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Hablar de especismo en clase: la asignatura pendiente del pensamiento crítico

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“¿El pollo del bocata es carne de una gallina de verdad?” es una pregunta infantil bastante más difícil de afrontar que la mítica “¿de dónde vienen los niños?” porque la primera solo admite un sí o una mentira y, la segunda, permite improvisar una milonga de cigüeñas, abejas, semillas o embarazos por amor.

Pero si no es sencillo darle una respuesta –“Sí, era una gallina, y el jamón que hay en la cocina es la pata de un cerdito”– es porque, a veces, la verdad no es fácil de llevar: en su bocadillo hay, simple y llanamente, un trozo de cadáver. Y eso es tan irrebatible como que a muy corta edad experimentamos una disonancia cognitiva que se supera normalizando el consumo acrítico de productos de origen animal; y hasta tal punto llevamos el autoengaño que nos incomoda saber cómo se produce lo que comemos o que alguien nos señale el sufrimiento que hay detrás de una hamburguesa con queso.

En otras palabras, existe un entramado de mentiras que estamos dispuestos a creernos para encajar en una sociedad adicta a la explotación animal. Son el hogar, la escuela y los medios de comunicación quienes se encargarán de dejar a la empatía fuera del plato y más pronto que tarde sucumbiremos al especismo sin debate ni reflexión porque, al fin y al cabo, solo conocemos esta forma de relacionarnos con los animales.

Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si la escuela se abriera a educar en la empatía con los demás animales, a reflexionar sobre los límites de nuestra esfera moral o a fomentar un pensamiento crítico que nos permita identificar conductas especistas? Ahora es más fácil. Veamos por qué. 

Entendiendo el mundo más allá de nuestra especie

Éste es el nombre del nuevo programa educativo de Aula Animal y Ética Animal que da herramientas al profesorado para introducir a sus alumnos y alumnas en el estudio de nuestra relación con los demás animales. Está pensado para que jóvenes y adolescentes de ESO y Bachillerato puedan conocer esta realidad de forma transversal en las asignaturas de Ética y Filosofía pero también en Ciencias Sociales, Biología y Geología, así como en la clase de tutoría.

“Es precisamente en la adolescencia donde comienza a desarrollarse el pensamiento crítico, por lo que cualquier iniciativa que lo fomente siempre es positiva”. Quién habla es Pilar Badía, coautora de este programa educativo que, como profesora de instituto, es consciente de las limitaciones de los currículos: “Es habitual que en las aulas se traten distintas discriminaciones que padecen los seres humanos. Sin embargo, pocas veces se habla de la discriminación que sufren otros animales en nuestra sociedad y de la consideración moral que tenemos hacia ellos. Es importante que la gente joven aprenda a nombrar esta discriminación, que se llama especismo, para poder identificarlo y cuestionarlo”.

Para ello, Ética Animal y Aula Animal proponen una serie de actividades de lo más variado: vídeos didácticos bien adaptados al público joven, ilustraciones de Paco Catalán con sus pertinentes preguntas filosóficas, o propuestas de debate de actualidad como el de las granjas de insectos o la nueva ley que reconoce la sintiencia animal.

De esta forma se visibilizan las cadenas de opresión –en algunos casos de forma literal– con las que sometemos a los animales para nuestro disfrute. Y es que muchos jóvenes habrán visto primates en un zoológico o elefantes en un circo, pero difícilmente les hayan acompañado a la reflexión desde el otro punto de vista: lo que significa para esos animales vivir encerrados. Aula Animal y Ética Animal lo tienen claro: “Conocer posturas diferentes a las que defiende la mayor parte de la sociedad es fundamental para construir la propia visión del mundo”.

Ese es el punto. Que nadie se asuste, lo de hablar de especismo en clase no va de proyectar imágenes de pollitos siendo triturados vivos, ni de escabrosos vídeos de la matanza del cerdo –que, bueno, los hay– sino de ahondar en el espíritu crítico del alumnado para que sea capaz de detectar el especismo, del mismo modo que queremos educarles para que sepan identificar actitudes machistas, racistas u homófobas.

