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Zoópolis, una revolución animalista

Sue Donaldson / Will Kymlicka

  • El caballo de Nietzsche ofrece la prepublicación del capítulo introductorio a Zoópolis, una revolución animalista, que publica Errata Naturae y estará en librerías el próximo lunes 29
  • El término 'zóopolis' fue acuñado en 1998 por Jennifer Wolch (decana de la Universidad de Diseño Ambiental en la Universidad de Berkeley, California) para describir una ética medioambiental urbana que abarca una visión integral de la comunidad animal, humana y no humana

El movimiento de defensa de los animales se halla en un punto muerto. Las estrategias y argumentos ya conocidos para expresar los problemas y movilizar a la opinión pública acerca del bienestar de los animales, elaborados a lo largo de los últimos ciento ochenta años, han tenido un cierto éxito con respecto a algunas cuestiones. Pero los límites inherentes a estas estrategias han ido quedando cada vez más claros, lo que nos impide abordar o incluso detectar algunos de los problemas éticos más graves en nuestras relaciones con los animales. El objetivo que nos planteamos en este libro es el de ofrecer un nuevo marco, en el que «la cuestión animal» se aborde como asunto principal en cuanto al modo en que teorizamos sobre la naturaleza de nuestra comunidad política y sus conceptos de ciudadanía, justicia y derechos humanos. Este nuevo marco, creemos, abre posibilidades nuevas, conceptual y políticamente, para superar los actuales obstáculos hacia un cambio progresivo.

El movimiento de defensa de los animales tiene una historia larga y peculiar. En la época actual, la primera organización que se creó fue la Society for the Prevention of Cruelty to Animals, nacida en Reino Unido en 1824 con el objetivo principal de evitar los abusos de los coches de caballos. Desde esos tímidos comienzos, el movimiento ha ido creciendo hasta convertirse en una importante fuerza social: ya hay un sinfín de organizaciones de defensa por todo el mundo y una rica tradición de debate público y teorización académica sobre el tratamiento ético de los animales. El movimiento también se ha anotado varias victorias políticas, desde la prohibición de los deportes sangrientos hasta la legislación contra la crueldad en los ámbitos de la investigación, la agricultura, la caza, los zoológicos y los circos. El referéndum sobre la Proposición 2 celebrado en California en 2008 —en el que el 63% de los votantes apoyó prohibir el uso de jaulas de gestación para cerdos, jaulas para terneras y jaulas en batería para gallinas— no es más que uno de los muchos casos recientes en que los activistas han logrado atraer la atención pública hacia la cuestión del bienestar animal y generar un amplio consenso político a favor de limitar prácticas de crueldad extrema. De hecho, a lo largo de los últimos veinte años se han aprobado en Estados Unidos 28 de 41 referéndums sobre medidas para mejorar el bienestar de los animales, lo que supone una mejora sustancial con respecto al fracaso casi absoluto de tales iniciativas entre 1940 y 1990. Ello sugiere que las inquietudes del movimiento de defensa de los animales han ido arraigando en la conciencia de la ciudadanía y no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa, donde la legislación sobre el bienestar animal está más avanzada (Singer 2003; Garner 1998)3.

Así visto, el movimiento puede considerarse un éxito que va creciendo conforme se acumulan sus victorias, al irse ampliando sus objetivos. Pero la historia tiene otra cara más oscura. Desde una perspectiva más global, cabe afirmar que, en gran medida, el movimiento ha fracasado. No hay más que atender a las cifras. La expansión implacable de la población humana y el desarrollo urbanístico sigue arrebatándole el hábitat a la fauna salvaje. Nuestra población se ha duplicado desde los años sesenta, mientras que la de animales salvajes ha caído en un tercio. Y el sistema de granjas de producción industrial sigue creciendo para satisfacer (e impulsar) la demanda de carne. La producción cárnica mundial se ha triplicado desde 1980, hasta el punto de que, hoy en día, los humanos matan a 56.000 millones de animales al año para comérselos (sin contar los animales acuáticos). Se calcula que, de aquí a 2050, esta producción habrá vuelto a duplicarse, de acuerdo con el informe de la ONU titulado Livestock’s Long Shadow [La sombra alargada de la ganadería] (ONU, 2006). Y las corporaciones —siempre empeñadas en reducir costes o en descubrir nuevos productos— están inmersas en una búsqueda constante de nuevas maneras de explotar a los animales con más eficacia en los sectores de la manufactura, la agricultura, la investigación y el ocio.

Estas tendencias globales son verdaderamente catastróficas y empequeñecen las modestas victorias logradas gracias a las reformas sobre el bienestar de los animales, y nada indica que vayan a cambiar. En el futuro próximo, cabe esperar que cada año se críe, confine, torture, explote y mate a más animales para satisfacer los deseos humanos. En la provocadora expresión de Charles Patterson, la mejor forma de describir el estado general de las relaciones entre humanos y animales es como un «Treblinka eterno», y no hay indicios de que esta relación básica esté cambiando. La realidad es que la explotación animal es la base en la que se apoyan nuestra forma de alimentarnos y vestirnos, nuestra manera de disfrutar y entretenernos y nuestras estructuras de producción industrial e investigación científica. El movimiento de defensa de los animales ha logrado arañar la superficie de este sistema de explotación animal, pero el sistema en sí continúa y, en realidad, no deja de crecer e intensificarse, ante un debate público sorprendentemente escaso. Algunos críticos sostienen que las consideradas victorias del movimiento de defensa de los animales —como la Proposición 2 de California— no son sino fracasos estratégicos. En el mejor de los casos, consiguen distraer la atención del sistema subyacente de explotación animal y, en el peor, proporcionan a los ciudadanos una forma de aliviar su inquietud, al hacerles creer que las cosas están mejorando cuando, en realidad, están empeorando. De hecho, Gary Francione sugiere que estas reformas melioristas sirven para legitimar, en lugar de refutar, el sistema de esclavitud animal y que, así, diluyen lo que, de otra forma, podría ser un movimiento más radical en pos de una auténtica reforma (Francione 2000, 2008).

