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Sobre este blog

eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.

Rumba la rumba la rumba la

Isaac Rosa / Manel Fontdevila

–¡Quietos los dos! Soltad eso y poned las manos donde pueda verlas.

Más que una orden, pareció un hechizo: José Antonio y yo nos quedamos quietos, sí. Paralizados. Tan tiesos como el cadáver del maletero.

En la oscuridad apenas distinguíamos una sombra que se acercaba desde la zona sin iluminación del aparcamiento. Levantamos las manos lentamente, que es lo que todos hemos aprendido del cine.

–Encontraros ha sido más fácil de lo que pensaba.

Salió por fin a la luz, y bajo la farola lo reconocimos: el policía de aquella cafetería en Sol. El de la cloaca. Y sí, llevaba una pistola en la mano, la misma con la que nos apuntó en el Metro.

–¿Cómo has dado con nosotros? –preguntó José Antonio, iniciando el típico diálogo de película de acción. Deseé que el policía también fuese un malo de película y nos concediese tiempo dando explicaciones innecesarias. Así fue:

–Un colaborador os vio entrar en el Hogar Social. Le parecisteis sospechosos, y cogió la matrícula del coche. Os hizo una foto disimuladamente, así os identifiqué. Las cámaras de tráfico hicieron el resto hasta llegar aquí.

–No hemos hecho nada –dije yo.

–Dejadme ver qué lleváis en el maletero –adelantó un paso. José Antonio tapaba con su cuerpo nuestro secreto.

Entonces vi salir del bar a un hombre. Encendió un cigarrillo, miró hacia nosotros. Era el tipo de la barra, el que se encaró conmigo cuando le hice una pregunta impertinente sobre Hitler. Cinturón rojigualda, hebilla con aguilucho. Pedirle ayuda no parecía la mejor idea. Así que tuve una de esas ideas que es mejor no pensar demasiado. Empecé a cantar, primero bajito:

–“El ejército del Ebro,

Rumba la rumba la rumba la,…“

El policía levantó la pistola hacia mí.

–¿Por qué cantas? Cállate…

Tuve la exagerada confianza en que no me haría nada mientras hubiera un testigo. Levanté más la voz:

–“… Una noche el río pasó,

Ay… Carmela, ay, Carmela…“

Vi que el fumador adelantaba un par de pasos hacia nosotros, imaginé su cara de estupor y subí un poco más la voz:

–“…Pero nada pueden bombas,

Rumba la rumba la rumba la…“

–Oye, guapa, no es momento para cancioncita –dijo el policía, cada vez más nervioso, pero yo no callaba:

–“…Donde sobra corazón,

Ay, Carmela, ay, Carmela…“

Escuché al tipo del cigarrillo, allí junto a la puerta del bar:

–Será hija de puta la niñata esa…

Así que canté más fuerte, ya a gritos:

–“…Luchamos contra los moros,

Rumba la rumba la rumba la…“

El policía me tapó la boca y forcejeé para decir las últimas palabras:

–“…Mercenarios y fascistas,

Ay, Carmmmmm…“

El fumador ya no estaba en la puerta.

–Ahora nos dejamos de tonterías, eh –amenazó el policía. Me soltó un bofetón que me tumbó, y a José Antonio un rodillazo en el estómago.

Desde el suelo los vi salir del bar: el fumador furioso, los tres jóvenes nazis, dos viejos y unos cuantos soldados. Venían hacia nosotros:

–¡Rojos, hijos de puta!

–¡Os vamos a dar rumba la rumba!

El policía miró a los atacantes sin entender nada. Sacó la placa y la mostró, pero había poca luz, así que levantó la pistola y disparó al cielo. Los fachas se quedaron clavados, varios se tiraron al suelo.

–¡Soy policía, hostias! Volved todos adentro.

Los tipos retrocedieron a la carrera. Cuando el policía se giró hacia nosotros, ya no estábamos.

–¡Corre, niña, corre!

–¿Por qué nos ha dejado el muerto en el coche?

José Antonio corría con el cadáver bajo un brazo y la cabeza en la otra mano. Yo le seguía unos metros por detrás.

