Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.
Salus populi suprema lex est
Los romanos lo tenían más claro hace un par de milenios que nosotros hoy: “La salud de las personas, o salud pública, es ley suprema”. Así rezaba el primer principio del derecho público romano, como puede leerse en De Legibus, de Cicerón. Ciertamente, lo tenían mucho más claro que el Tribunal Constitucional, cuya última resolución sobre la presunta inconstitucionalidad del estado de alarma aplicado al control de la pandemia muestra que, además de su marcada politización, el alto tribunal está más preocupado por discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles que por las medidas que hay que poner en marcha cuando la mayor pandemia de los últimos decenios amenaza a la sociedad y arrasa con las vidas de miles de personas.
Tal como apunta Oriol Farrés, profesor de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona, hay una genealogía entre la salud y la solidaridad basada en esta máxima del derecho romano. Ello sitúa a la salud como un bien común que en ocasiones tiene que estar por encima de la salvaguarda de algunas libertades individuales, especialmente en una emergencia sanitaria como la pandemia de COVID-19 por la que atravesamos, en aras de la salud y en bienestar de la colectividad.
No cabe la menor duda, como lo demuestran numerosos estudios epidemiológicos y de salud pública internacionales, que de no haberse adoptado las medidas draconianas de confinamiento y limitación de la movilidad, las llamadas “medidas no farmacológicas”, se habrían producido muchos miles de fallecimientos adicionales a los más de ochenta mil que hemos tenido en España. La mortalidad excesiva habría sido mucho mayor. Si no se hubiese optado por el estado de alarma estaríamos lamentando el no haberlo hecho y habríamos tenido que despedirnos de muchos más familiares y amigos que de los que dolorosamente tuvimos que hacerlo y no sólo por causa directa de la COVID-19 sino también por el colapso total que se habría sufrido en el sistema sanitario que habría tenido un enorme impacto en mortalidad por otras patologías que no se podrían haber atendido con normalidad, con una intensidad mucho mayor del que tuvimos que padecer a pesar del confinamiento. El mundo supera ya los cuatro millones de muertes por COVID-19, una cifra de defunciones propia de una conflagración de proporciones mundiales, y si no se hubiese actuado en muchos lugares con la contundencia necesaria para frenar la transmisión, estaríamos ante una cifra que superaría los diez millones de muertes
Por desgracia, no parece ser ese el talante ni la forma de entender los ordenamientos jurídicos que nos rigen, ni de buena parte del aparato judicial que lo aplica. Para muchos jueces y tribunales parecen importar mucho más las libertades individuales definidas en forma egoísta, por encima del bien común y de las responsabilidades y garantías colectivas. Prima la aproximación individualista sobre los principios de justicia social y salud colectiva. Y esto resulta sumamente preocupante porque pone en cuestión el bien común y las acciones necesarias para lograrlo. En el fondo se trata de una ideologización de la justicia que torpedea la salud pública y el empeño social para mantenerla. No es posible aceptar que “la libertad de contagiarse y contagiar a los demás debe prevalecer sobre el deber de protegernos y proteger a los demás”. Una sentencia de la trascendencia de esta, que se presenta desde un Tribunal Constitucional prácticamente dividido en dos mitades, aporta poco a la seguridad jurídica que necesita nuestra sociedad.
A ello se agregan las limitaciones y carencias de un Estado Autonómico donde muchas élites territoriales parecen más atentas a la defensa a ultranza de sus parcelas de poder que a los intereses del Estado en su conjunto. Este orden de cosas resulta a todas luces insuficiente para enfrentar problemas que trascienden fronteras autonómicas y nacionales y tienen un alto grado de interdependencia territorial como es el caso de una pandemia.
No cabe la menor duda de que España necesita ser más moderna y efectiva en la conformación de su Estado, y en los mecanismos de cogobernanza (sanitaria y de otras políticas públicas). Se debería avanzar en la federalización de las instituciones, evitar la confrontación sistemática, los debates nominalistas, y la judicialización continua de los conflictos políticos y la politización de temas que, como la presente pandemia, deberían afrontarse, principalmente, con criterios científicos y de salud pública. Si, como señala el propio Tribunal Constitucional en su sentencia, “no se cuestiona la idoneidad de las medidas sanitarias adoptadas al amparo del estado de alarma”, y si el propio estado de alarma fue refrendado en el Congreso y se mantuvo solo mientras tuvo ese refrendo, entonces ¿qué se cuestiona? Esta es una pregunta muy pertinente que debería llevarnos a rechazar cualquier planteamiento que desde el punto de vista político quiera cuestionar el acierto de la decisión de confinar con base en la sentencia del Constitucional.
Por otra parte, resulta inconcebible que en un momento en que la nueva ola de contagios y la elevada incidencia en todo el país, concentrada en personas jóvenes, que requiere medidas restrictivas tales como los toques de queda, los cierres perimetrales o el restablecimiento de la obligatoriedad en el uso de la mascarilla en zonas de elevada incidencia, no se opte por una acción coordinada y basada en parámetros consensuados. Es decir, que todo quede al arbitrio de cada Comunidad Autónoma, y dentro de ellas dependa de la voluntad (Valencia, Cantabria y Cataluña) o de la falta de ella (Aragón y Canarias) de los Tribunales Superiores de Justicia para validar las medidas sanitarias que urge poner en práctica.
Lo último que se necesita es un tira y afloja en el que las resoluciones de jueces, Tribunales Superiores de Justicia autonómicos, del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional reviertan medidas sanitarias que tienen un fundamento epidemiológico y bases sólidas de salud pública que los jueces no tienen capacidad de evaluar. Los jueces pueden y deben determinar si algo es ilegal pero no pueden ni deben decidir sobre si las medidas sanitarias que se adoptan son proporcionadas y pertinentes técnicamente. Ni tienen la formación para hacerlo ni debería ser esa su función.