La afirmación de Francione de que las reformas melioristas son contraproducentes suscita una enorme controversia en el sector. Incluso entre los defensores de los animales, que comparten el objetivo de la abolición final de todo tipo de explotación animal, existen desacuerdos sobre cuestiones estratégicas en torno al cambio progresivo, del mismo modo que también los hay sobre los méritos relativos de la reforma educativa, la acción directa, el pacifismo y otras protestas, más militantes, a favor de los animales. Pero lo que sin duda está claro, tras ciento ochenta años de movimiento organizado de defensa de los animales, es que no hemos logrado ningún avance demostrable hacia el desmantelamiento del sistema de explotación animal. Las distintas campañas, desde las primeras leyes anticrueldad, del siglo xix, hasta la Proposición 2, de 2008, pueden ayudar o entorpecer de forma marginal, pero no cuestionan —de hecho, ni siquiera lo abordan— el sustrato social, jurídico y político del Treblinka eterno.

En nuestra opinión, este fracaso es el resultado predecible de los términos deficientes en que se debaten públicamente las cuestiones de los animales. Por simplificar, gran parte del debate se mueve en uno de tres marcos morales básicos: un planteamiento «bienestarista», un planteamiento «ecologista» y un planteamiento de «derechos básicos». Tal y como están actualmente elaborados, ninguno de ellos ha logrado generar un cambio sustancial en el sistema de explotación animal. Creemos que tal cambio sólo será posible si somos capaces de desarrollar un nuevo marco moral, que vincule más directamente el trato a los animales con los principios fundamentales de la justicia de la democracia liberal y los derechos humanos. Y justo ése es el objetivo de esta obra.

A lo largo del libro trataremos los límites de los planteamientos bienestarista, ecologista y de derechos, pero tal vez no esté de más ofrecer una breve descripción general de cómo vemos el panorama. Por «bienestarista» entendemos una postura que acepta que el bienestar de los animales es importante, desde un punto de vista moral, pero que subordina el bienestar de los animales a los intereses del ser humano. Según esta postura, los seres humanos están por encima de los animales, de acuerdo con una clara jerarquía moral. Los animales no son máquinas, sino seres vivos que sufren y, por lo tanto, su sufrimiento tiene significado moral. De hecho, una encuesta llevada a cabo por Gallup en 2006 reveló que el 96% de los estadounidenses está a favor de imponer ciertos límites a la explotación animal. No obstante, esta preocupación por el bienestar animal funciona dentro de un marco que da por sentado —sin que apenas se cuestione— que los animales pueden utilizarse, dentro de ciertos límites, en provecho de los humanos. En este sentido, el bienestarismo también podría describirse como el principio del «uso humano» de los animales por parte de los humanos.

Por «ecologista» nos referimos a un planteamiento centrado en la salud de los ecosistemas, de los que los animales son un componente vital, en lugar de en el destino de los propios animales tomados como individuos. El holismo ecologista critica muchas prácticas humanas que resultan devastadoras para los animales, desde la destrucción de sus hábitats hasta la contaminación y otros excesos de la ganadería industrial que generan carbono. Sin embargo, si se puede afirmar que la matanza de animales tiene un impacto neutro o incluso positivo sobre los ecosistemas (por ejemplo, la caza o la ganadería sostenibles o el sacrificio de especies invasivas o con exceso de población), la visión ecologista prefiere favorecer la protección, conservación o restauración de los ecosistemas antes que salvar las vidas individuales de los animales de especies que no estén en peligro.

Las limitaciones de los planteamientos tanto bienestarista como ecologista han sido objeto de un amplio tratamiento en la literatura sobre derechos de los animales y nosotros tenemos poco que añadir a esos debates. El bienestarismo puede evitar determinadas formas ciertamente gratuitas de crueldad —actos sin sentido de violencia o maltrato—, pero resulta muy ineficaz cuando se confronta con casos de explotación animal en los que hay en juego algún tipo de interés humano reconocible, incluso el más trivial (como el de la experimentación de cosméticos) o el más venal (como el de ahorrarse unos céntimos en la cría intensiva de animales). Mientras siga sin cuestionarse la premisa básica de la jerarquía moral, las personas razonables no se pondrán de acuerdo en cuanto a qué constituye un «nivel aceptable» de explotación animal y nuestro impulso, extendido pero vago, de limitar la crueldad animal «innecesaria» seguirá sofocado por las presiones egoístas y consumistas que empujan en el sentido opuesto. Los enfoques ecologistas padecen el mismo problema básico de elevar los intereses humanos por encima de los intereses animales. En este caso, los intereses pueden ser menos triviales, venales o egoístas. Sin embargo, los ecologistas elevan una visión particular de lo que constituye un ecosistema saludable, natural, auténtico o sostenible y están dispuestos a sacrificar vidas animales individuales al objeto de lograr esta visión holística.

