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Érase una vez un rey

Por supuesto, me tocó a mí pagar la multa para retirar el coche del depósito, a donde lo había llevado la grúa por dejarlo aparcado en una plaza de discapacitados.

–Paga tú, te lo devolveré en cuanto nos gratifiquen –se excusó José Antonio.

Tampoco Eduardo, el director del periódico, quiso hacerse cargo de la multa cuando lo llamé:

–¿Qué haces que no estás en el Valle, Carmela? ¡La exhumación es cuestión de horas!

Ya estaba harta. Decidí hacer de una vez la foto a la momia, enviársela y adiós. Fui a abrir el maletero, pero José Antonio lo cerró de golpe:

–¡Quieta! Aquí no –señaló a un par de policías municipales que vigilaban el depósito de vehículos.

–De acuerdo. Sacamos el coche de aquí, paras en la esquina, hago la foto y me voy en Metro.

–Por favor, Carmen. No puedes renunciar ahora.

–Se acabó. Fin.

–Te equivocas. “Esto no es el fin, ni siquiera es el comienzo del final. Seguramente es el fin del comienzo”.

–¿Ese trabalenguas es de Franco o de Einstein?

–De Churchill.

–Me encanta, me lo apunto, pero déjame en esa esquina, por favor.

–A ver si adivinas quién dijo esta: “El nombre de Franco es un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse”.

–Churchill. Kennedy. Mister Wonderful. Para de una vez.

–Frío, frío. El mismo que dijo esta otra: “El General Franco es para mí un ejemplo viviente de desempeño patriótico, y tengo por él un gran respeto y admiración. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio”.

–En serio, no quiero seguir con el Trivial franquista.

–Para decir algo así, hay que estar muy agradecido, ¿verdad?

José Antonio siguió con su cháchara mientras tomaba la M-30:

–Muy agradecido, o tener una enorme deuda con Franco. Debérselo todo. Estar dispuesto a cualquier cosa por él, porque le debes todo lo que eres. ¿Sabes ya de quién hablo? Alguien que hoy tiene una oportunidad para pagar su deuda.

Revisé las fotos que había hecho al abrir la tumba. Espantosas. No de miedo, sino de malas. Cuando las hice evité mirar al cadáver, y me salieron todas desenfocadas o con la espalda de José Antonio tapando la momia. No tenía ni una foto en condiciones para enviar al periódico.

–Te contaré un cuento, Carmencita: érase una vez un rey que perdió su reino…

–No, por favor…

–El rey tuvo que marchar, y vivió lejos durante largos y tristes años con su familia. En su ausencia, el país vivió una guerra, cuyo vencedor devolvió la paz y el bienestar, y gobernó aquella tierra casi medio siglo. Mientras, desde la distancia, el rey soñaba con regresar un día y recuperar el trono. Pasaron los años, y el gobernante envejecía y no tenía sucesor, así que hizo venir a un nieto del rey y lo puso bajo su protección. Lo designó príncipe, lo educó para reinar, lo preparó para seguir su obra y así dejarlo todo atado y bien atado. ¿Te suena lo de “atado y bien atado”? Esa te aseguro que no es de Einstein.

–Ya sé adónde quieres llegar –simulé un bostezo.

–Al morir el gobernante, el príncipe se convirtió en rey, recuperó el trono que su abuelo había perdido. El nuevo rey nunca olvidaría la generosidad de quien le devolvió la corona, que después pasaría a su hijo y en el futuro a sus sucesores.

–Espera, ya sigo yo el cuento: un día el rey, ya viejo y retirado, está en su palacio cuando llaman a la puerta. Abre y encuentra a un fiel súbdito, que le trae el cadáver descompuesto de aquel que le devolvió la corona. Viene acompañado de una joven periodista que inmortaliza el momento en una fotografía. ¿Voy bien? Ah, me olvido lo mejor: después, el rey recompensa su valentía con una generosa bolsa de monedas.

–Veo que lo has pillado. No vamos a llamar a la puerta, pero tengo un colega que trabaja en la seguridad de la Zarzuela. Es de confianza, puede hacer de intermediario.

