Al presidente de Aragón, Javier Lambán, le chorrearon las críticas el domingo 10 de enero en la red social Twitter por lanzar esto: “A la vista de las imágenes que nos deja la tormenta Filomena, no parece que el cambio climático vaya a suponer necesariamente la desaparición de la nieve. El año pasado ya fue muy pródigo con nuestras montañas en ese sentido”. El comentario no es solo una negación del cambio climático. El Gobierno de Aragón anunció la semana pasada la expropiación forzosa de los terrenos afectados por el proyecto de ampliación de la estación de esquí de Cerler, en el valle de Castanesa.
En este lugar se encuentra Fonchanina, un diminuto pueblo del Pirineo aragonés al que se llega por una carretera de un solo carril que serpentea al borde de un barranco. Estamos en uno de los valles más remotos de la cordillera. Camino a los picos de 3.000 metros que cierran el valle de Castanesa por el norte, tras una curva cerrada, aparecen las casas en un recodo de la montaña. Sus tejados de pizarra se alzan entre el verdor de las praderas y los árboles que amarillean al final del otoño. En estos días el frío ya aprieta, y el pueblo parece desierto. Sin embargo, es probable que el forastero no pase desapercibido. Si no anda por el monte echando un vistazo a su ganado, Rafael Casal, de Casa Rials, estará recostado en su butaca junto al fuego, sin perder de vista la ventana que apunta a la carretera. Rafelet, como todo el mundo le llama, nació hace 59 años en Fonchanina y es el último habitante permanente de este pueblo perdido del Pirineo.
A los pies de su casa, a 1.495 metros de altitud, reposa entre la niebla matinal el amplio valle del río Baliera, con sus pequeños pueblos, sus prados y bosquecillos. Una vieja carretilla, convertida en macetero para unos tagetes, adorna la puerta de la casa y delata la especial sensibilidad de este montañés. Ahora que se han marchado los tres o cuatro vecinos con segunda residencia, Rafelet se está preparando para pasar solo el largo invierno. “Por aquí leña tendría para 500 años, el problema es hacerla”, dice con una sonrisa, señalando la leñera por la que se escabulle uno de sus cuatro gatos.
El pueblito de Rafelet es uno de los 17 núcleos del municipio de Montanuy, con 212 vecinos censados en total, aunque son menos los que viven aquí todo el año. Situado en el extremo noroccidental de Huesca, en las faldas del Parque Natural Posets-Maladeta, alberga uno de los paisajes más hermosos del Pirineo, y también es uno de sus rincones más afectados por la despoblación. Hasta la capital de provincia más cercana, Lleida, hay dos horas de coche por carreteras de montaña.
A Rafelet no le gustaba estudiar, así que a los 14 años dejó la escuela –iba al pueblo de al lado, Castanesa– para ayudar en las faenas del campo y criar un rebaño de ovejas. En aquellos años el éxodo rural vaciaba los pueblos del Pirineo, como tantas comarcas de España. Sus dos hermanas también marcharon a Barcelona buscando las oportunidades que faltaban en la montaña, sobre todo para las mujeres.
En su caso, solo saldría de Fonchanina para la trashumancia, ese fluir cíclico de los rebaños que aprovecha sabiamente los recursos del territorio. Después del Pilar bajaban el ganado hacia los llanos de Lleida y Huesca, y volvían el 20 de mayo buscando la hierba fresca de la primavera. En verano, 12.000 ovejas pacían en la montaña de Castanesa, una de las mejores zonas de pastos del Pirineo.
Pero esa economía tradicional ganadera, que a finales del siglo XX ya estaba en declive en la zona, sufrió un cataclismo en 2003. El desencadenante, un brote de la brucelosis del ganado, la enfermedad que se transmite al tomar leche cruda. A Rafelet le hicieron sacrificar sus 800 ovejas, y abandonó el oficio. “En un año se cargaron toda la ganadería. Te cuesta 25 años hacer un rebaño y de la noche a la mañana te quedas sin nada, te amargan la vida ya”.
