Cuando María llegó a la residencia de ancianos, sus ojos vivarachos impresionaron a la directora. Ahora son de color humo. Lleva meses sin acariciar a Mía, sin tenerla en su regazo, sin su ronroneo nocturno. Después de un accidente casero, María ingresó en la residencia, mientras sus hijos le prometían buscar una buena adoptante para Mía. ¿Pero quién adopta a una gata de diecinueve años con la cadera como un flan?, dudaba María. En un par de horas, la residencia y sus hijos decidieron cómo sería el resto de su vida, olvidándose de lo más importante para ella, del único ser vivo que había permanecido a su lado las dos últimas décadas. Una tarde, María estaba viendo un programa en la televisión sobre animales abandonados cuando reconoció en una de las jaulas a su adorada y esquelética gata. Suplicó hasta la extenuación que le dejaran llevarse a Mía a la residencia, se negó a comer, se negó a participar en ninguna actividad, pero recibió un no rotundo por parte de la dirección. Todas las mañanas, María se arregla el pelo con desgana, busca el bastón y sale a la pequeña terraza de su habitación, donde permanece sola. El resto de residentes juega a las cartas o ve la tele. En pocos meses ha perdido ocho kilos, justo lo que pesaba Mía antes de separarse de ella. Las dos, María y Mía, son hoy un muestrario de huesos, un dolor de clavículas arrastrándose, respectivamente, por una residencia y una jaula.
Chico está en una perrera y tiene fecha para ser sacrificado, pero no será necesario, hace dos meses que apenas come ni se mueve. Pablo vendió su casa para saldar las deudas económicas de sus hijos y después ingresó en la residencia. Lo hizo a cambio de que sus nietos se ocuparan de su pastor alemán y de que siempre estuviera bien atendido. No fue así, nadie quiso ocuparse de Chico y la residencia se negó a admitirlo. Chico pasa las veinticuatro horas del día mirando la puerta de su chenil, esperando a Pablo. Y Pablo pasa toda la jornada mirando la puerta, esperando a que sus nietos le traigan a Chico.
Nina, una anciana de origen ruso, se sienta todos los días en un banco del parque y le enseña a quien quiera pararse unos minutos la fotografía de Ana, su hermosa cocker de melena rizada. Un día Nina llamó a la guardería donde sus hijos le dijeron que estaba su perra y allí le informaron de que Ana había escapado y había sido atropellada por un coche.
Estos son sólo tres casos, pero hay cientos. En estos momentos, el número de animales abandonados en los albergues por motivos similares es cada vez mayor. La crisis económica se convierte para muchos en la excusa para apuñalar emocionalmente a quienes más cuidado necesitan. Son casos silenciosos, de los que nadie habla, pero que conllevan un dolor y una violencia hacia las personas mayores y sus animales impensables en una sociedad avanzada.
Nuestras residencias de ancianos no tienen en cuenta el estudio de Stryler-Gordon realizado en 284 residencias en Minnesota. Según esa investigación, los residentes que conviven con sus animales mejoran de salud, tienen más apetito, caminan más, duermen mejor, incluso aumenta su socialización. En definitiva, demuestra que la convivencia de las personas mayores con los animales incrementa su bienestar y mejora su calidad de vida.
A un perro o un gato no le importa el éxito social, profesional o económico de su compañero de vida; al contrario, siguen siendo una fuente de energía, estímulo y afectividad que no falla nunca. Por eso, es importante crear conciencia de estos efectos positivos y cambiar radicalmente la manera en la que tratamos a ancianos y animales, que, además de cruel, es absolutamente fallida desde un punto de vista médico. Ambos son abandonados sin tener en cuenta su bienestar. Y no, no es un problema de grandes inversiones, es una cuestión de voluntad y de respeto. También de adaptación de las instalaciones, sí, pero esto se vería compensado con creces por los buenos resultados en la vida de sus residentes.
En España, según un estudio de la ADDA, solo hay tres residencias, privadas, que permiten la convivencia con animales.un estudio de la ADDA Esto debería cambiar radicalmente: no solo por las personas mayores de la actualidad, sino también por las del futuro, ya que cada vez somos más quienes convivimos con perros y gatos.
Cada noche en las residencias, centenares de ancianos lloran en silencio al haber sido separados a la fuerza de sus animales. Animales que dieron amor y acabaron recibiendo una inyección letal o un golpe de frío en sus maltrechos huesos. Humanos y animales a la deriva, náufragos de una sociedad insensible que necesita un cambio profundo.
Cuando María llegó a la residencia de ancianos, sus ojos vivarachos impresionaron a la directora. Ahora son de color humo. Lleva meses sin acariciar a Mía, sin tenerla en su regazo, sin su ronroneo nocturno. Después de un accidente casero, María ingresó en la residencia, mientras sus hijos le prometían buscar una buena adoptante para Mía. ¿Pero quién adopta a una gata de diecinueve años con la cadera como un flan?, dudaba María. En un par de horas, la residencia y sus hijos decidieron cómo sería el resto de su vida, olvidándose de lo más importante para ella, del único ser vivo que había permanecido a su lado las dos últimas décadas. Una tarde, María estaba viendo un programa en la televisión sobre animales abandonados cuando reconoció en una de las jaulas a su adorada y esquelética gata. Suplicó hasta la extenuación que le dejaran llevarse a Mía a la residencia, se negó a comer, se negó a participar en ninguna actividad, pero recibió un no rotundo por parte de la dirección. Todas las mañanas, María se arregla el pelo con desgana, busca el bastón y sale a la pequeña terraza de su habitación, donde permanece sola. El resto de residentes juega a las cartas o ve la tele. En pocos meses ha perdido ocho kilos, justo lo que pesaba Mía antes de separarse de ella. Las dos, María y Mía, son hoy un muestrario de huesos, un dolor de clavículas arrastrándose, respectivamente, por una residencia y una jaula.
Chico está en una perrera y tiene fecha para ser sacrificado, pero no será necesario, hace dos meses que apenas come ni se mueve. Pablo vendió su casa para saldar las deudas económicas de sus hijos y después ingresó en la residencia. Lo hizo a cambio de que sus nietos se ocuparan de su pastor alemán y de que siempre estuviera bien atendido. No fue así, nadie quiso ocuparse de Chico y la residencia se negó a admitirlo. Chico pasa las veinticuatro horas del día mirando la puerta de su chenil, esperando a Pablo. Y Pablo pasa toda la jornada mirando la puerta, esperando a que sus nietos le traigan a Chico.