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Aprender a decir adiós

A Patrick, a Pizca, a Tania, a Maya… a todos los que se fueron dejando huella.

Nos dijeron en el veterinario que fue un fallo renal acompañado de una insuficiencia respiratoria. Esa mañana Patrick se había levantado bien, como todas las mañanas de sus trece años. Fue cerca del mediodía cuando empezó a tambalearse de un lado a otro, así que fuimos al veterinario. No contemplé la opción de no dejarle ingresado esa noche, simplemente pensé que mejoraría. Nadie me habló de opciones, ni pude sostenerlo en brazos, ya que estaba metido dentro de una jaula donde se le suministraba el oxígeno. “Si hay alguna complicación, por pequeña que sea, me llaman. Vivo a dos minutos”, le aseguré a la persona que esa noche iba a estar de guardia. Insistí varias veces.

Apenas dormí, guardando el teléfono bajo la almohada. A las ocho y media desperté y auguré la ausencia de noticias por parte de la clínica como algo positivo. Llamé de inmediato, aún adormilada, para preguntar qué tal noche había pasado. La persona encargada de atender el teléfono se tomó su tiempo para responder, pues no sabía cómo estaba Patrick. Cuando comenzó a decir “señora González, sentimos mucho…” grité “¡no!” varias veces, tan alto como pude, y me senté rota en la cama. Pat llevaba varias horas muerto. Nuestro pequeño había fallecido solo, en una jaula. El perro al que mi familia adoptó, quien me enseñó a respetar profundamente a los animales, había fallecido sin que nadie que él conociese pudiera estar a su lado.

La clínica veterinaria, una de las más conocidas en Madrid, tampoco cumplió mi segunda petición: esperar a que pudiera despedirme de él antes de que llegase la gente de la funeraria. No tardé en despertar a mi hermana, en vestirnos e ir caminando abrazadas a darle un último adiós. A Patrick ya lo habían metido en una bolsa, sin quitarle siquiera la vía, y lo habían depositado dentro de la furgoneta, donde un atento operario entendió que necesitase abrazar su cuerpo sin vida mientras lloraba de impotencia y frustración. Días después, el trato amable de esa empresa, El último parque, que se dedica a dignificar el paso de nuestros animales por el mundo, al entregarnos las cenizas de nuestro pequeño en una caja de mimbre con su nombre, hizo un poco más fácil asumir lo que había ocurrido. Volvimos a llorarle y atesoramos sus restos en casa hasta que pudimos despedirnos de él en su rincón favorito, donde tantas veces le vimos disfrutar. Compré flores blancas y visito el sitio con frecuencia. Dos años después, en casa no se habla apenas de ello, duele demasiado.

Reconocer socialmente el duelo por nuestros animales: una asignatura pendiente

En nuestra historia hay un denominador común con muchas otras familias de este país: la exagerada falta de empatía de quienes se hicieron responsables de Patrick, un miembro de la familia que estaba enfermo y que fue desatendido de forma grave por personas que tienen formación veterinaria. No podía dejar de pensar que los perros, como Patrick, tienen una inteligencia emocional similar a la de un niño de pocos años, a pesar de lo cual le habían dejado morir solo en una jaula, algo inconcebible si se hubiera tratado de un niño. Para empezar, quizás en ese caso no habría habido problema para que sus padres le hubieran acompañado en todo momento. Sé que hay honrosas excepciones en lo referente a la hospitalización veterinaria y la atención a los pacientes, pero la opción de pasar la noche en la clínica cuidando a tu animal enfermo es casi inexistente.

Ya vimos en este espacio de eldiario.es cómo la separación forzosa de alguien a quien quieres es una forma de violencia institucionalizada. Un claro ejemplo de este ejercicio de poder hacia quienes no se pueden defender de estos abusos es el de las residencias de ancianos que separan a los mayores de sus animales.

El dolor que sentimos por la pérdida de alguien de la familia, a quien, en la mayoría de los casos, tratamos como a un hijo, es algo que tampoco tiene en cuenta una parte de la sociedad. Sin embargo, un estudio reciente de la universidad japonesa de Azabu, publicado en el diario Clarín, desvela que tanto los perros como los humanos que comparten vínculo familiar generan al mirarse grandes cantidades de oxitocina, la hormona popularmente conocida como ‘del amor’. Esto explica, de forma científica, lo que millones de personas sabemos con certeza de forma empírica: los animales son nuestra familia y sentimos su marcha como la de cualquier otro familiar, o incluso más.