Como respuesta a estas limitaciones, muchos defensores y activistas del sector han adoptado un marco de «derechos de los animales». En las versiones más férreas de esta posición, los animales, al igual que los humanos, deben considerarse poseedores de determinados «derechos invulnerables»: hay ciertas cosas que no deben hacerse a los animales, ni siquiera en aras de los intereses humanos o la vitalidad del ecosistema. Los animales no existen para servir a los fines humanos: los animales no son sirvientes ni esclavos de los seres humanos, sino que tienen su propia estatura moral, su propia existencia subjetiva, que ha de respetarse. Los animales, como los humanos, son individuos con derecho a no ser torturados, encarcelados, sometidos a experimentos médicos, separados forzosamente de sus familias ni sacrificados porque estén comiendo demasiadas orquídeas raras o alterando su hábitat local. Con respecto a estos derechos morales básicos a la vida y la libertad, los animales y los humanos son iguales, no maestro y esclavo, gestor y recurso, tutor y tutelado o creador y utensilio.

Nosotros aceptamos sin reservas esta premisa básica del planteamiento de derechos de los animales y la defenderemos en el capítulo 1. La única protección realmente eficaz contra la explotación animal exige pasar del bienestarismo y el holismo ecologista a un marco moral que reconozca a los animales como titulares de determinados derechos invulnerables. Tal y como sostienen muchos defensores de los derechos de los animales, y como trataremos más adelante, este planteamiento basado en los derechos es una extensión natural del concepto de igualdad moral que subyace a la doctrina de los derechos humanos.

Sin embargo, también hemos de reconocer que, al menos hasta la fecha, este planteamiento sigue siendo muy marginal en el ámbito político. La teoría de los derechos de los animales (en lo sucesivo, TDA) ha conseguido afianzarse en los círculos académicos, donde lleva más de cuarenta años perfeccionándose. Y sus ideas circulan entre un estrecho círculo de activistas comprometidos con el veganismo y la acción directa en favor de los animales. Pero no tiene apenas eco entre la población general. De hecho, incluso aquellos que creen en la TDA le restan importancia a veces cuando tienen que defenderla públicamente, ya que de momento está fuera de los límites de la opinión pública existente (Garner 2005a: 41). Las campañas emprendidas por organizaciones tales como PETA (People for the Ethical Treatment of Animals [Personas por el trato ético de los animales]), cuyo objetivo a largo plazo consiste en desmantelar el sistema de explotación animal, suelen abogar por fines bienestaristas para reducir el sufrimiento en los sectores de la carne, los huevos y los productos lácteos o por contener los excesos del sector de las mascotas. En otras palabras, suelen luchar por un objetivo de reducción del «sufrimiento innecesario» que no cuestiona el concepto de que es posible criar, enjaular, matar o poseer animales para el beneficio humano. Es cierto que PETA puede apoyar al mismo tiempo un mensaje más radical (p. ej.: «La carne es un asesinato»), pero lo hace de manera selectiva, para evitar perder a la gran multitud de seguidores que no comparte la visión más férrea sobre los derechos animales. El marco de estos derechos sigue siendo, a todos los efectos prácticos, un imposible político. Y, en consecuencia, las campañas de defensa de los animales han fracasado estrepitosamente en la lucha contra la explotación animal sistemática.

Una tarea fundamental para el movimiento es determinar por qué la TDA sigue ocupando una posición tan marginal en el ámbito político. ¿Por qué la población general está cada vez más abierta a reformas bienestaristas y ecologistas, como la Proposición 2 o la legislación sobre especies en peligro, pero al mismo tiempo sigue mostrando una resistencia tan implacable a los derechos de los animales? Una vez reconocido que los animales son seres vivos cuyo sufrimiento tiene significado moral, ¿por qué es tan difícil dar el siguiente paso y reconocer que los animales tienen derechos morales, por los que no deben ser usados como medio para los fines humanos?

Se nos vienen a la mente muchas razones que explican esta resistencia; en particular, lo arraigado de nuestra herencia cultural. Las civilizaciones occidentales (y la mayoría de las no occidentales) llevan siglos funcionando sobre la premisa de que los animales son inferiores a los humanos en alguna jerarquía moral cósmica y que los humanos, por lo tanto, tienen derecho a usar a los animales para sus fines. Esta idea se encuentra en la mayoría de las religiones del mundo y está integrada en muchos de nuestros rituales y prácticas cotidianos. Superar el peso de esta herencia cultural es una lucha cuesta arriba.

Y hay un sinfín de motivos egoístas por los que resistirse a los derechos de los animales (DA). Si bien los ciudadanos pueden estar dispuestos a pagar unos céntimos más por alimentos o productos más «humanitarios», aún no lo están a renunciar por completo a alimentos, ropas o medicamentos de origen animal. Es más, existen poderosos intereses creados en el sistema de explotación animal. Cada vez que el movimiento de defensa de los animales empieza a suponer una amenaza para esos intereses, los sectores en los que se utilizan animales se movilizan para tildar a los defensores de los DA de radicales, extremistas o incluso terroristas.

Dados tales obstáculos culturales y económicos a los derechos de los animales, tal vez no sorprenda que el movimiento para abolir la explotación animal haya sido ineficaz desde el punto de vista político. Pero creemos que parte del problema reside en el modo en que se ha articulado la propia TDA. Por simplificar, la TDA se ha formulado, hasta la fecha, de un modo muy limitado: por lo general, ha consistido en especificar una lista reducida de derechos negativos; en concreto, el derecho a no ser poseído, asesinado, confinado, torturado o separado de la propia familia. Y estos derechos negativos se consideran aplicables genéricamente a todos los animales que tengan una existencia subjetiva; es decir, a todos los animales que tienen algún nivel de consciencia o sensibilidad.

