El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa publicoÌ recientemente un artiÌculo titulado Los toros y el PeruÌ, en torno a la sentencia en la que el Tribunal Constitucional de Perú ratificaba, aunque dividido, la legalidad de las corridas de toros y las peleas de gallos, al considerarlas tradiciones culturales, y rechazando así una demanda que pedía que fueran declaradas prácticas de maltrato animal.
Tuve que hacer varias paradas teÌcnicas en su lectura porque cada frase me iba aguijoneando maÌs que la anterior. Intentaba pensar en aquello que decía Wilde: “SeÌ lo suficientemente sensato como para hacer tonteriÌas de cuando en cuando”. Pero no, lo que dice Vargas Llosa no pueden considerarse tonteriÌas, por distintas razones que paso a analizar.
El propio autor hizo en alguna ocasioÌn, apelando al valor de las palabras, una criÌtica al filoÌsofo Karl Popper: “Los escritores creemos que las palabras lo son todo, la esencia de aquello que queremos. Las palabras no son un mero instrumento, no podemos descuidarlas. La verdad y la mentira dependen de ello”. Debo reconocer que, aunque sea uÌnicamente en esto, el escritor y yo estamos de acuerdo, pues estoy segura de que ese es, precisamente, el reto de las palabras: el de hacer justicia con la realidad y con las cosas. Por eso es imperdonable hablar por hablar, y creo que el Nobel estaraÌ tambieÌn de acuerdo conmigo en que no se trata tanto de buscar una palabra justa como de encontrar justo una palabra. Porque si no es justa, la palabra no merece ese nombre. Si no es justa, la palabra no merece ser dicha.
Mario Vargas Llosa felicita, porque “los honra”, a los miembros del Tribunal Constitucional de PeruÌ y califica de “enemigos de la fiesta”, “fanaÌticos” y “astutos” a los animalistas que identifican las corridas de toros con las peleas de gallos, calificando de “viveza criolla deshonesta” la actitud de quienes defienden que los actos objeto de controversia en la sentencia del Tribunal Constitucional son manifestaciones de crueldad hacia los animales. Desde la modestia de una ciudadana que lee estas palabras, solo queda plantearse si merecen reprobacioÌn las opiniones vertidas en ese texto. Y no me cabe duda, pues lejos de cuestionar a las personas, siempre merecedoras de respeto, las opiniones siÌ son cuestionables y siÌ, me parece que el discurso de Vargas Llosa es no solo reprobable sino impropio de un escritor que ha sido galardonado con la mayor distincioÌn que se le puede otorgar a un hombre de letras. Por eso entiendo exigible el mayor de los cuidados a la hora de tocar a ese otro, que somos todos, con la palabra.
El adalid del liberalismo no puede caer en el trazo grueso de decir que “a miÌ, por ejemplo [queÌ casualidad], ese espectaÌculo [las galleras] nunca me interesoÌ, hasta me desagradoÌ por su violencia (...) pero de ahiÌ a prohibirlas hay un paso demasiado largo para mi espiÌritu democraÌtico y liberal”. Me pregunto, ¿queÌ es para Vargas Llosa ser demoÌcrata y liberal? QuizaÌ convendriÌa que todos los autodenominados liberales leyeran la criÌtica feroz que Stuart Mill dedica a quienes, desde un pretendido liberalismo, aspiran a que a traveÌs del Estado no se puedan establecer los mecanismos de proteccioÌn del bienestar animal, incluso contra las fiestas o tradiciones culturales en las que se maltrata a los animales no humanos [veÌase John Stuart Mills, Principios de PoliÌtica EconoÌmica, CapiÌtulo IX, apartado 7 (1848)]. RecueÌrdese que en EspanÌa la tauromaquia no se la debemos a ninguÌn liberal, sino al mismiÌsimo Fernando VII, que nada maÌs llegar al trono abolioÌ las civilizadas pragmaÌticas de Carlos III y Carlos IV.
AsiÌ, el Nobel continúa relatando lo que, al parecer, distingue las galleras de las corridas de toros, que según él es el espectáculo que representa como ninguÌn otro, “con maÌs belleza y agoniÌa, la condicioÌn humana”. Desde luego, sobre la condicioÌn humana se ha escrito mucho, pero quizaÌ mejor que otros lo hizo una gran filoÌsofa, Hannah Arendt, quien apeloÌ a la conocida banalidad del mal y a los criterios de normalidad para rebatir conductas absolutamente injustificables desde un anhelado progreso moral.
