Desde hace tiempo viene ocurriendo una variación en la señalización que restringe el acceso de un perro a toda zona ajardinada. Se ha elegido e impreso a un pastor alemán, barrado en rojo, y en pose de certamen canino. Puede contener esto alguna lógica y acaso tengan libre circulación los terrier, los collie, los galgos, los chihuahuas… Acaso. Sucede algo similar con la prohibición escrita de no alimentar a las palomas urbanitas, pues es posible entender que sí se puede repartir algo entre los palomos. Lo cierto es que la raza seleccionada como prohibición pareciera añadir una cierta peligrosidad a cualquier perro que intenté cruzar del asfalto a la tierra sembrada.
Los modos y maneras de la prohibición resultan inestables, varían, fingen un cuidado y hasta parecieran esmeradísimas disertaciones silenciosas, siempre elucubradas para proteger al ciudadano. Se prohíbe al perro la entrada al parque, jardín o plaza pública, luego se prohíben las bicicletas y balones (o pelotas, según) y le sigue el resto de las ruedas (patines, patinetes, monopatines…), más tarde desaparecen las arenas y arriates y abunda el concreto y las losas, los bancos pasan a tener reposabrazos y tanto llega a parecerse esa zona ajardinada al asfalto circundante que ¿para qué conservar ya esos árboles sin nada alrededor? (como ocurre en la actualidad con la plaza de la Villa de París, en Madrid, que está encontrando resistencia ciudadana para evitar su desaparición).
Los símbolos están revueltos, y las prohibiciones andan desatadas, y hasta los perros prohibidos han cambiado de tamaño. Ya desde hace décadas ha conllevado numerosos problemas esto del prohibir. Por razón del año que se conmemora como inicio de la Gran Guerra (que reviviremos hasta el Armisticio, en el próximo 2018), cabe recordar al perro de guerra, leal, paciente, entregado y siempre víctima.
Algunos eran de esa raza pastor alemán, tan cinematográfica como el poco recordado Strongheart, perro policía de la Cruz Roja que ayudó en el traslado de soldados heridos (rescatado y adoptado por los cineastas Laurence Trimble y Jane Murfin en 1920), pero el resto eran perros pequeños y otros de mediana alzada (exceptuando los utilizados para el arrastre, o porteadores). No se sabe todavía el número exacto, pero se llega al millón de seres cánidos utilizados en múltiples trabajos entre 1914 y 1918.
Una de las prohibiciones de aquella guerra fue el no permitir a los aliados embarcar o viajar con sus mascotas en dirección al frente, exceptuando a los canes que pertenecieran al regimiento o a los distintos perros entrenados, que tenían pasaje asegurado. No le resultaba fácil al soldado ni al oficial, ni a su emoción y estado de ánimo, abandonar en un campamento o en aquellos barracones provisionales a ese amigo surgido de algún callejón, descampado o granja lejana, al que ya bautizaron, dieron de comer, celebraron su aprendizaje y compartieron sus muestras de alegría.
Esto dio pie a una de las más grandes leyendas sobre los perros de guerra y su lealtad. Esas leyendas que surgen en ocasiones y que no son más que manipulaciones, señales un tanto duales, como el apoyabrazos de un banco que ya no tiene parque donde estar…
Ocurrió con el irish terrier Prince (fallecido en 1921), que el soldado Private Brown había, al parecer, abandonado en Hammersmith en 1914 y que, inexplicablemente, consiguió reunirse con el regimiento de Sttaffordshire en la campaña de Armentières; Prince resurgió allí como brotado, como amapola, repentino, leal y fiel, semanas después. No solían abandonar a sus mascotas, y las infiltraban; eso es lo que sucedía en la mayor parte de los casos: los perros no cruzaban en solitario, ni como polizontes autónomos, el Canal de la Mancha, ni caminaban toda Francia hasta Bélgica en dos semanas. Ocurrió con el perdiguero Marquis, que también fue llevado de contrabando por el 23ème Regimiento de Infantería el día que fueron movilizados, partiendo de la estación de Saint-Étienne. Marquis sería abatido en la batalla de Startebourg en 1915. O el pequeño spaniel Piocher, del sargento australiano Tom Borlase, con el que viajó por Egipto (y muchos otros países) en campañas sucesivas; se le impidió llevarlo hacia Dardanelles, y también lo camufló hasta que brotó días después en las trincheras.
Así, los soldados contravenían las órdenes y evitaban ser apercibidos por desobediencia, daba igual las consecuencias. Anthony Wilding (famoso tenista) y su irish terrier Sammy también desafiaron las instrucciones, pues burlaron las inspecciones y permanecieron juntos durante dos años. Cuando Wilding muere en mayo de 1915, en Francia, en la batalla de Neuve Chapelle, Sammy estuvo rondando y vagando desconsolado de trinchera en trinchera, buscando el rastro de su amigo, hasta que fue adoptado por el regimiento y, al parecer, regresó a Australia con el aviador Chilcott. Esta es la leyenda que más se aproxima a la realidad, atada a su bozal de prohibiciones.
Con el Armisticio de 1918, al regresar los soldados a sus casas, nada parecía estar bajo control, ni quedaban raciones previstas para alimentar a los perros desmovilizados (ni a nadie), y llegó lo que se definió como el gran Holocausto Canino, que tiene su historia particular: tampoco se permitió a los soldados llevar consigo a ‘sus mascotas’ de guerra y aquello terminó desastrosamente mal. Se definió como “El largo largo regreso”.
En 1934 se realizó una conmemoración por los veinte años del inicio de la Gran Guerra, en el War Memorial de Bristol. Las autoridades pidieron a los asistentes llevar a sus perros bajo control, bien atados, e impedir que ladraran; si se era motociclista, se debía apagar el motor durante los cinco minutos de silencio. Y a todos los ciudadanos allí congregados se les pidió “que fueran generosos con las amapolas”.
Ahora podría insistirse sobre lo mismo a quienes deciden qué es parque o qué es lodazal, qué entra y qué queda fuera de las miopías: que sean generosos con nuestras amapolas.
Desde hace tiempo viene ocurriendo una variación en la señalización que restringe el acceso de un perro a toda zona ajardinada. Se ha elegido e impreso a un pastor alemán, barrado en rojo, y en pose de certamen canino. Puede contener esto alguna lógica y acaso tengan libre circulación los terrier, los collie, los galgos, los chihuahuas… Acaso. Sucede algo similar con la prohibición escrita de no alimentar a las palomas urbanitas, pues es posible entender que sí se puede repartir algo entre los palomos. Lo cierto es que la raza seleccionada como prohibición pareciera añadir una cierta peligrosidad a cualquier perro que intenté cruzar del asfalto a la tierra sembrada.
Los modos y maneras de la prohibición resultan inestables, varían, fingen un cuidado y hasta parecieran esmeradísimas disertaciones silenciosas, siempre elucubradas para proteger al ciudadano. Se prohíbe al perro la entrada al parque, jardín o plaza pública, luego se prohíben las bicicletas y balones (o pelotas, según) y le sigue el resto de las ruedas (patines, patinetes, monopatines…), más tarde desaparecen las arenas y arriates y abunda el concreto y las losas, los bancos pasan a tener reposabrazos y tanto llega a parecerse esa zona ajardinada al asfalto circundante que ¿para qué conservar ya esos árboles sin nada alrededor? (como ocurre en la actualidad con la plaza de la Villa de París, en Madrid, que está encontrando resistencia ciudadana para evitar su desaparición).