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Vender que una gigantesca empresa de refinado de combustibles fósiles será “climáticamente neutra” en 2050 utilizando una tecnología de almacenamiento de carbono por desarrollar o calificar a los cerdos de los mataderos de una cárnica como ecofriendly puede acabar en los tribunales. Cada vez son más las denuncias contra grupos empresariales por el llamado greenwashing, la utilización de la acción climática o ambiental para blanquear la imagen de una compañía a base de promesas vacías, medias verdades o mentiras.
¿Se trata de una tendencia pasajera? ¿Un intento vacío de las ONG de ganar en relevancia y seriedad? ¿O una herramienta real de cambio? “Ha habido un aumento significativo de los litigios por greenwashing en los últimos años”, sentencia Catherine Higham, investigadora del Graham Institute, centro de estudio de políticas climáticas asociado a la London School of Economics y la organización que más de cerca ha escrutado estos casos. “Las acciones legales contra el greenwashing están ganando terreno en todo el mundo. La mayoría de los casos se concentran actualmente en el norte, pero los gobiernos y los organismos reguladores están empezando a tomar medidas enérgicas en otros lugares”, explica ClientEarth, asociación de derecho ambiental presente en varias de las demandas.
En un informe de finales de 2022, el Graham Institute asegura que la mayoría de los investigadores que trabajan en estos temas reconocen tres olas de litigios climáticos. La primera, a partir de 1980, con los primeros casos en Estados Unidos y Australia. En la segunda, al calor de la firma del protocolo de Kyoto, se registró “un aumento de los litigios que planteaban cuestiones sobre la aplicación de la legislación sobre el cambio climático” y empezaron a presentarse ante los tribunales las primeras demandas contra empresas. La tercera y actual arranca en 2015 con la rúbrica del Acuerdo de París, y uno de los primeros casos etiquetado como un litigio por greenwashing data de 2016.
Los litigios climáticos más famosos, publicitados y comentados son contra Estados. Los demandantes consideran que los países no están haciendo lo suficiente para combatir el cambio climático, en la mitigación y/o en la adaptación al fenómeno, por lo que están fracasando en una obligación muchas veces recogida constitucionalmente: la de proteger y velar por la salud de sus poblaciones. El caso de la organización Urgenda contra Países Bajos marcó un camino.
El litigio climático por greenwashing más común es el que se interpone contra las grandes petroleras estadounidenses, Chevron y Exxon, por sus campañas publicitarias
El litigio climático por greenwashing más común es el que se interpone contra las grandes petroleras estadounidenses, Chevron y Exxon, por sus campañas publicitarias. Por ejemplo, Global Witness y Greenpeace USA demandaron a Chevron por una campaña en la que aseguraba que “protegía el medio ambiente” y llamaba al biometano gas renovable; el estado de Massachusetts hizo lo propio con Exxon por unas informaciones pagadas en los principales diarios del país en las que aseguraba, sin pruebas, que el biocombustible hecho a partir de algas reduciría en un 50% las emisiones de CO2 de los coches.
El juez desestimó esta última demanda: las empresas, consideró, tienen derecho a vender su “filosofía” sin que eso se considere “parte del producto en sí mismo”, según el auto que le dio carpetazo al asunto. Sin embargo, hay otras historias de rotundo éxito. En Corea del Sur, la ONG Solutions for Our Climate no solo ha conseguido que la principal empresa de combustibles fósiles del país, SK E&S, retirara una campaña en la que aseguraba que el gas que extraía era “libre de CO2”, sino que promovió que el Gobierno coreano anunciase su intención de multar a las empresas que caigan en el greenwashing.
Hay decenas de demandas abiertas contra ambas compañías. En Estados Unidos es mucho más fácil, explica la directora del Instituto Internacional de Derecho y Medio Ambiente, Ana Barreira, porque el sistema legal anglosajón es completamente diferente. “Aquí lo que importa es la ley. En el sistema británico importa el case law”, la jurisprudencia que generan las sucesivas sentencias. Pero no solo de campañas vive el greenwashing.
En territorio europeo aún no se ha registrado ninguna victoria. Pero los activistas confían en sentencias a favor que generen un efecto cascada, gracias a la jurisprudencia. En Francia, las organizaciones Greenpeace, Amigos de la Tierra y Notre Affaire à Tous demandaron a la energética Total Energies en 2022 por su compromiso de neutralidad climática a 2050 que consideran falso, así como por sus afirmaciones a favor de los biocombustibles y el papel supuestamente beneficioso del gas en la transición ecológica. El recurso se interpone sobre la base del código de consumo galo, que traspuso la Directiva de Prácticas Comerciales Desleales de la Unión Europea, por lo que la resolución del caso podría ser muy útil para todo el continente.
Uno de los primeros litigios climáticos contra Exxon, dentro de la tercera ola, lo puso un inversor, Pedro Ramírez Jr., que consideraba que la información que la compañía ofrecía a los accionistas estaba incompleta porque minusvaloraba los riesgos climáticos de seguir apostando por los combustibles fósiles.