La pandemia ha mostrado, además, la necesidad de una revisión exhaustiva del ordenamiento jurídico en materia de salud pública para garantizar que, con independencia de si hay una declaración del estado de alarma o se decreta el estado de excepción, se cuente con las herramientas para garantizar la protección de la salud de todos los ciudadanos sin tener que embarcarse en laberintos kafkianos de judicializaciones improcedentes.
La Ley de salud pública del 2011 necesita ser profundizada y perfeccionada. Hay que llevarla hasta sus últimas consecuencias e integrar en ella los elementos que permitan blindar los recursos necesarios e institucionalizar los elementos de una co-gobernanza en materia de salud pública que nos lleve a un modelo federal de cooperación horizontal entre Comunidades Autónomas, orquestado por el Gobierno del Estado y en el que exista unicidad territorial para las grandes cuestiones en materia de salud pública. El apoyo de una Agencia Estatal de Salud Pública es algo a todas luces urgente e imprescindible.
Posteriormente, sería pertinente hacer los ajustes necesarios a los instrumentos con los que cuentan los ordenamientos jurídicos autonómicos, tomando en cuenta las lecciones aprendidas durante la pandemia de COVID-19 y las dimensiones de las crisis sanitarias que dan lugar a situaciones de emergencia.
Sería oportuno reflejar de manera más fidedigna lo que acontece en la gestión de una emergencia sanitaria, fortaleciendo el ejercicio de la autoridad sanitaria dentro del ámbito de las competencias autonómicas en la materia y articulando estas actuaciones sanitarias con las actuaciones extra sanitarias que están sujetas a otros ámbitos de autoridad y que se benefician del refrendo por parte de los gobiernos en su conjunto
Ello tiene implicaciones tanto en lo concerniente a la definición de lo que es una crisis sanitaria, como en lo relativo a la multisectorialidad de las medidas que deben ser tomadas para contender con ella (y que trascienden el ámbito sanitario), así como en lo que se refiere a los mecanismos necesarios para posibilitar la prontitud y ejecutividad de la respuesta que hay que dar ante desafíos de esta naturaleza
En nuestra opinión, la declaración de emergencia ocasionada por una crisis sanitaria debe ser competencia del Consejo de Ministr@s en la totalidad del territorio o en una parte del mismo (una o más Comunidades Autónomas), a propuesta del Ministerio con competencias en materia de sanidad. Sin perjuicio de la necesaria validación posterior de esa declaración por el Parlamento.
En todo caso, las Autoridades Sanitarias, con el Ministerio de Sanidad a la cabeza, han de aumentar en su capacidad de acción para responder a situaciones de crisis. Esto implica reforzar, en plazos muy breves la infraestructura existente, racionalizar la asistencia sanitaria en sus distintos niveles, desde la atención primaria y los servicios de urgencias extrahospitalarias, hasta hospitales y UCI; montar dispositivos ad-hoc para ampliar la capacidad de atención sanitaria (centros de acogida medicalizados y hospitales de campaña como reserva estratégica asistencial) y reclutar personal sanitario y sociosanitario para reforzar temporalmente la operación del sistema.
En cuanto a las medidas de salud pública que van más allá de las actuaciones puramente sanitarias y que son competencia de otros sectores de la administración, resulta importante el refrendo del Consejo de Ministr@s y de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas. En este aspecto, lo más importante en situaciones de crisis es que las medidas sanitarias estén claramente delegadas competencialmente en la Autoridad Sanitaria y que no necesiten ratificación ya que la puesta en marcha de las medidas sin dilación alguna es esencial en aquellas situaciones que, de forma inminente, amenazan la salud y la vida de las personas.
Como estamos viendo, una emergencia ocasionada por una crisis sanitaria puede extenderse más allá del periodo que dura una declaración de “estado de alarma” o de “estado de excepción” de ámbito nacional o autonómico. Los sucesivos estados de alarma han finalizado, pero la pandemia continua y la crisis sanitaria prosiguen y exigen medidas sanitarias y extra sanitarias que requieren respaldo jurídico para atajar la transmisión con independencia de que avancemos en el proceso de vacunación.
Por ejemplo, sabemos que ha sido muy importante tomar medidas para mitigar los efectos negativos de la pandemia en la economía de las personas y de las empresas y en la vida social de la ciudadanía, pero que lo importante ha sido priorizar la protección de la salud de las personas, intentando dañar lo menos posible la economía, la actividad laboral, el intercambio comercial y la circulación de bienes y de personas, sin comprometer la seguridad sanitaria.
En suma, lo que debe primar como razón de ser que vertebre una modificación a la Ley de Salud Pública es establecer el marco jurídico que confiera la mayor legitimidad al empeño público multisectorial de reducir la exposición a riesgos para la salud controlar la transmisión de agentes infecciosos, de preparar en todo lo posible la infraestructura sanitaria para responder adecuadamente, de llevar a cabo las medidas sanitarias y extra sanitarias de salud pública de contención del problema de salud que origina la crisis sanitaria, con la mayor firmeza e integralidad posible y de facilitar la plena convergencia de las acciones de salud pública extra sanitarias que hay que aplicar para mitigar el impacto de la emergencia.
Sería necesario empezar a elaborar esas modificaciones de la Ley de Salud Pública cuanto antes. Si no lo hacemos, si no aprendemos esta lección de la pandemia, habremos tirado por la borda una gran oportunidad para no volver a cometer los mismos errores.
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