Dos octogenarias armadas con un cincel y un martillo entraron una mañana del pasado mes de mayo en la Biblioteca Británica de Londres. Sin levantar sospechas se dirigieron a la sala donde se encuentra una de las cuatro únicas copias de la Carta Magna, documento que data del año 1215, y procedieron a astillar la vitrina que guarda el pliego medieval, considerado un texto fundacional de la democracia moderna y que establece que nadie, ni siquiera el rey, está por encima de la ley. Se trataba de una acción de protesta ante la inacción contra el cambio climático.
Una de las activistas era Sue Parfitt, de 82 años y ataviada con su alzacuellos de sacerdote de la Iglesia anglicana, que sujetaba el cincel cerca de una de las esquinas del expositor. Su compañera se llama Judy Bruce, de 85 años y profesora de Biología jubilada, quien articulaba el martillo. Tras varios golpes, Parfitt desplegó una pancarta con el mensaje: “El Gobierno ha violado la ley”, antes de pegarse a la vitrina para finalizar la protesta. Ambas fueron arrestadas y posteriormente puestas en libertad en espera de juicio.
La declaración de ambas mujeres tenía un base jurídica. La semana anterior, el Tribunal Superior de Justicia había dictaminado que el Gobierno conservador británico no estaba haciendo lo suficiente para alcanzar su objetivo de reducir las emisiones de efecto invernadero para el año 2030 y le obligaba a modificar las políticas ambientales que han permitido, por ejemplo, otorgar nuevas licencias de explotación de petróleo y gas en el Mar del Norte.
“Esto tiene una importancia enorme, el Gobierno estaba violando sus propias leyes, incumpliendo el Acuerdo de París y todas nuestras obligaciones internacionales. ¿Se informó de ello en la prensa? Apenas fue mencionado”, se lamenta Parfitt. Lo que sí recibió atención mediática internacional fue el “ataque” al tesoro histórico nacional, que permaneció intacto. Un éxito de publicidad que sin embargo se centraba en el pequeño daño ocasionado al vidrio y no en la denuncia de la actuación del gobierno. “Vivimos tan inmersos en esta cultura consumista que a la gente le molesta más los daños causados a la propiedad que los trastornos a las vidas humanas”, reflexiona la religiosa.
Vivimos tan inmersos en esta cultura consumista que a la gente le molesta más los daños causados a la propiedad que los trastornos a las vidas humanas
Parfitt vive desde hace más de 20 años a las afueras de Bristol en una casa del siglo XVIII. Ocupa un modesto piso en la planta baja de la vivienda que comparte, además de un coche eléctrico, con su casero, mujer y niños. En el salón y frente a una taza de café con leche de avena, la activista explica: “El objetivo de todas las acciones es destacar la catástrofe climática. Estamos contando la gravedad de la emergencia en la que nos encontramos. De lo contrario, nadie habla de ello. Cómo lo hagamos no es lo importante. Tenemos que conseguir que el Gobierno detenga a la industria de los combustibles fósiles. Es una tarea enorme”, reconoce.
Nacida en otra ciudad del suroeste de Inglaterra, Hereford, siempre ha vivido entre Gales y Bristol, donde estudió Historia antes de formarse como terapeuta de familia en Cardiff. Se considera “cristiana de cuna”, sus padres eran muy devotos, y tan pronto como terminó la universidad se hizo monja, aunque a los dos años tuvo que colgar los hábitos para cuidar a sus progenitores hasta su fallecimiento. Después se interesó por la psicoterapia, que ejerció durante diez años, hasta que de nuevo sintió la llamada de Dios y decidió estudiar Teología.
Militancia en el ADN
Se podría decir que esta pequeña mujer lleva grabado el gen de la militancia en su ADN. Un antepasado materno fue acusado de sedición en el siglo XVIII por incitar a la clase trabajadora a luchar por sus derechos laborales y el abuelo paterno, también sacerdote anglicano, se enfrentó a su obispo por querer enterrar en el cementerio a alguien que se había suicidado, algo no permitido en la época, y acabó marchándose a otra doctrina.
El amor por la naturaleza se lo inculcaron su madre y tías paternas, excelentes jardineras, y su padre, ávido pajarero. Ha perdido la cuenta del número de protestas en las que ha participado, pero alguien le recordó hace poco que ha sido arrestada 27 veces desde que se sumó a la acción organizada por Extinction Rebellion que cortó el tráfico en el centro de Londres durante casi dos semanas en 2019. También ha bloqueado el acceso a instalaciones del Ministerio de Defensa, se ha subido a un vagón del metro para paralizar el servicio y ha interrumpido el tráfico durante varios días en la carretera de circunvalación de Londres M25, la autopista más transitada de Europa. “Seguramente ahora haya que sumar algún arresto más”, añade sonriendo.