En cambio, la TDA ha dicho poco sobre qué obligaciones positivas podemos tener para con los animales, como el derecho a respetar su hábitat; la obligación de diseñar nuestros edificios, carreteras y barrios de forma que se tengan en cuenta las necesidades de los animales; la obligación de rescatar a los animales que resulten perjudicados, involuntariamente, por actividades humanas; o la obligación de cuidar a los animales que dependan de nosotros. En relación con esto, la TDA no ha dicho gran cosa acerca de nuestros deberes relacionales; es decir, los que emanan no sólo de las características intrínsecas de los animales (como su consciencia), sino de las relaciones, más específicas tanto geográfica como históricamente, que se han desarrollado entre grupos concretos de humanos y grupos concretos de animales. Por ejemplo, el hecho de que los humanos hayamos criado a propósito animales domesticados para hacerlos dependientes de nosotros genera unas obligaciones morales con respecto a las vacas o los perros diferentes de las que tenemos con respecto a los patos o las ardillas que migran a zonas de asentamiento humano. Y, en estos dos casos, nuestras obligaciones difieren de las que tenemos hacia los animales que viven aislados en la naturaleza, con escaso o nulo contacto con el ser humano. Estas circunstancias históricas y geográficas parecen tener un significado moral en aspectos que no refleja la TDA clásica.

En resumen, la TDA se centra en los derechos negativos universales de los animales y dice poco sobre los deberes relacionales positivos. Es interesante observar en cuánto se diferencia esto de nuestra forma de pensar acerca del contexto humano. Sin lugar a dudas, todos los humanos tenemos determinados derechos negativos básicos invulnerables (p. ej., el derecho a no ser torturados, asesinados ni encarcelados sin un juicio justo). Pero el grueso del razonamiento y la teorización morales tiene que ver no con estos derechos negativos universales, sino, más bien, con las obligaciones positivas y relacionales que tenemos con otros grupos de humanos. ¿Qué les debemos a nuestros vecinos y familiares? ¿Qué les debemos a nuestros conciudadanos? ¿Cuáles son nuestras obligaciones para reparar las injusticias históricas, en nuestro país o fuera de él? Las distintas relaciones generan distintos deberes —de cuidados, hospitalidad, alojamiento, reciprocidad o justicia reparadora— y gran parte de nuestra vida moral es un intento de poner en orden este complejo panorama moral, tratando de determinar qué tipos de obligaciones emanan de qué tipos de relaciones sociales, políticas e históricas. Nuestras relaciones con los animales, probablemente, tienen una suerte similar de complejidad moral, dada la enorme variedad de nuestras relaciones históricas con distintas categorías de animales.

Sin embargo, la TDA presenta un panorama moral notablemente plano, carente de relaciones u obligaciones particularizadas. En cierta medida, es comprensible que la TDA se centre sólo en los derechos negativos a la no interferencia. La invulnerabilidad de estos derechos básicos es la premisa fundamental necesaria para condenar la violencia diaria (y creciente) de la explotación animal. En comparación con la tarea urgente de garantizar los derechos negativos a no ser esclavizado, viviseccionado o desollado vivo, la cuestión de, por ejemplo, rediseñar edificios y carreteras para adaptarlos a los animales o desarrollar modelos de custodia eficaces para los compañeros animales parece, quizás, algo que pueda dejarse para otro día. Y, en cualquier caso, si a los teóricos de los DA les está costando convencer a la población general de que acepte que los animales tienen derechos negativos, es posible que insistir en que también pueden tener derechos positivos dificulte aún más la lucha (Dunayer 2004: 119).

Pero esta tendencia dentro de la TDA a centrarse exclusivamente en los derechos negativos universales no es una mera cuestión de prioridad o estrategia. Por el contrario, refleja un escepticismo muy arraigado acerca de si los seres humanos han de participar en los tipos de relaciones con animales que pueden generar deberes relacionales de cuidados, alojamiento o reciprocidad. Para muchos teóricos de los DA, el proceso histórico por el que los humanos entablaron relaciones con los animales fue inherentemente explotador. La domesticación de los animales entrañó un proceso de captura, esclavización y cría de animales para nuestros fines humanos. La idea misma de la domesticación es, en esencia, una vulneración de los derechos negativos de los animales. Y, en ese caso, sostienen muchos teóricos de los DA, la conclusión no es que tengamos unos deberes especiales respecto de los animales domesticados, sino, más bien, que la categoría misma de animales domesticados debería dejar de existir. Tal y como dice Francione:

No debemos traer a la vida a más animales no humanos domesticados. Me refiero con ello no sólo a los animales que usamos para alimento, experimentos, ropa, etc., sino también a nuestros compañeros no humanos. […] Por supuesto, tenemos que cuidar a los no humanos que ya hemos traído a la vida, pero debemos dejar de hacer que nazcan más. […] No tiene sentido decir que nos hemos comportado de forma inmoral al domesticar animales no humanos, pero que ahora nos comprometemos a dejar que sigan criando. (Francione 2007)

Según esto, el panorama general sería: en la medida en que a lo largo de la historia los humanos hemos entablado relaciones con los animales, éstas han sido relaciones de explotación que deben dejar de existir y sólo han de quedar animales salvajes con los que no tengamos relaciones económicas, sociales ni políticas (o, al menos, ninguna que genere deberes positivos). El objetivo, en resumen, sería hacer que los animales sean independientes de la sociedad humana de modo que se excluya la idea misma de los deberes relacionales positivos. Esto puede verse, por ejemplo, en la formulación de Joan Dunayer:

Los defensores de los derechos de los animales desean leyes que prohíban a los humanos explotar y perjudicar de otro modo a los no humanos. No aspiran a proteger a los no humanos dentro de la sociedad humana; aspiran a proteger a los no humanos frente a la propia sociedad humana. El objetivo es el fin de la «domesticación» de no humanos y otras formas de «participación» forzosa en la sociedad humana. Se debe permitir a los no humanos vivir libres en entornos naturales, formando sus propias sociedades. […] Queremos que sean libres e independientes de los humanos. En algunos aspectos, ello resulta menos amenazador que otorgar derechos a un nuevo grupo de humanos, que entonces compartiría el poder económico, social y político. Los no humanos no compartirían el poder. Estarían protegidos del nuestro. (Dunayer 2004: 117, 119).