Por lo que respecta a asignaturas como Valores Éticos, Badía denuncia que “suelen abordar la cuestión del trato a los animales de forma que refuerzan el pensamiento especista, sin permitir al alumnado conocer la postura alternativa”. El programa educativo que nos ocupa viene a equilibrar esta situación, pero no quiere limitarse a lo filosófico: “También se debería revisar el currículo de asignaturas como Biología y Geología, donde se habla de los animales desde una perspectiva anatómica y taxonómica evitando los aportes que la etología puede hacer para que el alumnado conozca cómo se sienten los otros animales y desarrollar, así, empatía hacia ellos”.

Además, si bien el pensamiento crítico se fragua en la adolescencia, la empatía puede empezar a trabajarse a partir de los cinco años. Aula Animal pone a disposición de madres, padres y profesorado otros recursos didácticos clasificados por etapas educativas. Para Infantil, por ejemplo, podemos trabajar la empatía más elemental con actividades y cuentos como El elefante encadenado de Jorge Bucay, o adentrarnos, ya en Primaria, al mundo de la comunicación no verbal para identificar en los animales los mismos sentimientos –sorpresa, tristeza, alegría…– que nosotros experimentamos.

Aragón y Canarias, a la cabeza

El respeto por los animales se estrenó en las aulas de Aragón hace cuatro años de la mano de un interesante programa, Mundo Animal, que contó con la participaron de más de 40 centros educativos en el curso 2020-2021. La consejería de las Islas Canarias hizo algo parecido, a finales del año pasado, con una trabajada lista de recursos didácticos llamada Dejando Huella. Hay otras iniciativas a escala local, pero no hay, todavía, un apoyo decidido del Ministerio de Educación ni de la Dirección General de Derechos de los Animales.

Doy por sentado que no estarán de acuerdo con que los jóvenes desarrollen empatía ni ética animal aquellos que tienen intereses económicos en juego o esa extrema derecha que está a un chupito de vetar de las aulas la teoría de la evolución. Los primeros, qué decir, volvemos a la disonancia cognitiva y al autoengaño: les damos nuestros dinero aunque sabemos que nos mienten cuando aseguran que sus granjas son poco menos que un paraíso animal, el bucólico prado donde Platero trota alegre, y no la trágica realidad en que un despiadado engranaje capitalista encadena embarazos forzosos, vidas miserables y muertes que se cuentan por millones. A los segundos, a los fascistas del PIN parental –el eufemismo reaccionario para referirse a la censura educativa– ya les llegará su San Martín.

El reto es, por lo tanto, mayúsculo. Los lobbies son fuertes, el ‘status quo’ es un lastre y pese a la mayor o menor simpatía que tengan las autoridades por la cuestión antiespecista, gran parte del esfuerzo recae en una comunidad educativa saturada pero cada vez más concienciada. Las docentes motivadas saben que no están solas y que cuentan también con el apoyo de las entidades animalistas. Sumando esfuerzos, quizás llegue el día en que la chavalada prefiera el bocata de seitán al de pollo, más santuarios y menos zoos, y el payaso y sus bromas reciban más aplausos que el domador y su látigo.

“¿El pollo del bocata es carne de una gallina de verdad?” es una pregunta infantil bastante más difícil de afrontar que la mítica “¿de dónde vienen los niños?” porque la primera solo admite un sí o una mentira y, la segunda, permite improvisar una milonga de cigüeñas, abejas, semillas o embarazos por amor.

Pero si no es sencillo darle una respuesta –“Sí, era una gallina, y el jamón que hay en la cocina es la pata de un cerdito”– es porque, a veces, la verdad no es fácil de llevar: en su bocadillo hay, simple y llanamente, un trozo de cadáver. Y eso es tan irrebatible como que a muy corta edad experimentamos una disonancia cognitiva que se supera normalizando el consumo acrítico de productos de origen animal; y hasta tal punto llevamos el autoengaño que nos incomoda saber cómo se produce lo que comemos o que alguien nos señale el sufrimiento que hay detrás de una hamburguesa con queso.