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La paradoja estética

Marta Tafalla

Cuando nos preguntamos por qué la especie humana explota y maltrata de forma sistemática a tantas otras especies de animales, encontramos varias causas que se entrelazan entre sí. Las razones económicas son las más obvias, pues el capitalismo desalmado en el que vivimos, que explota a millones de seres humanos con una crueldad sin límites y desecha a muchos otros como si nada valieran, se sostiene sobre la explotación de la naturaleza, y especialmente sobre los animales. Los criamos para producir alimento y tejidos; los utilizamos como herramientas de experimentación, medios de transporte e instrumentos de trabajo. Otras veces los animales son un estorbo para las actividades económicas humanas, por ejemplo la agricultura, y entonces se los elimina antes de que produzcan pérdidas. A eso hay que añadir la violencia ritual de todo tipo de fiestas en que se tortura y mata animales, y también el maltrato cotidiano, por ejemplo a animales de compañía. En estos últimos casos necesitamos explorar tanto las causas psicológicas, como aquellos valores sociales que priman la agresividad sobre la empatía. Pero existe otro tipo de violencia más paradójica: la que realizan algunas personas a quienes los animales les gustan mucho.

Cuando se pregunta a las personas que llevan a sus hijos a visitar un parque zoológico o un circo donde se exhiben animales, por qué lo hacen, suelen responder expresando su pasión por los animales y el deseo de que sus hijos desarrollen una sensibilidad especial hacia ellos. Es por eso que pasan la tarde viendo animales mientras se comen un helado, y luego se compran un peluche de su especie preferida o una taza con dibujos de gorilas en la selva. Por supuesto se fotografían junto a las jaulas de los animales, juegan a imitar sus movimientos y sonidos, y se marchan convencidos de que han realizado una actividad educativa y de que los animales les gustan muchísimo. Si pudieran, se los llevarían a casa. Y, de hecho, por desgracia, existe un mercado negro que permite comprar cualquier tipo de animal salvaje como mascota, una “afición” creciente entre las clases sociales acaudaladas, que condena a miles de animales a una existencia de sufrimiento y se cobra innumerables vidas.

Las personas que decoran sus balcones con jaulas diminutas donde canarios, jilgueros o periquitos malviven atrapados sin poder volar, suelen decir que los pájaros son maravillosos, y que les hacen tanta compañía que ya no sabrían vivir sin ellos.

Quienes practican caza deportiva, se deshacen en elogios hacia los animales que abaten. De hecho, lo que desean es cazar aquellos ejemplares que más les gustan. Las revistas de caza no muestran odio hacia los animales, sino todo lo contrario: admiración por el color de su pelaje, por la elegancia de su cornamenta, por la fiereza de su mirada. Que los cazadores se fotografíen con la pieza cazada demuestra su deseo de exhibir ese preciado tesoro que han conseguido. Muchos de ellos se lo llevarán a casa, y la cabeza acabará adornando el salón. Extender una piel de oso como alfombra, colocar dos colmillos de elefante junto a la chimenea, les parece a algunos un signo insuperable de distinción y elegancia. Si los sabes combinar con obras de arte contemporáneo, una colección de insectos, pedazos de coral o unas máscaras africanas, conferirán a tu vivienda una atmósfera sofisticada. Que esos objetos hayan llegado a casa por vías no muy legales añade incluso un sugerente toque transgresor y exclusivo. Tan frecuente es el comercio ilícito de animales salvajes, ya sea vivos o muertos, que se trata de una de las principales causas de la extinción de especies (véase el informe de WWF).

Sí, a todas estas personas les gustan los animales, no hay duda alguna. Pero, ¿qué es exactamente lo que les gusta de los animales? ¿Cómo es posible que su pasión por los animales les conduzca a maltratarlos? Su actitud es paradójica, y propongo denominarla “paradoja estética”.

Para algunas personas, los animales se reducen a sus cualidades estéticas. No son más que un porte elegante, una cornamenta poderosa, un plumaje multicolor, la forma en que se mueven o el canto que emiten. Hay gente que queda tan fascinada por el aspecto externo de los animales, que los reduce a meros objetos decorativos, a objetos ornamentales. Por supuesto, los animales son estéticamente fascinantes, como lo es toda la naturaleza, y no hay nada de malo en apreciar sus cualidades estéticas.

El problema comienza cuando algunas personas no son capaces de ver, más allá del aspecto externo del animal, al propio animal. Por eso compran la piel de oso para decorar el salón sin pensar ni por un momento en el dolor del animal moribundo, porque, en realidad, no son capaces de comprender lo que existe debajo de la piel. No logran ver que ahí dentro hay un alguien, un sujeto, un yo que siente dolor y placer, que posee capacidades emocionales, un cierto grado de inteligencia, memoria de su propia historia, que mantiene lazos profundos con otros animales, y desea vivir su vida.

