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Caballos con cepos: una barbarie medieval en la Galicia de hoy

“Claro que en ocasiones conocemos quiénes son sus dueños pero no hay manera de demostrarlo. ¿Sabes?, a veces incluso nos miran desde lejos mientras comprobamos a los animales”.

“Nunca llevan el microchip obligatorio, así resulta casi imposible identificar a sus propietarios”.

“No, Julio, no podemos quitarles las malditas trancas, es que ni pasarles el lector a menudo, no disponemos de munición para dormirlos. Tenemos que dejarlos tal como los encontramos”.

Palabra del SEPRONA…

Esas son frases pronunciadas por sus miembros refiriéndose a caballos con cepos en las patas que abundan sobre todo en los montes gallegos. Habrá algunos agentes cuya labor, por falta de empatía hacia los animales o por cercanía a sus amos, deje mucho que desear, no lo niego, pero puedo afirmar que yo les he llamado al ver a estas criaturas en semejantes condiciones y que han acudido, que he caminado con ellos por los montes y he sido testigo de su impotencia, de su dolor y de su rabia. Testigo de sus palabras…

La ley que no se cumple, el delito que nadie paga

Existe una Ley, la 1/93 del 13 de abril sobre Protección de Animales Domésticos y Salvajes, que prohíbe esta práctica en Galicia y la castiga hasta con un año de prisión y tres de inhabilitación para cualquier trabajo relacionado con animales. Sin embargo, la Administración no provee de medios a los guardias civiles para luchar contra semejante lacra ni se emiten sentencias condenatorias las poquísimas veces que es descubierto algún responsable de tan feroz y cobarde forma de maltrato.

Y uno se pregunta, ¿por qué?, ¿por qué poner cuerdas, palos o cadenas en las patas de los caballos salvajes?, ¿qué sentido tiene tal derroche de crueldad?

Estos artilugios disminuyen de tal modo su movilidad que para desplazarse han de hacerlo no al paso, no trotando ni galopando sino dando saltos con sus dos patas delanteras juntas. Con ese desplazamiento contra natura pierden la rapidez y la capacidad para salvar obstáculos que en condiciones normales sortearían sin dificultad.

En la vida existen razones y existen aberraciones; las que explican esta costumbre pertenecen al segundo grupo: tener a las yeguas controladas para, cuando paren a sus crías, poder arrebatárselas y venderlas. Además, según la legislación, los daños causados a terceros por un animal serán abonados por su propietario; he ahí otro móvil para esta conducta: evadirse de pagar cualquier destrozo en cultivos o en plantaciones forestales, así como en los posibles accidentes de tráfico causados por la presencia de los caballos. Por cierto, también dice la ley que si estos animales se ven involucrados en alguna denuncia por daños o por accidente, y no se determina a quién pertenecen, el municipio donde ocurren los hechos ha de hacerse responsable. ¿Saben qué implica eso?, pues que el animal será subastado y si, como es previsible, nadie lo adquiere, su destino será el sacrificio. Al final el animal paga con su vida el delito cometido por un humano cuya reputación y bolsillo no se verán afectados. Por un humano que lo seguirá haciendo porque en su impunidad reside su fuerza.

¿Se imaginan verse rodeados por el fuego y tener los tobillos atados? ¿Querer correr y no poder hacerlo? ¿Sentir que las llamas son más rápidas que sus piernas? ¿Se imaginan morir abrasados porque alguien encadenó sus pies? La aparición de cadáveres de caballos calcinados durante los incendios que asolaron los montes gallegos en 2006 fue lo que permitió descubrir cuán extendida estaba esta miserable práctica.

Y además del fuego no poder huir del ataque de otros animales…

Y además ser atropellados al cruzar carreteras por la lentitud en los movimientos…

Y además las heridas provocadas por esos artilugios, las infecciones…

Y además las malformaciones…

Y además el dolor…

Y además la tristeza…

Se calcula en unos 22.000 el número de caballos salvajes en Galicia. Aproximadamente un 60% carece del microchip obligatorio según Orden del 29 marzo de 2010 y del pasaporte preceptivo por el Decreto 34/2004. De esos animales, un gran número lleva aparatos inmovilizadores. Hablamos de miles de criaturas cuyo cuerpo y mente necesitan de un espacio y una libertad que les han sido mutilados. Y hablamos de cientos, tal vez miles, de humanos que desprecian la ley cometiendo un delito y sometiendo a sus víctimas a maltrato. Hablamos también, y eso es lo peor, lo más denigrante, lo más desesperanzador, de una Xunta de Galicia generosa en desidia y desprecio ante este drama mil veces denunciado y documentado.

