Durante años, las empresas cárnicas y lácteas han trabajado su imagen muy cuidadosamente. En sus anuncios, las vacas pastan libres en prados verdes bajo cielos azules, llevan una larga vida libre y feliz junto a sus terneritos y luego, al final, mueren y nos las comemos. Los cerdos son unos “cerdos”, muy guarros y algo bestias, felices cuando se rebozan en porquería. Las gallinas son tontas: aparte de poner huevos, no tienen otra aspiración en la vida. Los ganaderos viven asimismo al aire libre, mirando pastar a sus vacas y disfrutando del paisaje en una bucólica España rural.
Sin embargo, la realidad hoy en día en España dista mucho de esto. La producción de carne se está masificando por todo el país y la proliferación de macrogranjas está reemplazando a los pequeños ganaderos; de hecho, solo en la última década, más de 21.000 pequeñas explotaciones de porcino han tenido que cerrar.
El creciente sector cárnico español es además el mayor responsable de que desde el año 2010 incumplamos los límites de emisiones tóxicas de amoníaco, un compuesto corrosivo con efectos perjudiciales para la salud y el medioambiente, llegando a superar hasta en un 33% el límite establecido por la legislación europea.
El sector porcino es el que más rápidamente está creciendo. Desde 2013 registramos un aumento constante de explotación porcina y en los últimos 5 años tenemos cifras récord cada año. El Ministerio de Agricultura contabilizó 52,4 millones de cerdos sacrificados, lo que se tradujo en 4,52 millones de toneladas de carne. Esta producción es mayoritariamente para consumo dentro del país, pero cada vez se enfoca más a la exportación, siendo China y Francia los principales clientes. Una millonaria producción que genera tal cantidad anual de residuos que podría llenar 23 estadios, residuos que son arrojados sin control a tierras colindantes, contaminado así campos y ríos.
Las macrogranjas encuentran gran oposición en las comunidades próximas, conscientes de que van a sufrir las peores consecuencias: aparte de las aguas y tierras contaminadas, se genera un empeoramiento de la calidad del aire que respiran. Y aunque estas instalaciones son presentadas por las autoridades como generadoras de empleo, lo cierto es que no solo destruyen puestos de trabajo en el mundo rural, dado que ofrecen hasta cuatro veces menos empleos que los pequeños ganaderos a los que arruinan, sino que las condiciones laborales y de vida de los trabajadores asalariados pueden ser deplorables. Tal y como se ha visto en España y en muchos otros países de todo el mundo durante la pandemia, la falta de medidas de prevención de riesgos laborales en las macrogranjas y el hacinamiento de los trabajadores en infraviviendas las ha convertido en uno de los nichos de mayores rebrotes de la COVID-19. Además, ha habido una proliferación de falsos autónomos y de pequeños ganaderos que trabajan para las macrogranjas teniendo que producir a muy bajo coste, lo que les lleva a la ruina.
Las condiciones de los animales en estas macrogranjas nada tiene que ver con la idea de animales felices que nos venden. Millones de animales viven toda su vida hacinados, y mueren sin haber visto jamás la luz del sol, aunque quizás la vean desde el camión que los lleva al matadero si la matanza no se produce en el mismo lugar en el que malviven. Animales como los cerdos, que pueden vivir hasta 15 años, son cebados y sacrificados tras 3 o 6 meses de vida, y como ellos, vacas, cabras, ovejas y gallinas nunca viven más allá de una décima parte de su esperanza de vida en estado natural.
Es por todo ello que en España deberíamos tener disponible toda la información en los etiquetados sobre la procedencia de la carne que se consume y las condiciones en las que ha vivido el animal. Tal y como ya se hace con los huevos, los consumidores de carne deben ser informados de si ese pollo alguna vez puso pie en tierra o vivió solamente en jaulas. También si el cerdo ibérico, del que tan orgullosos se sienten muchos, viene de una macrogranja que ha arruinado a los ganaderos de la zona, explotado a sus trabajadores y contaminado ríos y campos. En Alemania ya existe un etiquetaje parecido y ha sido bien recibido por el público, ya que quienes comen carne deben tener derecho a conocer lo que comen y cómo han vivido los animales que consumen. Quizá sabiendo que la carne que piensan comprar proviene de algunas de esas macrogranjas cambien de opinión y compren comida más ética.
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