El problema se hace más grave cuando, al reducir al animal a un mero objeto decorativo, la gente cree que tiene derecho a poseerlo para que le proporcione placer. Que no hay diferencia alguna entre comprar un jarrón y un búho disecado. La fascinación estética despierta en algunas personas tal deseo de posesión, que les da igual si ese león que han comprado se deprime dentro de su jaula, o si ese loro jamás podrá volar ni convivir con sus congéneres. No se plantean que la familia de ese elefante cazado lo habrá llorado durante días, porque el marfil queda tan elegante que impide pensar en nada más. Llegan a vestirse con la piel de varios zorros o a llevar un bolso de cocodrilo sin preguntarse nunca cómo vivieron esos animales. Lo que les importa es que el preciado objeto es suyo, y que las cualidades estéticas y simbólicas de ese trofeo les envuelve a ellos mismos en un aura de lujo, estatus social y poder. Ese deseo de adueñarse de aquello que a uno le gusta, aunque sea a costa de dolor y muerte, se ve reforzado por un capitalismo neoliberal que mercantiliza todo cuanto existe.

Francamente, creo que muchos animales preferirían no gustarnos tanto. ¿Cómo podemos resolver esta paradoja, en que la fascinación conduce al maltrato?

Necesitamos reflexionar críticamente sobre esa fascinación estética y aprender a encauzarla de una forma respetuosa. No se trata de renunciar a la estética, pero sí al deseo de dominio. Necesitamos abandonar esa fascinación superficial y cegadora en la que nunca se ve al animal como el animal que es, y en su lugar, aprender a cultivar un aprecio profundo de las cualidades estéticas de los animales, unido al respeto hacia sus vidas y la renuncia a poseerlos. Si tomamos ese camino, la admiración estética nos conducirá a una actitud ética y nos mostrará a los animales como animales, como sujetos de sus vidas, y puede estimular nuestro interés científico y filosófico por comprender la naturaleza y a nosotros mismos.

Cambiar la escopeta por la cámara de vídeo o el cuaderno de dibujo es el paso de una fascinación estética superficial y destructiva a un aprecio estético profundo, que estimulará nuestra capacidad de observación y nos enseñará a desarrollar habilidades artísticas sin causar daño. Substituir la jaula en la que encerrar pájaros por un cuenco en el que ofrecemos agua a las aves que viven libres nos permitirá disfrutar del espectáculo de su vuelo. Renunciar al zoo para salir al campo o al mar a admirar la naturaleza de forma respetuosa nos sumergirá en una aventura mayor. Si renunciamos al dominio, los animales ganan la libertad, y nosotros, a cambio, ganamos también: descubrir una belleza más intensa que jamás podremos atrapar dentro de una jaula.

Cuando nos preguntamos por qué la especie humana explota y maltrata de forma sistemática a tantas otras especies de animales, encontramos varias causas que se entrelazan entre sí. Las razones económicas son las más obvias, pues el capitalismo desalmado en el que vivimos, que explota a millones de seres humanos con una crueldad sin límites y desecha a muchos otros como si nada valieran, se sostiene sobre la explotación de la naturaleza, y especialmente sobre los animales. Los criamos para producir alimento y tejidos; los utilizamos como herramientas de experimentación, medios de transporte e instrumentos de trabajo. Otras veces los animales son un estorbo para las actividades económicas humanas, por ejemplo la agricultura, y entonces se los elimina antes de que produzcan pérdidas. A eso hay que añadir la violencia ritual de todo tipo de fiestas en que se tortura y mata animales, y también el maltrato cotidiano, por ejemplo a animales de compañía. En estos últimos casos necesitamos explorar tanto las causas psicológicas, como aquellos valores sociales que priman la agresividad sobre la empatía. Pero existe otro tipo de violencia más paradójica: la que realizan algunas personas a quienes los animales les gustan mucho.

Cuando se pregunta a las personas que llevan a sus hijos a visitar un parque zoológico o un circo donde se exhiben animales, por qué lo hacen, suelen responder expresando su pasión por los animales y el deseo de que sus hijos desarrollen una sensibilidad especial hacia ellos. Es por eso que pasan la tarde viendo animales mientras se comen un helado, y luego se compran un peluche de su especie preferida o una taza con dibujos de gorilas en la selva. Por supuesto se fotografían junto a las jaulas de los animales, juegan a imitar sus movimientos y sonidos, y se marchan convencidos de que han realizado una actividad educativa y de que los animales les gustan muchísimo. Si pudieran, se los llevarían a casa. Y, de hecho, por desgracia, existe un mercado negro que permite comprar cualquier tipo de animal salvaje como mascota, una “afición” creciente entre las clases sociales acaudaladas, que condena a miles de animales a una existencia de sufrimiento y se cobra innumerables vidas.