La nueva legislación (la Ley de Delitos, Policía y Sentencias de 2022 y la Ley de Orden Público de 2023), que amplía los poderes de la policía para practicar arrestos en protestas pacíficas, prohíbe a los activistas utilizar la crisis climática como parte de su defensa legal y aumenta las multas y las penas de cárcel por desobediencia civil, que puede llegar a los diez años de cárcel por perturbar el orden público. Ya son al menos 33 los miembros de la organización Just Stop Oil enviados a prisión por protestas no violentas. El cofundador de Extinction Rebellion, Roger Hallam, recibió el pasado verano la pena más larga en Reino Unido por planear el bloqueo de la carretera M25: cinco años de cárcel.
“Por un lado tienes a estos jóvenes, que por lanzar sopa contra cuadros son condenados a dos años de cárcel y, por otro, a agitadores que deliberadamente están tratando de herir y matar a inmigrantes quemando los hoteles en los que se alojan, recibiendo sentencias patéticamente cortas… Es una desgracia. Creo que en este país hemos perdido la razón”, valora Parfitt.
Por un lado tienes a estos jóvenes, que por lanzar sopa contra cuadros son condenados a dos años de cárcel y, por otro, a agitadores que deliberadamente están tratando de herir y matar a inmigrantes quemando los hoteles en los que se alojan, recibiendo sentencias patéticamente cortas… Es una desgracia. Creo que en este país hemos perdido la razón
Parfitt tiene varios juicios pendientes. Nunca se declara culpable ante el juez porque considera que quien está actuando de forma ilegal es el Gobierno. “Yo estoy aquí para contar la verdad”, afirma con rotundidad. La posibilidad de acabar entre rejas es cada vez más real, pero ella lo afronta con estoicismo.
No puede oficiar ceremonias
De forma reciente, este prolífico activismo ha tenido un inesperado coste personal. La obispa de Bristol, Vivienne Faull, que venía apoyando las acciones, ha decidido no renovarle la licencia para oficiar ceremonias que otorga la iglesia a sacerdotes y diáconos jubilados hasta que se resuelvan sus juicios pendientes.
“Me entristece perder mi licencia, especialmente este año, pero lo más significativo es que, al quitármela, la obispa está metiendo a la Iglesia en un grupo –junto con jueces, prensa, médicos… y el Gobierno–, que no habla de la catástrofe climática. Esto es silenciar la verdad”, afirma con voz clara y pausada.
Con un total de activos valorados en unos 12.300 millones de euros, la Iglesia anglicana anunció en 2023 su intención de desinvertir en empresas relacionadas con la exploración y producción de petróleo y gas, una decisión que Parfitt considera acertada. Sin embargo, le decepciona que no vaya más lejos con sus acciones. “Si toda la Iglesia se hubiera sentado a bloquear la autopista M25 hace dos años, habríamos conseguido hacer el aislamiento térmico de toda Gran Bretaña de un día para otro”.
Considera que sus acciones no son violentas sino “extremadamente pacíficas” por lo general y defiende que reciben extensa formación y planifican las acciones con el objetivo de minimizar los riesgos. Así, cuando cortan carreteras siempre hay una vía libre para vehículos de emergencia, se atacan pinturas protegidas bajo cristal y, en el caso de la Carta Magna, ella misma comprobó en una visita previa a la acción que en caso de romper el expositor el documento no sería dañado, pues está protegido por una segunda vitrina. “Nunca habría dañado la Carta Magna, soy historiadora”.
Tampoco cree que sus actos legitimen a otros grupos a usar métodos violentos para reivindicar sus ideas. “No pienso ni por un momento que yo tenga alguna influencia sobre esa gente horrible de extrema derecha que ha participado en disturbios contra inmigrantes”, sostiene. Sí lamenta especialmente los problemas causados por el corte de carreteras, pero lo justifica como “desgraciadamente necesario. No es nada comparado con las perturbaciones que vamos a sufrir por la catástrofe climática”. Tampoco ve contradicción entre sus acciones y sus valores religiosos. “Es un dolor necesario para intentar disminuir las alteraciones mucho más dolorosas hacia las que caminamos rápidamente. Los científicos están alarmados porque la velocidad a la que avanza la crisis es mucho más rápida de lo que habían proyectado”.
Habla de la sexta extinción masiva de especies, la primera ocasionada por la actividad humana, que asegura está en marcha y sin vuelta atrás. “Solo podemos retrasar lo inevitable, predice. ”Yo quiero pasar mis últimos años haciendo todo lo que pueda para detener las emisiones nocivas“, explica. ”¿Cuál es la alternativa, quedarme en casa cuidando de mi gato? No he sido llamada para hacer eso“.