En otras palabras, el desarrollo de una teoría de los derechos relacionales positivos sería innecesario, pues, una vez lograda la abolición de la explotación animal, los animales domesticados dejarán de existir y los animales salvajes quedarán libres para llevar sus propias vidas.

Nuestro objetivo es poner en cuestión este panorama y ofrecer un marco alternativo que sea más sensible a las complejidades empíricas y morales de las relaciones entre humanos y animales. Creemos que es un error, en lo teórico y en lo político, equiparar la TDA con los derechos negativos universales al tiempo que se dejan a un lado los deberes relacionales positivos. En primer lugar, la TDA tradicional ignora los tupidos patrones de interacción que vinculan de forma inevitable a humanos y animales. Descansa implícitamente en un panorama en el que los humanos viven en entornos urbanos u otros entornos alterados por el hombre, de los que se da por sentado que están, en gran medida, desprovistos de animales (con la excepción de los injustamente domesticados y capturados), mientras que los animales viven en la naturaleza, en espacios que los humanos pueden y deben desocupar o dejar en paz. Este panorama ignora las realidades de la coexistencia de humanos y animales. Lo cierto es que hay animales salvajes a nuestro alrededor, en nuestras casas y ciudades, rutas aéreas y cursos de agua. Las ciudades humanas rebosan de animales no domesticados: mascotas asilvestradas, especies exóticas huidas, animales salvajes cuyo hábitat ha sido engullido por el desarrollo urbanístico humano, aves migratorias, etc., por no hablar de los, literalmente, miles de millones de animales oportunistas que son atraídos por el desarrollo humano y prosperan en simbiosis con él, como estorninos, zorros, coyotes, gorriones, ánades reales, ardillas, mapaches, tejones, mofetas, marmotas, ciervos, conejos, murciélagos, ratas, ratones y un sinfín más. Estos animales se ven afectados cada vez que cortamos un árbol, desviamos un río, construimos una carretera o urbanización o levantamos una torre.

Formamos parte de una sociedad que compartimos con innumerables animales, que seguiría existiendo incluso aunque elimináramos los casos de «participación forzosa». No es sostenible que la TDA parta de que los humanos pueden habitar un reino distinto del de otros animales, en el que la interacción y, por lo tanto, el posible conflicto pudieran eliminarse casi por completo. La interacción constante es inevitable y esta realidad debe ocupar el centro de una teoría de los derechos de los animales, no barrerse hasta la periferia.

Una vez que reconocemos la cruda realidad ecológica sobre la inevitabilidad de la interacción entre humanos y animales, surgen muchas preguntas normativas difíciles en torno a la naturaleza de estas relaciones y los derechos positivos que originan. En el caso de los humanos, tenemos categorías bien establecidas para pensar en estos objetivos relacionales. Por ejemplo, determinadas relaciones sociales (padre-hijo, profesor-alumno, patrón-empleado) generan deberes de cuidados más fuertes por las dependencias y asimetrías de poder que implican. Las relaciones políticas —como la pertenencia a comunidades políticas autogobernadas— también generan deberes positivos, dados los derechos y responsabilidades propios de la ciudadanía que rigen en las comunidades y territorios acotados. En nuestra opinión, toda teoría plausible de los derechos de los animales tiene la tarea fundamental de identificar categorías análogas para el contexto animal, que ordenen los distintos patrones de relaciones entre humanos y animales y sus deberes positivos asociados.

En el modelo clásico de la TDA, sólo hay una relación aceptable con los animales: tratar éticamente a los animales implica dejarlos en paz, sin interferir en sus derechos negativos a la vida y la libertad. En nuestra opinión, la no intervención es apropiada en algunos casos, en efecto; sobre todo en relación con determinados animales salvajes que viven lejos de los asentamientos y la actividad del ser humano. Pero resulta totalmente inadecuada en muchos otros casos en los que los animales y los humanos están conectados mediante tupidos vínculos de interdependencia y hábitat común. Esta interdependencia está clara en el caso de los animales de compañía y los animales de granja domesticados que llevan milenios criándose para que sean dependientes de los humanos. A lo largo de este proceso de intervención, hemos adquirido deberes positivos hacia ellos (¡y abogar por la extinción de esos animales es una forma extraña de cumplir nuestras obligaciones positivas!). Pero lo mismo ocurre, de un modo más complicado, con los muchos animales que se ven atraídos, sin invitación previa, hacia los asentamientos humanos. Tal vez no queramos a esas barnaclas y marmotas que buscan nuestros pueblos y ciudades, pero, con el tiempo, se convierten en cohabitantes de nuestro espacio común y podemos tener deberes positivos de diseñar ese espacio teniendo en cuenta sus intereses. A lo largo de este libro tratamos muchos casos similares, en los que toda concepción plausible de la ética animal implicará una mezcla de deberes positivos y negativos, adaptados según distintas historias de interacción e interdependencia y aspiraciones a una coexistencia justa.

