como China, donde este vehículo a pedales vivió décadas de esplendor a comienzos del siglo XX, ha quedado relegada al último escalón, por detrás del transporte público, los coches y las motos.

A las distancias cortas que existen en Holanda, se sumaría otra explicación sociocultural vinculada a la religión. Según Maarjte, “en la cultura calvinista impera la no ostentación y el 'yo puedo solo'”. Para Gertjan “el igualitarismo y la cultura del esfuerzo que promueve el calvinismo también puede haber influido” porque lo cierto es que a pesar de ser un país llano, los Países Bajos son conocidos por su mal tiempo, algo que no impide a los ciudadanos subirse a la bici a diario, contra el viento y la lluvia.

Para que Ámsterdam se convirtiera en la capital mundial de las bicis y la cultura del ciclismo se asentara en Holanda como lo ha hecho, ha sido necesario más de un siglo de convivencia permanente con las dos ruedas. Ha hecho falta también el drama de numerosas víctimas de tráfico y la presión social de cientos de miles de personas que supieron protestar a tiempo. Le ha beneficiado un cierto retraso en la modernización de sus ciudades, todas de tamaño medio, y que a comienzos del siglo XX seguían sin tener grandes bulevares y avenidas que poder reconvertir después en arterias para los vehículos. Ha sido necesario pasar la costumbre de pedalear de generación en generación y por último, ha hecho falta el azar, como siempre, para hacer realidad la visión bien encaminada de unos pocos. Y es que la crisis del petróleo provocó que en 1973 y durante cuatro domingos consecutivos, la ciudad estuviera prohibida para el tráfico de coches. Sus habitantes pudieron comprobar lo que era vivir sin ellos por un día. Gracias a todo esto, los Países Bajos cuentan hoy con más bicis que habitantes y 37.000 kilómetros de ciclovías que se recorren a diario. “No fue fácil, pero se logró, ahora hay que saber mantenerlo”, concluye la activista y hoy abuela Maartje van Putten.

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