–¡Alto ahí! –gritó el policía. Su voz sonó lo bastante lejos como para que viésemos viable la fuga. José Antonio saltó por encima de un quitamiedos, bajó a trompicones un terraplén y yo tras él.

Apenas veíamos nada, el cuarto menguante de luna no daba más que para intuir un árbol antes de chocar. Tras dos tropezones, uno él y otro yo, optamos por andar en vez de correr. Pisamos agua, cruzamos un arroyo, decidimos seguir el cauce para tener una referencia, hasta que el terreno se fue estrechando y escarpando.

Trepamos por una pendiente pedregosa, alcanzamos un alto. Vimos a lo lejos las luces de Casa Pepe, los faros de los coches que marcaban la autovía invisible.

–Tenemos que alejarnos un poco más.

Reanudamos la marcha por una zona elevada. Escuchábamos el agua correr muy abajo.

Reconocimos un precipicio justo a tiempo de no caer por él. Al pisar el borde cayeron piedras, tardaron unos segundos en golpear el agua.

–No podemos seguir a oscuras. Esto es un desfiladero. Por algo se llama Despeñaperros. Por aquí despeñaban a los infieles después de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa.

Pena no tener el móvil para comprobar en la Wikipedia si era cierto u otra joseantoniada.

Buscamos abrigo entre dos grandes rocas que formaban una pequeña gruta. Nos sentamos y me cayó encima todo el cansancio acumulado, de golpe. Tanteé el suelo a oscuras, con aprensión. Arena, piedrecitas, una raíz. ¿Una raíz?

–¡Joder, qué asco, le he cogido la mano! Espero que fuese la mano... ¿Te importaría dejarlo ahí afuera?

–No quiero que se lo coman los bichos.

–Pues échalo más para allá. Esto es como dormir dentro de su tumba.

Hablábamos en voz baja. Escuchábamos ruidos silvestres. Todos los crujidos parecían pisadas.

–¿Qué vamos a hacer?

–Por ahora, esperar a que se haga de día.

–¿Y si nos encuentra? –nos imaginé como dos cadáveres abandonados en el desfiladero, con un disparo en la frente. Nos comerían los bichos.

–Nunca pensé que una canción roja me salvaría la vida. Buen truco lo de “Ay, Carmela”.

–Me la cantaba mi bisabuela de pequeña, para dormirme, en voz baja, muy despacito. Nunca me había parado a pensar lo que dice la letra. Una nana que hablaba de bombas y fascistas.

–¿Cómo pasó tu bisabuela la guerra?

–Me siento fatal, porque no lo sé. Murió siendo yo muy pequeña. Y nunca he preguntado a mi familia. Me avergüenzo.

–Seguro que fue una gran mujer.

–¿En serio? ¿Una roja que cantaba canciones republicanas?

–No me conoces, Carmela.

–Es la primera vez que me llamas por mi nombre.

–No soy un monstruo. Ni siquiera soy tan franquista como parezco. He mamado franquismo en mi casa, eso sí. Y mi familia debe mucho a aquel tiempo. Tampoco te niego mi admiración por muchas cosas buenas que hizo Franco, y simpatizo con el falangismo, el auténtico, no el de esos niñatos de ahora. Pero no soy ciego, ni tonto. Hay muchas cosas de aquella época que no me gustan. Y no estoy muy orgulloso de lo que yo mismo hice de joven. Estoy harto de las dos Españas y toda esa mierda.

–¿A qué viene todo este discursito ahora? ¿Entonces por qué nos hemos llevado a Franco?

–Supongo que quería hacer algo grande. Llevo años fracasando, un negocio tras otro. Debo dinero a mucha gente. Vivo con mi padre, no tengo tarjeta ni cuenta bancaria porque me lo embargan todo. Pensé que todavía quedaría gente dispuesta a recompensar con generosidad una acción así. Pero ya ves que no.

–Ni un duro.

–Mi plan B era que tú vendieses la noticia y las fotos, por eso te elegí a ti, por ser periodista.

–Ni siquiera tengo el teléfono con las fotos. Y no pienso contar esta historia. ¿Quién se la iba a creer? ¡Mira dónde hemos acabado! En Despeñaperros, de noche, bajo una roca y con un muerto que se cae a trozos.

Siguiente capítulo: Un cadáver en el maletero

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