–¿Hablas en serio? No puedo creerlo…

–¿Tienes tú una idea mejor? Si alguien tiene una deuda con Franco, ese es el Borbón. Si no llega a ser por Franco, todavía viviría en Roma, y no habría colocado a sus hijas y yernos. Y aunque la versión oficial de la democracia le atribuye al rey todo el mérito de la Transición, lo único que hizo fue seguir el plan de Franco. Atado y bien atado. ¿Sabes quién trajo la democracia a España?

–Déjame adivinarlo: ¿Franco?

–Exacto. ¿Cuál fue la mejor obra de Franco, la más sólida y duradera?

–¿El Valle de los Caídos? ¿Los pantanos?

–Las clases medias. Las creó Franco, para garantizar la paz y la continuidad de su legado. Laureano López Rodó, ministro de Franco, dijo que la democracia llegaría cuando la renta superase los 2.000 dólares. Y así ocurrió: en cuanto el país tuvo una clase media con pisito, coche y vacaciones, se nos quitaron las ganas de guerras y repúblicas, ya estábamos preparados para la democracia.

–Pues algunos parece que siguen con ganas de república –dije yo, y señalé al frente. Habíamos salido de la autovía, y en el acceso a la Zarzuela nos encontramos una multitud que cortaba el tráfico y ondeaba banderas tricolores. Rojo, amarillo y morado. Delante de ellos, un cordón policial les impedía avanzar hacia el palacio.

No había manera de pasar, por mucho que José Antonio tocó el claxon, que apenas se escuchaba entre los gritos:

–¡España, mañana, será republicana!

–¡Los Borbones a los tiburones!

–¡Se va a acabar, se va a acabar, la inviolabilidad!

Imaginé qué pasaría si todos esos republicanos supiesen lo que llevábamos en el maletero.

–¿Qué pasa aquí? –gritó José Antonio sin bajar del coche. Un joven con un cartel de “Los Borbones son unos ladrones” nos explicó:

–¿En serio no os habéis enterado?

Mientras nos alejábamos de la Zarzuela, le leí a José Antonio las últimas noticias sobre Corinna, cuentas suizas, testaferros y comisiones. Acababan de publicar una nueva conversación grabada por un policía. Busqué el audio y lo escuchamos de regreso al centro de Madrid.

–Qué vergüenza –dijo por fin José Antonio-. Estas cosas con Franco no pasaban.

De pronto, el coche empezó a traquetear justo antes de llegar a la autovía, con ruido de latigazos contra el asfalto.

–Joder, ahora pinchazo.

Paramos en el arcén de la carretera de la Zarzuela. Rueda trasera izquierda, la llanta rozaba el suelo.

–Seguro que han sido esos republicanos –dijo al sacar un clavo de la cubierta-. Y encima nos dejamos el gato en el Valle.

En ese momento escuchamos un motor y miramos a la carretera. Se acercaba un motorista, que al vernos se detuvo. Desmontó y, sin quitarse el casco, se acercó a nosotros. Parecía anciano, cojeaba un poco al andar.

–¿Necesitáis ayuda? –preguntó. José Antonio no contestó. Se había quedado paralizado.

–Esto lo cambiamos en un momento –dijo el motorista-. Lleváis repuesto, ¿verdad?

Puso la mano en el tirador del maletero y levantó un poco la tapa, pero José Antonio la cerró de un manotazo.

–¿Qué pasa? –preguntó el motorista, sorprendido.

José Antonio lo miró fijamente, como intentando verle la cara a través de la visera espejeante. Quedaron unos segundos en silencio, hasta que mi compañero de fuga habló, en voz baja:

–Tú… Usted… ¿Es… o no es?

–¿Que si soy qué?

–No… Perdone… Pensé que…

–Mira, yo me largo. Iba a ayudaros, pero mejor os las apañáis solos.

Se montó con esfuerzo en la moto y desapareció con un acelerón.

–¿Qué mosca te ha picado? –pregunté, estupefacta.

–¿Te acuerdas del cuento del rey? Pues cuenta la leyenda que a veces el rey salía del palacio, solo y camuflado, y recorría su reino para…

–Más cuentos no, por favor.

Siguiente capítulo: Todo el día con la guerra del abuelo

Por supuesto, me tocó a mí pagar la multa para retirar el coche del depósito, a donde lo había llevado la grúa por dejarlo aparcado en una plaza de discapacitados.