Muchos pastores nunca se recuperaron del golpe, pero por entonces ya planeaba por el valle la idea de centrarse en un cultivo mucho más lucrativo: el de esquiadores y ladrillo. Montanuy se miraba en el espejo de valles vecinos como Benasque, con la estación de Cerler, o Arán, que cuenta con las pistas de Baqueira Beret. En 2004, el municipio firmó un convenio urbanístico con Aramón, el holding semipúblico de la nieve, propiedad a partes iguales del Gobierno de Aragón y de Ibercaja. El objetivo era promover una macroampliación de las pistas de Cerler con epicentro en el valle de Castanesa. Una ambición del entonces presidente autonómico, Marcelino Iglesias, oriundo de un pueblo que linda con Montanuy, Bonansa.
Lo publicitaron como lo que sería el mayor dominio esquiable de España, dividido en cinco sectores, más de 400 millones de inversión y 16 años de plazo de ejecución. En el esplendor de la burbuja, Aramón proyectó una especie de Marina d’Or pirenaico, que se pagaría a través de una colosal operación inmobiliaria, con más de 4.000 viviendas, además de hoteles, tres campos de golf, teleféricos y hasta un edificio de Norman Foster en medio de la montaña.
En el municipio cayó el gordo. A través de la sociedad Castanesa Nieve S.L. Aramón pagó 20,5 millones de euros a parte de los vecinos por 180 hectáreas de prados, y el ayuntamiento recalificó 50 hectáreas en un Plan General de Ordenación Urbanística (PGOU) que parecía redactado a la carta. A Rafelet aquellas operaciones le pillaron trabajando en el Parque Natural Posets-Maladeta, que protege parte del municipio de Montanuy, donde hacía un poco de todo: brigadista, mantenimientos, censos de fauna...
“Pagaban animaladas y volvieron loca a la gente. Que si a ti te han pagado más que a mí, que si tú has vendido por tanto...”, relata. Su padre aceptó la oferta de Aramón por una finca y Rafelet se plantó: si vendía más, se iría de Fonchanina. “Si hubiese sido por mí, no habría vendido nada”. En el pueblo iban a edificarse urbanizaciones, un parking de 400 plazas y una parada del teleférico que llevaría a los esquiadores hasta el pie de pistas. Un cambio radical en el tranquilo mundo del montañés. “Me gustaría que viniera gente al pueblo, pero no tantas animaladas. Aglomeraciones hay en muchos sitios ya, tal y como está el panorama, más vale vivir solo que en grandes multitudes”.
En 2010, el Gobierno de Aragón avaló la ampliación de Cerler como proyecto de interés general, y en diciembre de ese año se aprobó la declaración de impacto ambiental positivo para la primera de las fases, la del valle de Castanesa. Pero el estallido de la burbuja dio al traste con los planes: Aramón acumulaba 78 millones de euros de deuda en 2014, y las arcas públicas no daban para más. Y, por si fuera poco, los tribunales tiraron abajo su piedra angular, el plan urbanístico de Montanuy, porque no se había realizado una evaluación ambiental estratégica sobre su impacto.
El plan quedó en un cajón, pero no fue olvidado. Los terrenos rústicos comprados para urbanizar seguían lastrando las cuentas de Aramón y de su filial, Castanesa Nieve SL. La declaración de impacto ambiental, de 2010, había sido prorrogada tres veces por el Gobierno autonómico, y caducaría definitivamente si no se iniciaban las obras antes del 11 de diciembre de 2020.
Nadie renunciaba a la ampliación: ni el Ayuntamiento de Montanuy, que comenzó la redacción de un nuevo plan urbanístico, ni el Gobierno de Aragón y Aramón, que anunciaron la reanudación de los trabajos en 2019, aunque con un proyecto reducido, de 40 millones de presupuesto. En vez de por telecabina, se llegaría al pie de pistas con una nueva carretera desde Fonchanina que no estaba incluida en el proyecto original. Ahora es una pista sin asfaltar, que trepa montaña arriba entre laderas escarpadas, con el río Baliera rugiendo al fondo de un profundo barranco.