Nos enfrentamos aquiÌ, una vez maÌs, al conflicto inacabable entre la esfera de lo objetivo y de lo subjetivo, entre la pasioÌn y la razoÌn. Pero el error no estaÌ en el dilema, sino en el planteamiento que subyace al mismo. ¿Por queÌ razoÌn algo tan aparentemente notorio -como lo es someter a tortura a un animal, causarle dolor, ensanÌarse con picas hasta su agonía y muerte sangrienta- pueda quedar excepcionado de la proteccioÌn general contra el maltrato animal?
La sentencia de la que se vanagloria el escritor se ampara en una fingida razonabilidad y proporcionalidad en la ponderación de un conjunto de criterios que le permitan alcanzar la excepción a la regla general de prohibición de maltrato animal y, así, excluir de la misma las galleras y las corridas de toros. Resulta así innegable que esa pretendida excepcionalidad va a quedar justificada per se, consolidando el claro oxímoron que de la lectura de la propia sentencia se colige: “Ciertamente, las corridas de toros incluyen actos de violencia contra los animales que participan en ellas, y estos sufren un severo daño antes de morir, pues se les clavan lanzas, banderillas y finalmente estoques. A los que sobrevivieron al estoque y se encuentran agonizantes, se les clavan más estoques o dagas hasta que finalmente mueren”.
Y es que la razoÌn es tan simple que basta con dos palabras: “me gustan”. No hace falta maÌs que dos palabras, porque el argumento es tan baÌsico como falaz. En su Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein afirmoÌ: “los liÌmites de mi lenguaje significan los liÌmites de mi mundo” (“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”). AquiÌ, el escritor pone la gramaÌtica castellana al servicio del ego, ese ego que, mediante criterios esteÌticos y culturales, se permite disponer sobre derechos ajenos. Ah, pero, ¿acaso estamos hablando derechos?
AnÌadiriÌa el recurso a la falacia, que, disfrazada bajo el manto de la cultura -autóctona- encubre ese temor a que el Estado intervenga en la sociedad. Pero, ¿queÌ sucederiÌa si eÌsta mantuviera la esclavitud debido a criterios ponderables, como los recogidos en la sentencia del Tribunal Constitucional?, ¿queÌ problema habriÌa? En su momento se negaban los derechos a los esclavos y a las mujeres. El liberalismo funciona por criterios ciegos, individualistas, los valores quedan dispensados en funcioÌn de otros paraÌmetros.
Sin embargo, no deja de resultar paradójico observar cómo los que defienden sin ambages el neoliberalismo son hoy los primeros en juzgar con dureza y reclamar a los Estados mayor capacidad de acción y adopción de medidas efectivas a la hora de intervenir ante una emergencia sanitaria como la provocada por la COVID-19.
Y es que, mientras el mundo entero se enfrenta a una amenaza global, existencial, sin precedentes, que nos coloca frente a una oportunidad única para mirarnos con humildad y aceptar nuestra radical fragilidad -que debería desembocar en un ensayo de compasión, en una llamada a la solidaridad-, los llamados taurófilos se han convertido en actores de un atmósfera fantasmagórica, que evoca aquellas escenas de White God en las que se muestra como los seres humanos han perdido, precisamente, su humanidad, un episodio que parece una fábula moral con moraleja incluida, pero que ha de verse en clave de estudio no ya político sino psicológico.
En este contexto, justamente, debemos destacar como loable la decisión del alcalde de la ciudad de Lima, que ha convertido la bicentenaria plaza de toros de Acho, una de las más antiguas del mundo, en un albergue de personas sin hogar para protegerlas del nuevo coronavirus, pese a la protesta del gremio taurino. Sobran las palabras para advertir que, ni aun en circunstancias excepcionales, hace aparición la humanidad en ese colectivo. Este lamentable acontecimiento me sirve para recodar aquí el concepto que desarrolló el filósofo camerunés Achille Mbembe, al que denominó 'necropolítica'.
Es la política basada en la idea de que, para algunos, unas vidas tienen valor y otras no. No es tanto matar a los que no sirven al poder, sino dejarlos morir, crear políticas en las que se van muriendo. Su teoría sobre la necropolítica, profundamente inspirada en la obra de Foucault, recuerda a aquello que decía Zygmunt Bauman, cuando aludía a la industria del desecho humano. Suerte que el alcalde de Lima, Jorge Muñoz, ha tenido el rigor y la bonhomía de hacer, ahora sí, una adecuada ponderación de los intereses en conflicto, con la valiente respuesta que ofreció a los medios de comunicación que le preguntaron sobre este extremo. Lo dijo muy claro: “Qué pena que haya gente así, que no priorice la protección de los seres humanos, que no priorice la vida. Esa denuncia contra Jorge Muñoz por proteger a la gente es una denuncia contra toda la sociedad”.