No parece que a los responsables del órgano de gobierno gallego les importen demasiado las legislaciones autonómica, nacional y europea. Tampoco los requerimientos de Fiscalías como la de Pontevedra, cuando ésta abre diligencias informativas para que la Consellería de Medio Rural identifique a los propietarios de los caballos inmovilizados. Ni las múltiples denuncias recogidas en la página www.senpexas.info gracias a la colaboración de los ciudadanos y al trabajo de la Asociación Animalista Libera! y de la Fundación Franz Weber. No les importa que por caminos forestales, carreteras, laderas, merenderos o zonas de esparcimiento estos seres paseen torpemente sus grilletes, su miedo y su dolor ante niños a los que a veces la sorpresa les provoca lágrimas y a los que la costumbre termina por hacerles asumir y olvidar.

De esa normalización del maltrato nacen después actitudes como las que se encuentran agentes del SEPRONA cuando intentan investigar, periodistas cuando desean informar o activistas contra el maltrato cuando quieren averiguar: el silencio de vecinos que, sabiendo nombres, callan. O porque son ellos mismos. O porque son sus amigos, ésos con los que juegan la partida al dominó en la taberna. O porque tienen miedo. O, simplemente, porque “los caballos sólo son bestias”, una forma de pensar muy extendida en la Galicia rural y en la que para tantos no hace falta aturdir al cerdo para rebanarle el pescuezo, “iso é una mariconada”; en la que se organizan campeonatos para matar zorros falseando censos e informes; en la que se pegan tiros a jabalíes entre las casas y se les remata en la playa a la que acuden heridos y aterrorizados; en la que se deja a los perros sueltos por carreteras que ni arcén tienen y por las que muchos circulan como si estuvieran en Le Mans, “xa volverá cando teña fame” –dicen- y si no lo hace o aparece muerto “non pasa nada, será por cans”; en la que a Rapa das Bestas es motivo de orgullo y un gato atropellado en el arcén no merece para la mayoría ni el tiempo ni el dinero que supone llevarlo a un veterinario para curarlo o para ahorrarle la agonía.

Podríamos, con lo que se le hace a estos caballos, estar refiriéndonos a la Galicia de las supersticiones, de la obsesión religiosa y las tradiciones paganas. La que creía en el mal de ojo y en las meigas. La que utilizaba cuernos de bueyes, de machos cabríos, de ciervos voladores o dientes de jabalíes para protegerse de los malos espíritus. La que como protección freía en una sartén cuernos de carnero, laurel bendito y azufre. La que cuando un niño estaba enfermo se le bañaba con una camisa que después se arrojaba al agua: si se sumergía inmediatamente el niño moriría, en caso contrario viviría. La que para curar el cáncer ponía sobre la úlcera los polvos de la cabeza quemada de un perro rabioso. La de mujeres de luto caminando de rodillas como ofrecimiento a la Virgen. La de la delgadez y la palidez diurna del vivo que encabeza cada noche la Santa Compaña hasta enfermar y morir… Podría ser la costumbre que cohabita con las creencias de la Galicia medieval o la ignorancia de la decimonónica, pero no, es la brutalidad de la Galicia de 2014, en la que miles de caballos siguen sin poder escapar de los hombres que inmovilizan sus patas ni de las moscas que vienen a comer en las heridas que les provocan las pexas, cepos, cuerdas o cadenas. Es la Galicia que permite la misma Xunta que jura que su gestión es ejemplo de modernidad.

Una Galicia cuyos ganaderos son europeos para recibir subvenciones pero que se pasan por el forro de las trancas la ley en materia de identificación de animales a la que la Unión Europea obliga. Y como siempre son los seres de otras especies, los que no votan, los que no hablan, los que nunca podrán manifestarse frente a parlamentos o delegaciones de gobierno ni sumarse a ninguna marea del color que sea, los que padecen las consecuencias de su absoluta indefensión, de la falta de escrúpulos y crueldad de algunos humanos, de la cobardía de otros y del desdén de unos políticos a la vanguardia en la venta de sus promesas pero cavernarios en la ética de sus actos.

Estamos muy lejos de alcanzar que en España se recoja el derecho de protección de los animales en la Constitución, como ocurre en Austria o Alemania, aunque lo más desolador es que parece que estamos a años luz de conseguir que se respete la legislación en vigor contra su maltrato. No ya por parte de los que se lo causan sino por parte de los políticos. Y eso es casi tan sobrecogedor como contemplar la escena de un caballo que quiere correr, que quiere saltar y acaba estampando su quijada contra el suelo. Yo lo he visto. Cualquiera puede verlo.

“Claro que en ocasiones conocemos quiénes son sus dueños pero no hay manera de demostrarlo. ¿Sabes?, a veces incluso nos miran desde lejos mientras comprobamos a los animales”.

“Nunca llevan el microchip obligatorio, así resulta casi imposible identificar a sus propietarios”.