Hace bastante tiempo, quienes se dedican a la filosofía han llegado a la conclusión de que el mundo tal como lo conocemos es un producto, un resultado de procesos subjetivos más o menos explícitos. Tal vez sea David Hume, el célebre despertador del sueño dogmático de Kant, quien más genialmente expuso esta posición en su análisis sobre la noción de causalidad.
Más recientemente, se ha enfatizado el rol del lenguaje en la mencionada construcción del mundo. Existiría una conexión entre el modo en que concebimos ciertos hechos y los términos que usamos para conceptualizarlos.
Desde la filosofía feminista se ha señalado que el lenguaje ordinario está repleto de generalizaciones excluyentes y analogías sexistas que contribuyen a cimentar una fenomenología patriarcal. La punta visible del iceberg del machismo, que se expresa brutalmente en los crímenes de odio contra mujeres y miembros del colectivo LGTBIQ, se sostiene sobre una base imperceptible de compromisos lingüísticos.
Las palabras son tan relevantes que la puesta en circulación de una puede redefinir nuestras experiencias vitales. Por ejemplo, la filosofa Nancy Bauer (Tufts University) está trabajando actualmente en un análisis del impacto reciente del término 'acoso sexual' (sexual harassment) que permite que muchas mujeres perciban críticamente situaciones cotidianas que anteriormente hubieran sido toleradas.
El modo en que la humanidad se relaciona con los animales no es ajeno a esta lógica y tiene su propio bagaje lingüístico. ¿De qué modo operan las palabras dentro de una sociedad especista?
La primera autora en plantear con claridad esta pregunta fue Carol J. Adams. En su libro La política sexual de la carne, Adams introduce el concepto del “referente ausente” para explicitar la forma en que los consumidores de productos de origen animal tienden a separar el objeto de consumo de su verdadera naturaleza. De este modo, los especistas emplean términos como “miel”, “huevo” o “chorizo” para evitar lidiar con el hecho de que están consumiendo “regurgitación de abeja violentada”, “menstruación de gallina secuestrada” y “tripas de vaca o puerco rellenas de carne molida de un animal asesinado y descuartizado”, respectivamente.
Por supuesto, si tales eufemismos desaparecieran, la sociedad no se convertiría inmediatamente al veganismo. Del mismo modo, la introducción del término 'acoso sexual' no ha erradicado a los acosadores. Las palabras forman parte de una constelación más amplia y no desempeñan una función mágica, sino accesoria. Ahora bien, si ningún cambio definitivo se produce simplemente modificando el lenguaje, ningún cambio definitivo se logra sin este paso.
En un artículo publicado el 11 de mayo del 2018 en El Caballo de Nietzsche, María Carmona analiza el uso de figuras animales como insultos. Por ejemplo, suele tratarse a ciertos hombres de “cerdos” y a ciertas mujeres de “zorras” con un fin descalificatorio. Las palabras así empleadas contribuyen a una visión del mundo en la que los animales no humanos son considerados como seres inferiores que catalizan todo aquello que no debemos ser.
Un caso especialmente ilustrativo de esta función del lenguaje dentro de un mundo especista puede encontrarse en las diferentes legislaciones contra el maltrato animal. En Argentina, la ley 14.346 sostiene que será castigado con prisión de quince días a un año el que infligiere “malos tratos” o hiciere víctima de actos de “crueldad” a los animales.
El uso de las expresiones “malos tratos” y “crueldad” no es antojadizo. Busca evitar la mención del término “tortura”. La Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas y degradantes, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 4 de febrero de 1985, dedica su primer articulo a definir la tortura como un tipo especial de daño que no puede justificarse en ningún caso. Nada semejante se establece para los maltratos, definidos en el articulo 16 del mismo tratado.
La distinción entre un caso de tortura y un trato o pena cruel, inhumana o degradante es, en la práctica, materia de debate. Sin embargo, hay claros ejemplos de tortura que operan como puntos de referencia. Por ejemplo, las practicas llevadas adelante por la Inquisición española o los interrogatorios a los que eran sometidos los presos políticos en las dictaduras latinoamericanas de la década del 1970.
¿Por qué para la legislación vigente los animales nunca son víctimas de tortura? ¿Por qué cualquier encarnizamiento para con ellos solo entra en la menos terrible categoría de maltrato?
Una posible y simple respuesta es que dentro de una sociedad especista sus padecimientos importan menos que los de los humanos. Aunque para un cerdo que ingresa al matadero la humanidad entera representa al mismísimo Torquemada.
Una segunda respuesta, relacionada con la anterior, es que rehusar el uso del término “tortura” permite vivenciar ciertas acciones como menos atroces. La filosofa Jessica Wolfendale, en un interesante artículo sobre tortura contra humanos, analiza la manera en que los torturadores niegan su condición y emplean eufemismos para aliviar la carga moral de sus acciones. Ese mismo recurso esta a la orden del día cuando se trata de encubrir la violencia contra los animales.
Llamar a las cosas por su nombre puede ser una táctica radical en una sociedad especista. Si las palabras construyen nuestro mundo, modificarlas o resignificarlas es una parte importante de cualquier propuesta revolucionaria.