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Del imperialismo de los conceptos al poder de la razón

En estos tiempos en los que comienza a despuntar la luz matutina que deje atrás la sombría noche de esa España a la que aludía, no hace demasiado, Esperanza Aguirre declarando su orgullo taurino, acusando de antiespañoles a los que luchan en contra de la “fiesta”, y haciendo gala de su notable endeblez cultural al recurrir al manido simbolismo de que los toros representan la esencia del ser español, para llegar así, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, al paralelismo de que los antitaurinos quieren acabar con España, surgen voces de toreros y aficionados que llaman a la unidad y a la movilización contra aquéllos sectores de corriente animalista, con el fin de defender sus supuestamente vulnerados derechos, incluso sus derechos como ciudadanos europeos…. ¡toma ya!, apelando a declaraciones tan disparatadas como esa de que si desaparecieran los toros habría que cambiarle el nombre a España. A eso lo llamo yo “el imperialismo de los conceptos vanos”.

No hablaré siquiera de mediocridad intelectual. ¿Por qué? Porque sobran las dos palabras. La primera porque esa reflexión va más allá de ser mediocre, que lo es, y la segunda, simplemente porque sería un oxímoron. Sin embargo, habría que empezar diciendo que los toros no desaparecerían. Hablemos con propiedad. Como mucho, desaparecería la versión genéticamente seleccionada del toro, es decir, el toro de lidia. Por tanto, lo que desaparecería sería un ceremonial de tortura sangrienta y un oscuro negocio rentable, aunque esto último de la rentabilidad es muy cuestionable, que sólo apunta al sacrificio público de un inocente, en unos casos, o a la puesta en escena de la utilización de un ser vivo como instrumento para un juego violento que constituye un riesgo no solo para el toro, sino también para los participantes en estos actos, en cualquiera de sus modalidades, bien se trate de ‘bous al carrer’ o de cualquier otro tipo de encierros, por no mencionar el repulsivo y aberrante Torneo del Toro de la Vega, que ya tiene mártir para su próxima edición.

Por fortuna, el nuevo espectro político alumbra un viraje hacia un nuevo escenario donde las tradiciones atávicas y oscurantistas están siendo encaradas y canalizadas hacia posiciones cívicas y ecologistas.

Hace unos días llegó a mis manos un texto en el que un ciudadano esgrimía las razones que le habían llevado a modificar su criterio, hasta el punto de transitar desde la asidua afición al mundo de la tauromaquia hasta sentirse hoy antitaurino.

Cuando leí algunos de sus comentarios en los que se refería al trato que le propinaban al toro –hoy ya no está permitido- mientras “jugaban” de niños con él por las calles y cómo apretaban sus tripas, estando ya moribundo, hasta que no le quedaba ni una gota de sangre y cuál fue el desencadenante que hizo que comenzara a plantearse preguntas que a muchos de nosotros nos parecen obvias, pensé que era necesario hacer un análisis que pudiera al menos provocar la reflexión de quien lo quisiera leer.

Según cuenta él mismo, llevaba con orgullo a sus amigos extranjeros a ver la tradición más característica de su tierra, y fueron las preguntas que le formularon las que provocaron en él, primero, el darse cuenta de que no tenía respuestas, algo importantísimo, y en segundo lugar, y más importante si cabe para lo que quiero exponer, que nadie de su alrededor se lo había planteado jamás porque, en ese momento y en ese entorno, como en parte lo sigue siendo, “era normal”.

Quisiera desde este artículo tratar de llegar, no ya a aquellos que tenemos una posición clara contra cualquier acto de maltrato animal, sino precisamente ser capaz de al menos provocar una sola lectura que consiga por un momento poner en cuestión el fenómeno del que estamos hablando y analizarlo desde la razón, desvinculándolo de la mirada febril y parcial del que defiende una tradición por apego cultural, por placer estético o hasta por miedo a pensar algo diferente a lo que tiene alrededor, porque no olvidemos que pensar diferente requiere un acto de valentía.

Como hemos advertido, al exponer su experiencia este chico deja claro que comenzó a plantearse el sufrimiento de un ser vivo en el momento en que, precisamente alguien ajeno a su entorno, es decir, un observador externo e imparcial, le pregunta por el dolor al que, en este caso, el toro, está siendo sometido en estos festejos populares. Es entonces cuando se pone en evidencia ante él un hecho que ni tan siquiera le había generado la menor duda, ni a él ni a nadie de su alrededor. ¿Por qué razón algo tan aparentemente evidente y notorio como es que someter a tortura a un ser vivo causa dolor, puede dejar sin respuesta al que, además de conocerlo, lo apoya con su participación, en mayor o menor medida? “Porque en aquel momento no estaba prohibido, porque era normal”.