Los esfuerzos no siempre van dirigidos contra petroleras, aunque sean mayoría por motivos obvios. La aerolínea KLM ha sido demandada en Países Bajos por decir que sus vuelos son “CO2 cero”; la cárnica danesa Danish Crown tiene enfrente a las organizaciones veganas por asegurar que su cabaña porcina es “climate friendly”; ClientEarth se personó contra Just Eat, la app de reparto de comida a domicilio; y, entre otros muchos ejemplos, la ONG Earth Island Institute demandó a Coca-Cola por hablar de “sostenibilidad” mientras sus botellas vacías inundaban parques y océanos.
La Comisión Europea ha propuesto que etiquetas como 'eco' o 'sostenible' estén 'fundadas en evidencia científica ampliamente reconocida, identificando los impactos ambientales relevantes'
Por otro lado, otro foco de gran esperanza para las organizaciones europeas es la directiva aprobada por la Comisión Europea –aún pendiente del visto bueno de Consejo y Parlamento Europeo– contra el greenwashing, poniendo el foco directamente en las “afirmaciones ambientales engañosas”. Las empresas, propone el Ejecutivo comunitario, deberán respetar “un mínimo de normas” a la hora de asegurar que sus productos son “eco”, “sostenibles”, “bajos en emisiones de CO2” o afirmaciones similares, que deberán estar “fundadas en evidencia científica ampliamente reconocida, identificando los impactos ambientales relevantes” y deberán ser verificadas de manera independiente. La normativa, de salir adelante, podría poner fin a muchas de las prácticas que ahora mismo están en manos de los juzgados.
Varias de las denuncias por greenwashing, como la interpuesta contra TotalEnergies o contra la petrolera australiana Santos, se centran en sus objetivos de reducción de emisiones a largo plazo, entre 2040 y 2050. Miles de compañías en todo el mundo se han sumado en los últimos años a prometer la “neutralidad climática”, más conocida como net zero, para la mitad del siglo presente. Se trata de emitir tan poco que el impacto de los gases de efecto invernadero liberados se compensa con acciones para reducir las emisiones en otros lugares, o de absorción del dióxido de carbono mediante plantación de árboles u otras tecnologías.
La Comisión Europea coloca la lupa en estas metas: los compromisos de compensación deben estar verificados de forma independiente, al igual que las afirmaciones sobre los productos ‘eco’. Los activistas piden también poner el foco en los objetivos de reducción de emisiones que se basan en tecnologías que, a día de hoy, carecen de certezas sobre su funcionamiento o sobre su capacidad de mitigación. Esto mismo ha propiciado ya una denuncia contra una de las principales energéticas australianas. El Centro Australiano por la Responsabilidad Corporativa (ACCR, según sus siglas en inglés) ha llevado a los tribunales a la gasista Santos por vender un hipotético net zero a 2040 utilizando el almacenamiento de carbono.
El potencial de esta herramienta ha sido reconocido por el último informe de los expertos climáticos de Naciones Unidas, pero se mantienen dudas sobre hasta dónde podrá llegar; y las ONG ambientales temen que fiarlo todo a la carta de la absorción de CO2 puede llevar a procrastinar en los necesarios virajes de los modelos de negocio basados en combustibles fósiles.
En España no hay un solo caso registrado de litigio climático por greenwashing. Sí se han interpuesto denuncias contra el Estado por su presunta inacción climática a la altura del desafío; pero no se ha demandado a empresas por sus mentiras o medias verdades en lo relativo al medio ambiente. Barreira no lo ve nada fácil por las características de un sistema judicial español basado en la ley y no tanto en la jurisprudencia. “En Estados Unidos, los abogados cogen los casos y no te cobran nada. Aquí hay que pagar las costas si pierdes”, recuerda. Y, por otro lado, las leyes españolas de protección a los derechos del consumidor son muy concretas y será difícil, considera, demostrar que el greenwashing atenta contra ellos, a la espera de la concreción de la directiva europea.
En España aún no se ha demandado a empresas por sus mentiras o medias verdades en lo relativo al medio ambiente
Aun así, la experta en derecho ambiental reconoce que los casos contra compañías “son más interesantes, porque son más específicos” que los dirigidos contra Estados; los tribunales entienden mejor la concreción de una afirmación falsa sobre las características de un producto que la vaga aseveración de que un Gobierno no hace lo suficiente contra un fenómeno. Y lamenta que, en España, la legislación –que es lo que cuenta– que apriete a las grandes empresas emisoras sea, a estas alturas del partido, demasiado vaga. La Ley de Cambio Climático, sobre el papel, obliga a las compañías a publicar un plan de reducción de emisiones de CO2: y el decreto que lo detalla, actualmente en consulta pública, “detalla unas obligaciones que… eso y nada es lo mismo”, asegura la directora del IIDMA. “Tiene que haber un mecanismo para medir” que la huella de carbono que declara la corporación es, como mínimo, real.
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