Lo han demostrado psiquiatras, psicólogos y biólogos: la pérdida de un animal puede ser igual de devastadora que la de un humano. Este impacto emocional debe empezar a ser reconocido y tratado adecuadamente por nuestra sociedad. Es necesario salir de este ‘armario emocional’ en el que nos han metido por querer cuidar y respetar a animales de otra especie. Hay que defenderse de quienes nos abordan con frases como: “si solo era un pájaro” o “adoptas otro gato y ya está”. También se nos suele atacar con el manido y fácil argumento de “quieres más a los animales que a las personas”, obviando así la capacidad emocional que convierte a los animales en 'personas no humanas', lo cual ha sido reconocido incluso legalmente en el caso de una orangutana. Obviando, también, que los humanos no dejamos de ser animales y que ambos conceptos no son excluyentes. Se puede querer, y mucho, a ambos, a los animales humanos y a los no humanos. Por fortuna, quienes defendemos a los animales tenemos tanto espacio en nuestro corazón como para tomar en consideración a todo el mundo.

Según la AVMA (Asociación Médica Veterinaria de Estados Unidos), es fundamental una adecuada gestión del duelo. En sus estudios describen los estados por los que las personas solemos pasar ante esa situación: negación, furia, culpa, depresión, aceptación y resolución. Necesitamos tiempo, como animales sociales y emocionales que somos, para resolver la pérdida de aquellos a quienes amamos, independientemente de su especie. Recomiendan hablarlo con familiares y amigos y no encerrarnos en nuestro dolor. Para cerrar heridas y dejar a las personas manifestar su pesar, en Estados Unidos existen incluso grupos de apoyo para gente que ha perdido a sus animales. En nuestro país aún queda mucho trabajo por parte de todos.

“Que el perro solo viva 15 años es una estafa al amor”

El escritor Eduardo Galeano creía que escribimos para juntar nuestros pedazos, y así lo debe de creer también una de las colaboradoras de este blog, Marta Navarro, quien compartió la pérdida de dos animales de su familia dedicándoles dos artículos de despedida en su blog. Hasta siempre, Ada y Hasta siempre, Silbo. También Rafael Narbona recordaba en un maravilloso artículo a Violeta, una perra rescatada que convivía con su madre y sobre la que escribió: “Me rebelo contra la brevedad de tu existencia”.

En todas estas lineas, hechas con el mimo y la devoción de quien ha sentido la hermandad cercana hacia alguien de otra especie, se refleja la huella imborrable que dejan los animales en nuestras vidas. No he conocido aún a ninguna persona que haya convivido con animales y que no haya sentido profundamente su prematura ausencia. Esa ausencia antes de tiempo es la mayor estafa al amor.

La pérdida y el duelo en los demás animales

Si nosotros, como animales, somos capaces de crear unos procesos neuronales que nos llevan a consolidar lazos afectivos entre nuestra especie y las demás, estos mismos procesos también se dan en los otros animales. Sería increíblemente antropocentrista pensar que los humanos somos los únicos capaces de sentir las ausencias.

El biólogo y doctor Marc Bekoff ha investigado de forma exhaustiva sobre este tema durante toda su vida profesional y ha recogido los hallazgos sobre la intensa y rica vida emocional de los animales en sus 30 libros y más de 1.000 ensayos. En una de sus publicaciones en el Psycology Today explica que la capacidad de sentir pena y dolor de los demás animales significa que son socialmente conscientes de lo que sucede en su mundo y que experimentan emociones profundas cuando fallecen amigos o familiares. Bekoff va un paso más allá cuando afirma que no debemos olvidar que las emociones son el regalo de nuestros ancestros, nuestra herencia más animal. ¿Quién no recuerda la famosa historia de Hachiko? ¿O a Bobby, el perro de Edimburgo que esperó pacientemente junto a la tumba del humano que le cuidó durante años? ¿Y a los grupos de chimpancés que lloran y despiden a los fallecidos?

Cuando Patrick falleció también expresé el dolor de su muerte en mis redes sociales y en mis círculos de amigas y conocidos para que otras personas, al leerme, se sintieran menos solas echando de menos a los animales con los que han compartido camino. Visibilizar la pérdida de una familia ante la muerte de un animal es dignificar la vida de ese cerdo, de ese conejo o de ese perro. Nuestra emoción se manifiesta así, como un homenaje también a aquellos a quienes no podemos salvar. Al fin y al cabo, aprender a decir adiós es díficil, necesario y muy animal.

A Patrick, a Pizca, a Tania, a Maya… a todos los que se fueron dejando huella.

Nos dijeron en el veterinario que fue un fallo renal acompañado de una insuficiencia respiratoria. Esa mañana Patrick se había levantado bien, como todas las mañanas de sus trece años. Fue cerca del mediodía cuando empezó a tambalearse de un lado a otro, así que fuimos al veterinario. No contemplé la opción de no dejarle ingresado esa noche, simplemente pensé que mejoraría. Nadie me habló de opciones, ni pude sostenerlo en brazos, ya que estaba metido dentro de una jaula donde se le suministraba el oxígeno. “Si hay alguna complicación, por pequeña que sea, me llaman. Vivo a dos minutos”, le aseguré a la persona que esa noche iba a estar de guardia. Insistí varias veces.