Me parece que hay que hacer en este punto una necesaria pausa: el camino de todo ser humano dotado de razón debe pasar indefectiblemente por la búsqueda de un enfoque neutral a la vez que analítico que le permita diseccionar los hechos concretos y desvincularlos así de pasiones colectivas para alcanzar el núcleo esencial del problema que se plantea. Ahí está nuestra responsabilidad como seres humanos individuales que somos. No podemos acogernos a respuestas como la que mantuvo a este exaficionado taurino varado durante años en esa costumbre ancestral de someter a este tipo de calvario a un animal.

No voy a entrar en este artículo en otro tipo de cuestiones relativas a los daños psicosociales que puede conllevar el exponerse a estos actos de crueldad que son vistos con esa reticente y reiterada normalidad, ni tampoco entraré en aspectos relativos a la empatía o a la compasión hacia los animales no humanos, cualidades ambas que pertenecen al ámbito de lo privado, si queremos decirlo así y, en consecuencia, de lo no exigible. Es más, tampoco entraré en la cuestión moral del respeto que todo ser vivo merece, esta vez sí, exigible tanto desde un punto de vista de la ética pública, en cuanto que en ésta sí adquiriría una dimensión notable a la hora de condicionar la aprobación de mandatos exigibles con carácter general, como desde el Derecho, en el que, sin duda, se convierte en un sujeto jurídicamente relevante y protegible.

No lo haré porque lo que pretendo es que cada lector asuma una actitud crítica. Estoy segura de que si alguno de los defensores de estas tradiciones se plantea estas preguntas como se las planteó en su día este exaficionado, y se las hace desde un sincero intento de desgranar la verdadera naturaleza del fenómeno que analizamos, no podrá negar que el animal sufre un daño, un daño grave, un daño no necesario, un daño difícilmente discutible.

El resto de adornos, llámese tradición, diversión o goce estético, escapan a la razón, por cuanto entiendo irrazonable que un acto de crueldad, del tipo que sea, pueda quedar justificado bajo la categoría de ocio, arte o tradición. El negar la solidez de los hechos objetivos encajaría más bien en actitudes más propias de posturas negacionistas que de las de un librepensador que se vale de la lógica y la observación para deslindar el hecho objetivo de la idea enraizada o apasionada.

No podemos, por tanto, apelar a un criterio de normalidad social, como hace en su primera reacción el relator de su historia. Eso sería tanto como justificar bajo el manto de una pretendida responsabilidad o culpabilidad colectiva algo tan alejado de poder quedar diluido como es la responsabilidad individual.

Lejos, pues, de descalificaciones, acusaciones de criminalidad y fanatismos, quisiera hacer un llamamiento a algo mucho más poderoso: el poder de la razón, en el sentido spinoziano del término, con toda su potencialidad, porque no olvidemos que, como en otras épocas históricas hemos podido comprobar, apartarse de la realidad y la irreflexión puede ser mucho más nocivo que el conjunto de todos los instintos perversos de la condición humana.

En estos tiempos en los que comienza a despuntar la luz matutina que deje atrás la sombría noche de esa España a la que aludía, no hace demasiado, Esperanza Aguirre declarando su orgullo taurino, acusando de antiespañoles a los que luchan en contra de la “fiesta”, y haciendo gala de su notable endeblez cultural al recurrir al manido simbolismo de que los toros representan la esencia del ser español, para llegar así, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, al paralelismo de que los antitaurinos quieren acabar con España, surgen voces de toreros y aficionados que llaman a la unidad y a la movilización contra aquéllos sectores de corriente animalista, con el fin de defender sus supuestamente vulnerados derechos, incluso sus derechos como ciudadanos europeos…. ¡toma ya!, apelando a declaraciones tan disparatadas como esa de que si desaparecieran los toros habría que cambiarle el nombre a España. A eso lo llamo yo “el imperialismo de los conceptos vanos”.

No hablaré siquiera de mediocridad intelectual. ¿Por qué? Porque sobran las dos palabras. La primera porque esa reflexión va más allá de ser mediocre, que lo es, y la segunda, simplemente porque sería un oxímoron. Sin embargo, habría que empezar diciendo que los toros no desaparecerían. Hablemos con propiedad. Como mucho, desaparecería la versión genéticamente seleccionada del toro, es decir, el toro de lidia. Por tanto, lo que desaparecería sería un ceremonial de tortura sangrienta y un oscuro negocio rentable, aunque esto último de la rentabilidad es muy cuestionable, que sólo apunta al sacrificio público de un inocente, en unos casos, o a la puesta en escena de la utilización de un ser vivo como instrumento para un juego violento que constituye un riesgo no solo para el toro, sino también para los participantes en estos actos, en cualquiera de sus modalidades, bien se trate de ‘bous al carrer’ o de cualquier otro tipo de encierros, por no mencionar el repulsivo y aberrante Torneo del Toro de la Vega, que ya tiene mártir para su próxima edición.