En nuestra opinión, limitar la TDA a un conjunto de derechos negativos no sólo es insostenible desde un punto de vista intelectual, sino que también es perjudicial desde el punto de vista político, ya que priva a la TDA de una concepción positiva de la interacción entre humanos y animales. Reconocer las obligaciones positivas específicas de cada relación puede hacer que la TDA sea más exigente, pero, en otro sentido, también la convierte en un planteamiento mucho más atractivo. Al fin y al cabo, los humanos no existimos fuera de la naturaleza, desconectados del mundo animal. Al contrario, a lo largo de la historia y en todas las culturas, hay una clara tendencia —tal vez, una necesidad humana— a entablar relaciones y vínculos con animales (y viceversa), aparte de la historia de explotación. Los humanos siempre han tenido compañeros animales, por ejemplo. Y, desde las primeras pinturas de Chauvet y Lascaux, los animales han sido objeto del interés de artistas, científicos y creadores de mitos. Los animales «nos han hecho humanos», en palabras de Paul Shepard (Shepard 1997).

Sin lugar a dudas, este impulso humano por el contacto con el mundo animal —nuestras «relaciones especiales» con los animales como compañeros, iconos y mitos— ha adoptado por lo general una forma destructiva, en la que se ha obligado a los animales a participar en la sociedad humana de acuerdo con nuestros términos, para nuestro beneficio. Pero también es cierto que este impulso por el contacto motiva gran parte del movimiento de defensa de los animales. Las personas que aman a los animales son aliadas clave en este movimiento y la mayoría de ellas no busca cortar todas las relaciones entre humanos y animales (como si eso fuera posible), sino reconstruir esas relaciones de formas que sean respetuosas, compasivas y no explotadoras. Si la TDA insiste en que todas esas relaciones deben abolirse, se arriesga a perder a muchos de sus posibles aliados en la campaña por la justicia animal. También se arriesga a darles armas a las organizaciones anti-TDA, a las que les encanta citar declaraciones «antimascotas» de los defensores de los DA y usar esas declaraciones para sostener que la verdadera intención del movimiento por los derechos de los animales es cortar todas las relaciones entre humanos y animales. Estas críticas, sin excepción, están distorsionadas, pero contienen un ápice de verdad respecto a que la TDA se ha enrocado en una posición en la que la relación entre humanos y animales es inherentemente cuestionable.

Así, la TDA simplifica nuestro panorama moral de forma que no sólo deja de ser poco convincente desde el punto de vista intelectual, sino también poco atractiva: ignora la inevitabilidad y el deseo de mantener relaciones continuadas y moralmente significativas con los animales. Si la TDA pretende ganar tirón político, debemos demostrar que prohibir relaciones de explotación con los animales no implica desligarnos de formas significativas de interacción entre humanos y animales. La tarea, más bien, consiste en demostrar que la TDA, cuando se formula para que incluya deberes tanto positivos como negativos, establece las condiciones en las que esas interacciones pueden ser respetuosas, mutuamente enriquecedoras y no explotadoras.

La versión reducida de la TDA es insostenible, desde el punto de vista político, en otro sentido más. Exacerba sin necesidad el abismo que hay entre activistas por los DA y ecologistas, y convierte así en enemigos a posibles aliados. Sin lugar a dudas, ciertos conflictos entre la TDA y las posturas ecologistas reflejan diferencias morales fundamentales. Por ejemplo, en conflictos genuinos entre la salud del ecosistema y las vidas de animales individuales, la mayoría de ecologistas negará el derecho de los animales a no ser sacrificados por el ser humano en un intento de controlar un ecosistema, mientras que los defensores de los DA consideran que el denominado sacrificio terapéutico es una clara vulneración de los derechos básicos (como ocurriría en el caso de los seres humanos). Se trata de una desavenencia moral real y, de hecho, fundamental al respecto de nuestros deberes morales para con los animales, a la que volveremos en el capítulo 1.

Sin embargo, hay muchos otros supuestos conflictos entre la TDA y los ecologistas que podrían resolverse con una teoría de los DA más amplia que incluyera derechos positivos y relacionales. A los ecologistas les preocupa que una teoría de los derechos de los animales que se limite a un conjunto de derechos individuales básicos sea indiferente a cuestiones de degradación medioambiental o esté demasiado dispuesta a intervenir en el medio ambiente. Por un lado, si nos centramos sólo en los derechos de los animales individuales, tal vez seamos incapaces de criticar incluso la devastación a gran escala de hábitats y ecosistemas. Es posible que la contaminación humana de un ecosistema perjudique la capacidad de supervivencia de una especie, pero que no implique la muerte directa o captura de ningún animal individual. Los defensores de la TDA podrían responder diciendo que «el derecho a la vida» de los animales individuales incluye el derecho a los medios de vida, lo que incluye un entorno seguro y saludable. Pero si el derecho a la vida se interpreta de esta forma amplia, parece autorizar las intervenciones humanas a gran escala en la naturaleza, con el fin de proteger a los animales de los depredadores, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales. Defender el derecho a la vida de los animales individuales podría conllevar que los humanos se hagan con el control de la naturaleza para garantizar que todos los animales individuales tengan una fuente de alimento y refugio sanos y seguros. En resumen, si el concepto de derechos individuales básicos de la TDA se interpreta de forma reducida, no proporciona protección alguna frente a la degradación del medio ambiente, pero, si se interpreta de forma amplia, parece autorizar una intervención humana masiva en la naturaleza.