Es un camino que Rafelet recorre muchos días con su camioneta pickup. “Aquí bajaban unos aludes de nieve que tapaban el camino, pero hace 25 o 30 años que no cae ni uno”, relata el montañés, y añade que “el clima ha cambiado”, que “ya no nieva como antes” o que ahora “te cae una nevada gorda y viene una semana de calor o lluvia y se deshace en dos días”. Las observaciones científicas corroboran lo que han visto sus ojos a lo largo de una vida en estas montañas: según datos del Observatorio Pirenaico de Cambio Climático (OPCC), desde que nació Rafelet la temperatura en la cordillera ha subido 1,3 grados, más que la media del planeta. A primeros de marzo, con el mundo paralizado en la primera ola de la pandemia, una enorme roca cayó en el camino y lo tuvo bloqueado un mes. Cuenta Rafelet que, al volver al monte, vio más sarrios –el rebeco, una versión más esbelta y pequeña de la cabra montesa– que en toda su vida. “Había 150 por lo menos, una pasada, y estaban tan tranquilos”. Una primavera confinada que cambió poco su día a día. Si acaso, más paz que otros años. “Todo el monte para mí. No podía salir de casa en realidad, pero tenía que subir a ver los animales... Digo yo que no molestaba a nadie”.
Él sube cada día o dos para echar un vistazo a sus vacas y caballos, que no dejan los pastos de altura hasta bien entrado el otoño. Fue el ganado que le quedó cuando sacrificaron sus ovejas, aunque cuenta que la ganadería de montaña es ahora “un desastre total”. Se queja de que un ternero vale lo mismo que hace 30 años. Y la cría de yeguas y potros la define como “el negocio de Pancho Villa”. “No vale para nada, pero es bonito”.
Después de siete kilómetros de pista, las angostas laderas del valle se abren de repente en un anfiteatro rodeado de picos espolvoreados de blanco. Este es el salvaje valle de Castanesa. Para Rafelet, el grandioso paisaje está formado por memorias. Las cabañas –llamadas bordas– donde vivía en verano con su familia; los prados en los que dormía al raso mientras cuidaba las ovejas; el pico donde se quedaron enriscadas sus yeguas después de una nevada temprana; las peñas donde intentó criar la pareja de quebrantahuesos el año pasado... Conoce cada recodo y, de cuando en cuando, se para e inspecciona el panorama en busca de novedades. “Mira dónde va un zorro, andará vigilando algo”. Incluso con prismáticos cuesta igualar su vista de águila.
Rafelet detiene la camioneta junto a un refugio de pastores, a casi 1.900 metros de altitud. Este es uno de los puntos donde han trabajado las máquinas de Aramón este año, abriendo una pista de servicio que iría hacia el primer remonte. Contempla estupefacto una cicatriz recién abierta en el paisaje. La pista, con las huellas de las excavadoras todavía marcadas, surca la pendiente de hierba. A un lado se alza ahora un talud de seis metros de altura, que deja expuesto el esqueleto granítico de la montaña. Al otro, ladera abajo, se amontona la roca despedazada por las excavadoras. “Fíjate qué destrozo han hecho, es una animalada”, exclama.
Aramón y el Gobierno autonómico anunciaron que el primer remonte de la ampliación estaría operativo en esta temporada de invierno, pero los trabajos van despacio. Ni siquiera se ha terminado esa pista de servicio hasta el collado de Basibé, a 2.277 metros, aunque basta seguir un rastro de estacas numeradas para adivinar el camino. Primero atraviesan una vaguada por la que corretea un abanico de manantiales tapizados de musgo. El paraje se conoce como las Nou Fonts, las Nueve Fuentes, y aquí se construirá la base del remonte. Algo más arriba hay un círculo de piedras cuidadosamente dispuestas en el suelo. Cuenta Rafelet que se cree que las colocaron los primeros pastores neolíticos que llegaron tan alto en busca de la rica hierba de Castanesa: son los restos de una mallata, los abrigos que se empleaban para guardar el ganado en el monte. Él también ha pasado aquí largos días de verano con sus noches estrelladas. “Es el rincón más bonito que quedaba de la montaña”, dice Rafelet.
Estas tierras pertenecen a los vecinos, que no han dejado de aprovechar sus pastos desde aquellos primeros habitantes pirenaicos. La propiedad del monte comunal de Castanesa está dividida entre 70 socios de los pueblos. Y en septiembre, el Gobierno de Aragón ordenó la expropiación de parte de estos terrenos, los necesarios para seguir con las obras.