Me parece que hay que hacer en este punto una necesaria pausa. El camino de todo ser humano dotado de razoÌn debe pasar, indefectiblemente, por la buÌsqueda de un enfoque neutral, a la vez que analiÌtico, que le permita diseccionar los hechos concretos y desvincularlos asiÌ de pasiones colectivas, para alcanzar el nuÌcleo esencial del problema que se plantea, ahiÌ estaÌ nuestra responsabilidad como seres humanos individuales que somos.
No podemos, pues, acogernos a respuestas como esas y permanecer varados durante anÌos en esa costumbre ancestral de someter a este tipo de calvario a un animal.
No voy a entrar en este artiÌculo en otro tipo de cuestiones, relativas a los danÌos psicosociales que puede conllevar el exponerse a actos de crueldad que son vistos con esa reticente y reiterada normalidad. Ni tampoco entrareÌ en aspectos relativos a la empatiÌa o a la compasioÌn hacia los animales no humanos, cualidades ambas que pertenecen al aÌmbito de lo privado, si queremos decirlo asiÌ, y, en consecuencia, de lo no exigible. Es maÌs, tampoco entrareÌ en la cuestioÌn moral del respeto que todo ser vivo merece, esta vez siÌ, exigible desde un punto de vista de la eÌtica puÌblica.
No lo hareÌ porque lo que pretendo es que cada lector asuma una actitud criÌtica, tambieÌn Mario Vargas Llosa. Estoy segura de que si alguno de los defensores de estas tradiciones se plantea estas preguntas y se las hace desde un sincero intento de desgranar la verdadera naturaleza del fenoÌmeno que analizamos, no podraÌ negar que el animal sufre un danÌo, un danÌo grave, un danÌo no necesario, un danÌo difiÌcilmente discutible, como la propia sentencia reconoce.
El resto de adornos, llaÌmese tradicioÌn, diversioÌn o goce esteÌtico, escapan a la razoÌn, por cuanto entiendo irrazonable que un acto de crueldad, del tipo que sea, pueda quedar justificado bajo la categoriÌa de ocio, arte o tradicioÌn. El negar la solidez de los hechos objetivos encajariÌa maÌs bien en actitudes propias de posturas negacionistas, más que de un librepensador que se vale de la loÌgica y la observacioÌn para deslindar el hecho objetivo de la idea enraizada o apasionada.
No podemos, por tanto, apelar a criterios de caraÌcter esteÌtico o de arraigo popular, como hace el escritor, eso seriÌa tanto como justificar, desde una ilusoria responsabilidad o culpabilidad colectiva, algo tan alejado de poder quedar diluido como lo es la responsabilidad individual.
Creo que las cosas maÌs interesantes de la vida, tambieÌn las maÌs dolorosas o que exigen un esfuerzo mayor, suceden siempre en los liÌmites, en las fronteras, en las orillas, en las crisis -hoy maÌs que nunca lo estamos viviendo-, comenzando por nuestro propio liÌmite fiÌsico, que en su mayor expresioÌn seriÌa la muerte, o por nuestro propio comienzo, el nacimiento, aunque se nos pueden ocurrir muchos maÌs: los liÌmites entre los avances cientiÌficos o meÌdicos y la eÌtica, la libertad de expresioÌn y la censura, los liÌmites geograÌficos, sin ir maÌs lejos las fronteras, las despedidas que nos limitan, que nos separan, desde el lenguaje como liÌmite del propio mundo, como dijimos, hasta el amor, como poder que derriba los muros del cuerpo.
¿Por queÌ digo todo esto? Porque para hablar de derechos de los animales no humanos se nos estaÌ, sobre todo, invitando a traspasar una barrera, la civilizatoria, con todo lo que esto conlleva. ¿Somos capaces de hacer el enorme esfuerzo que eso supone? Esa es la gran pregunta. Porque, ante la pregunta de si los animales no humanos tienen derechos, existe todaviÌa una respuesta basada en una concepcioÌn arraigada en argumentos antropoceÌntricos.
El desafiÌo maÌs grande en nuestro modo de organizar el mundo es, precisamente, regresar al punto de partida, que es la vida, maÌs allaÌ de la especie, y reconocer el derecho en siÌ mismo, reconociendo la dignidad de todos los animales al igual que reconocemos la dignidad humana, reconociendo que son titulares de derechos. ¿Por qué razón? Porque el primer derecho es el derecho a la vida.