Como veremos en el capítulo 5, los teóricos de los DA han respondido de diversas maneras a este dilema de «defecto/exceso». Pero creemos que el dilema, en realidad, no puede resolverse con una teoría que se centre sólo en un conjunto limitado de derechos individuales universales. Necesitamos un conjunto más rico y más relacional de conceptos morales que nos guíe a la hora de determinar nuestras obligaciones para con los animales salvajes y sus hábitats. Además de preguntar qué les debemos a los animales individuales como tales, tenemos que preguntar por las relaciones apropiadas entre las comunidades de humanos y de animales salvajes, en las que se entiende que cada una de ellas tiene unas reivindicaciones legítimas de autonomía y territorio. Estos términos justos de interacción entre comunidades, sostenemos, pueden servir de orientación con fundamentos ecológicos sobre cuestiones tanto de hábitats como de intervención que evite el dilema de defecto/exceso.

Más en general, a los ecologistas les preocupa que la TDA esté siendo ingenua, sin más, al respecto de la complejidad de las interacciones e interdependencia de humanos y animales. Ello podría abordarse mediante una TDA ampliada que reconozca que las interacciones de humanos y animales son generalizadas e inevitables y que no podemos huir de esas complejidades con las tentadoras simplicidades de un acercamiento «no intervencionista». En todos estos aspectos, una teoría más relacional de los DA cerraría la brecha que la separa del pensamiento ecologista.

En resumen, creemos que un relato más amplio de la TDA —que integre los derechos negativos universales hacia todos los animales con los derechos positivos específicos que dependen de la naturaleza de la relación entre humanos y animales— proporciona la vía más prometedora para avanzar en este ámbito. Sostenemos que, desde el punto de vista intelectual, resulta más creíble que los planteamientos existentes bienestarista, ecologista o de DA clásico ante la justicia entre humanos y animales y que, desde el punto de vista político, es más viable, al ofrecer los recursos necesarios para generar mayor apoyo público.

La idea de que necesitamos un planteamiento más diferenciado y relacional ante los derechos de los animales no es nueva. Muchos críticos han puesto en cuestión el interés exclusivo de la TDA por los derechos negativos universales. Por ejemplo, Keith Burgess-Jackson señala que los animales no son una «masa indiferenciada» y que, por lo tanto, no es cierto «que cualesquiera responsabilidades que alguien tenga hacia un animal las tiene también hacia todos los animales» (Burgess-Jackson 1998: 159). De un modo similar, Clare Palmer pregunta: «¿Tiene sentido crear reglas universales relativas a nuestras obligaciones morales hacia los animales, dados los distintos tipos de relaciones que mantenemos con ellos?» (Palmer 1995: 7) y exige una ética animal concreta que se centre en el contexto y las relaciones. Encontramos ideas similares en distintos autores que trabajan con las tradiciones de la ética feminista y medioambiental.

En nuestra opinión, no obstante, los relatos relacionales existentes adolecen de varios defectos. En primer lugar, mientras varios autores han pedido una teoría de los derechos de los animales más relacional, pocos han intentado realmente elaborarla. Casi todos se centran en un tipo determinado de relación

—Burgess-Jackson, por ejemplo, se centra en los deberes especiales hacia los animales de compañía—, en lugar de elaborar un relato más sistemático de los distintos tipos de relaciones y contextos pertinentes para los derechos de los animales. En consecuencia, los debates existentes parecen a veces ad hoc o incluso alegatos sesgados, desconectados de principios más generales acerca de la base de las obligaciones.

En segundo lugar, muchos de estos autores sugieren que el planteamiento relacional es una alternativa a la TDA, como si tuviéramos que escoger entre reconocer los derechos negativos universales o los derechos positivos relacionales. Palmer, por ejemplo, dice que su planteamiento relacional «se aparta de la idea clave del utilitarismo o las teorías de los derechos, ya que éstas tienden a la visión de que los preceptos morales son invariables en los entornos urbanos, rurales, marinos y naturales» (Palmer 2003a: 64). Pero, en nuestra opinión, no hay necesidad de considerar —ni está justificado hacerlo— que estos planteamientos son opuestos en lugar de complementarios. Hay determinados preceptos morales «invariables» —ciertos derechos negativos universales que se les deben a todos los seres con una experiencia subjetiva del mundo— y también hay preceptos morales variables que se basan en la naturaleza de nuestras relaciones.

En tercer lugar, creemos que estos relatos alternativos tienden a partir de una base incorrecta, o demasiado reducida para categorizar las relaciones entre humanos y animales. Suelen distinguir entre diferentes categorías de animales sobre la base de sentimientos subjetivos de vinculación afectiva (por ejemplo, la teoría «biosocial» que se desarrolla en Callicott, 1992), circunstancias naturales de interdependencia ecológica (Plumwood, 2004) o relaciones causales que generen perjuicio o dependencia (Palmer, 2010). En nuestra opinión —y éste es el punto crucial de nuestro proyecto—, tenemos que comprender estas relaciones en unos términos más explícitamente políticos. Los animales mantienen relaciones variables con las instituciones políticas y las prácticas de soberanía del Estado, territorio, colonización, migración y pertenencia, y determinar nuestras obligaciones positivas y relacionales para con los animales es, en gran medida, una cuestión de sopesar bien la naturaleza de estas relaciones. De esta forma, esperamos transformar el debate sobre los animales: de una cuestión de ética aplicada a una cuestión de teoría política. Esperamos ofrecer un relato de los derechos de los animales que aspire a combinar derechos negativos universales y derechos positivos relacionales y que lo haga situando a los animales en un marco más explícitamente político. Es todo un reto. Como veremos, hay muchas dificultades para construir un relato tan amplio de la TDA y para integrar derechos negativos universales con deberes positivos relacionales y más diferenciados. No afirmamos, ni mucho menos, que hayamos resuelto todas estas cuestiones. Pero, si bien la tarea es difícil, podemos aprender de los recientes avances en los campos relacionados de la filosofía política, que llevan mucho tiempo tratando de resolver los retos de combinar los derechos universales individuales con la sensibilidad ante las variaciones del contexto y las relaciones. Nos centraremos, en concreto, en la idea de la ciudadanía, que ha demostrado ser un concepto fundamental a este respecto. Según las teorías actuales sobre ciudadanía, los seres humanos no son sólo personas a quienes se deban derechos humanos universales en virtud de su cualidad de persona; también son ciudadanos de sociedades distintas y autogobernadas situadas en territorios determinados. Es decir, los seres humanos se han organizado en Estados-nación, cada uno de los cuales forma una «comunidad ética» cuyos conciudadanos tienen responsabilidades especiales entre sí en virtud de su corresponsabilidad para gobernarse a sí mismos y el Estado que comparten. La ciudadanía, en pocas palabras, genera derechos y responsabilidades específicos, más allá de los derechos humanos universales que se les deben a todas las personas, incluidas las forasteras.