Rafelet, que también es propietario, estaba de acuerdo con la cesión de la montaña para la ampliación de pistas a través de un contrato de alquiler, como propuso Aramón al principio del proyecto. Los montañeses compraron esas tierras en una de las desamortizaciones del siglo XIX y a Rafelet no le cabe en la cabeza que renuncien a ellas. Así que ahora, junto a otros 19 de los 70 socios, ha decidido plantarle cara al gigante del esquí y recurrir la expropiación.
“Mira que lo tenían fácil, pagar un alquiler, un beneficio para el pueblo, pero no tenemos por qué venderles la montaña ni dársela tampoco. Con lo que le costó a los antepasados y ahora, ¿vamos a regalarles la montaña para toda la vida?”. El tranquilo Rafelet se enciende al hablar de las expropiaciones. “Yo esto lo hago por el bien del pueblo, no por mí. Vamos a luchar hasta el final”.
En el recurso los vecinos alegan que, al haberse “redimensionado” el plan de ampliación de 2010 debe aprobarse un nuevo proyecto de interés general que avale las expropiaciones. Eso implicaría realizar otro estudio de impacto ambiental que, por ejemplo, incluya las nuevas certezas sobre los efectos de la crisis climática. Según el Observatorio Pirenaico de Cambio Climático, para 2050, el espesor medio de la nieve a 1.800 metros de altitud será la mitad que hoy en día.
“El Gobierno de Aragón y Aramón están intentando modificar el proyecto por la puerta de atrás. No hay dinero y ahora, en medio de una emergencia climática, no podría aprobarse una declaración de impacto ambiental positiva para ampliar pistas de esquí en el Pirineo”, defiende Manel Badía, otro de los socios que ha recurrido. Badía, que vive en Lleida pero tiene sus raíces en Castanesa, es uno de los fundadores de Naturaleza Rural, la asociación local que tumbó el plan urbanístico de Montanuy en los tribunales. Además de recurrir la expropiación forzosa de los terrenos vecinales, están estudiando otras vías legales para acabar definitivamente con el proyecto y mantener intacto el valle de Castanesa.
Mientras, tanto el Gobierno de Aragón como el Ayuntamiento de Montanuy y buena parte de los vecinos defienden la ampliación de pistas como la única opción para evitar la despoblación total de estos pueblos. En los últimos diez años, pese a la lluvia de millones de las ventas de fincas, la sangría demográfica no ha parado: entre 2010 y 2019 la cifra de habitantes censados ha caído casi un 30%.
Desde Fonchanina, Rafelet mira con escepticismo esos planes salvadores. “Hace 20 años que no ven más que las pistas. Aquí no queda nadie, la gente ve que si hacemos esto habrá vida... Pero yo no sé si habrá vida”.
Ahora, además de las expropiaciones, está preocupado por una arritmia que le detectaron en el corazón hace dos años, por la que tuvo que dejar el trabajo en el Parque Natural. Le han reconocido una incapacidad que le obliga a pedir ayuda para poder encargarse de los animales. Además de las pastillas diarias que, dice, “le joden a uno la vida”. Está a la espera de una intervención que se va alargando. “Me dijo el médico que no subiera alto”. Y se ríe. Como si eso fuera una opción para alguien que vive a casi 1.500 metros de altitud.
Acaba de recoger las patatas con la ayuda de algunos vecinos, y en el huerto solo le quedan unas pocas coles. Pronto bajará las vacas y las yeguas al pueblo, a pastar en los prados que tienen destrozados los jabalís, tan aplicados en la búsqueda de raíces. Alrededor de Fonchanina los álamos temblones están a punto de tirar sus hojas amarillas, la señal de que se avecina el frío. Y aquí quedará Rafelet, como último guardián de este diminuto pueblo del Pirineo.
“Mira allá en aquella roca que entra un buitre, allá criaba el águila. Son majas las águilas... Pero ha prosperado tanto el buitre que se han hecho con todo. Aquí ha cambiado todo, este monte lo tenían limpio las ovejas, había pastos de lado a lado, y ahora ya ves, lleno de maleza, que ni dos años han tardado en cubrirlo después del incendio. Va a quedar todo para los jabalís. Yo creo que la gente volverá a los pueblos, la vida da vueltas y algún día la gente volverá. Hoy en día se vive tan bien en un pueblo como en la ciudad. Pero es difícil venir a los pueblos, si no hay trabajo quién va a venir. Alguna solución habrá, no se sabe cuál”.