Tahlequah acaba de perder a su hija recién nacida. Como cualquier madre que haya pasado por lo mismo, Tahlequah está destrozada por la tristeza. Pero, en lugar de llorar, en lugar de asumir la pérdida, transitar el duelo y, después, seguir adelante, Tahlequah decide enfrentarse a la muerte de su bebé negándola —también, como muchas otras madres—. Paradójicamente, es ese dolor tangible, ese dolor manifiesto y sin posibilidad de renuncia, el que la lleva a no poder o a no querer afrontar la realidad: pesa demasiado. Pesa tanto, que el único consuelo que le queda a Tahlequah es aferrarse a una esperanza física y palpable, el cuerpo sin vida de su pequeña y, literalmente, pasearlo por medio mundo. Arrastrar a su hija con ella; hacer como si aún estuviera viva. Mantenerla a su lado hasta el final.
Tahlequah es una orca. Y el párrafo anterior, una narración de su historia más cercana a la fantasía que a la realidad. Cuando la noticia saltó a los medios de comunicación en el año 2018, muchas personas empatizaron con el sufrimiento de la ballena. Exactamente igual que tú estás haciendo ahora. El tratamiento subjetivista que se le dio a la información propició que así fuera. Algunas de las interpretaciones fueron: Las dramáticas imágenes muestran a la ballena madre tratando de mantener a flote el cadáver de su hija (El Comercio), En 2018 Tahlequah recorrió 1.600 kilómetros junto a su hijo sin vida, hasta que se resignó (El País) o No quiere desprenderse de su bebé muerto (BBC). El relato interpretativo y, por qué no decirlo, sensacionalista —es decir, personal— prevaleció sobre la verdad —animal y libre de literatura—.
La verdad es que nadie podía saber, ni siquiera los expertos en la materia, si la protagonista de estos hechos se había percatado de que su cría había muerto antes de transportarla o si, por el contrario, pensaba que estaba viva. Tampoco se pudo asegurar que, aun siendo consciente del fallecimiento, el comportamiento de Tahlequah obedeciese a una serie de emociones de pérdida tal y como nosotros, los humanos, las concebimos. Nadie se lo preguntó. Ella tampoco respondió. Quizás solo se tratase de un acto reflejo; de un instinto que no logramos explicar porque, como especie, no tenemos la posibilidad de experimentar. Pero nuestra arrogancia antropocéntrica venció a la observación abierta y el ego a la mágica y diversa posibilidad.
La palabra clave es antropomorfismo. Un sesgo que, en este caso, también vino acompañado de una buena dosis de antropectomía. Con más detenimiento lo explica Susana Monsó en su libro La zarigüeya de Schrödinger, el ensayo editado por Plaza y Valdés que está revolucionando las mentes y los mercados de todo el mundo al reactivar el siempre controvertido debate de cómo entienden la muerte los animales no humanos. La perspectiva de la autora, tan novedosa como crítica y honesta, lo cambia todo.
La conclusión a la que llega Monsó después de analizar numerosos ejemplos prácticos, contrastar las principales investigaciones científicas sobre el tema, aplicar la ética animal y, como premisa fundamental, desprenderse del especismo, es que muchas especies poseen un concepto de la muerte, solo que éste es diferente al de los humanos. Ni mejor, ni peor: diferente. Para una civilización que ha evolucionado midiendo al resto de los seres con los que comparte viaje y casa con una vara hecha a su imagen y semejanza, esta idea resulta difícil de asumir, pues, o bien nos aferramos a la creencia de que los animales considerados “inferiores” no sienten, no sufren, o bien asumimos que su manera de sentir y de sufrir es igual que la nuestra.
Para Susana Monsó, comprender la muerte significa tener una noción mínima de lo que ésta implica. La pensadora alude a que se ha de alcanzar un entendimiento de su contenido semántico. En otras palabras, el animal debe entender qué supone que otro ser vivo muera para poder poseer un concepto básico de la muerte. Pero ¿en qué se asienta esta comprensión?
Monsó se refiere a siete subcomponentes del concepto de la muerte: no-funcionalidad, irreversibilidad, universalidad, mortalidad personal, inevitabilidad, causalidad e impredecibilidad. El concepto mínimo de la muerte solo precisa de dos de ellos para serlo, la no-funcionalidad —darse cuenta de que un individuo antes mostraba funciones corporales o mentales que, una vez muerto, ya no muestra— y la irreversibilidad —darse cuenta de que esas funciones no volverán a mostrarse nunca más; de que, por tanto, morir es un proceso definitivo y sin vuelta atrás—. Algo que, sin duda, muchas especies no humanas saben ver con claridad cuando alguien físicamente cercano fallece.
A través de ejemplos como el de Tahlequah, la autora va desgranando los argumentos conductuales que apoyan su visión. La ciencia se convierte en la base y la liberación de los sesgos, en guía y meta. Porque quizás la única forma posible de acercarse a la empatía universal sea, en efecto, reconocer y honrar las diferencias que los datos extraídos de años de experiencias ya reflejan, y hacerlo sin ningún tipo de prejuicios. Libros como el de Susana Monsó ayudan a lograrlo de un modo concreto, ameno y accesible.
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