Si aceptamos esta premisa, llegamos rápidamente a un relato de nuestras obligaciones complejo y muy diferenciado por grupos. Evidentemente, existirá una distinción entre conciudadanos y forasteros. Pero también habrá grupos que queden entre las dos categorías básicas: los trabajadores migrantes o refugiados, por ejemplo, suelen tener la condición de «cuasi-ciudadanos» y no la de «ciudadanos». Residen en el territorio del Estado y están sometidos a su gobierno, pero no son ciudadanos. Es inevitable que la realidad de la movilidad humana genere situaciones en las que haya personas que no sean totalmente nacionales ni totalmente extranjeras en una comunidad autogobernada. También habrá casos en los que se cuestionen los límites geográficos de tales comunidades autogobernadas: los pueblos indígenas, por ejemplo, pueden reclamar el derecho al autogobierno colectivo de su territorio tradicional y, de ahí, a su propia ciudadanía, incluso estando insertos en comunidades políticas más grandes. O también puede haber casos de territorios en disputa sujetos a distintas formas de soberanía compartida donde, en consecuencia, existan regímenes de ciudadanía solapados (como en Irlanda del Norte o, tal vez, en un futuro asentamiento con respecto a Jerusalén). Las circunstancias de la historia humana crean, inevitablemente, disputas en cuanto a los límites y territorios de las comunidades autogobernadas.

Así pues, tenemos numerosas formas de ciudadanía, solapadas, cualificadas y sometidas a mediación, todas las cuales emanan de la circunstancia, más básica, de que la sociedad humana se organiza en comunidades distintas, acotadas territorialmente y autogobernadas. Esta circunstancia nos obliga a tomarnos en serio el significado moral de nuestra pertenencia a comunidades políticas concretas y a abordar una amplia variedad de cuestiones sobre la pertenencia, la movilidad, la soberanía y el territorio. Y así, en la actualidad, el liberalismo contiene no sólo una teoría de los derechos humanos universales, sino también una teoría de la ciudadanía acotada, que, a su vez, se apoya en conceptos de nacionalidad y patriotismo, de soberanía y autodeterminación, de solidaridad y civismo, de derechos lingüísticos y culturales, así como en los derechos de extranjeros, inmigrantes, refugiados, pueblos indígenas, mujeres, personas con discapacidad y niños. Muchas de estas teorías generan deberes positivos diferenciados según el grupo, de acuerdo con el estatus de pertenencia de las personas, así como sus capacidades individuales y la naturaleza de las relaciones involucradas. Lo que hace que todas estas teorías sean liberales, sin embargo, es que aspiran a demostrar que estas medidas más «colectivas» o «comunitarias» son compatibles con el ejercicio de los derechos individuales universales básicos y, de hecho, a menudo lo mejoran. El liberalismo, hoy en día, implica una compleja integración de los derechos humanos universales y unos derechos a la pertenencia política y cultural más relacionales, acotados y diferenciados según el grupo.

En nuestra opinión, la evolución de la teoría de la ciudadanía ofrece un modelo útil para reflexionar sobre cómo combinar la TDA tradicional con un relato positivo y relacional de las obligaciones. Como mínimo, demuestra la posibilidad intelectual de reconciliar preceptos morales invariables con deberes relacionales. Pero nosotros pretendemos ir más allá y sostenemos que la teoría de la ciudadanía ofrece un marco útil para esta reconciliación también en el caso de los animales. Muchos de los mismos procesos políticos que generan la necesidad de una teoría de la ciudadanía humana con diferenciación según el grupo se pue den aplicar a los animales y, en consecuencia, también algunas de las mismas categorías. Ciertos animales han de considerarse integrantes de comunidades soberanas independientes en sus propios territorios (animales que viven en la naturaleza, vulnerables a la invasión y colonización humanas); ciertos animales son similares a migrantes o cuasi-ciudadanos que eligen desplazarse a zonas habitadas por humanos (animales oportunistas liminales); y ciertos animales deben considerarse ciudadanos plenos de la forma de gobierno de que se trate, dado que se han criado a lo largo de generaciones para la interdependencia con los humanos (animales domesticados). Todas estas relaciones (y otras que trataremos) tienen sus propias complejidades morales, que pueden esclarecerse mediante las nociones de soberanía, cuasi-ciudadanía, migración, territorio, pertenencia y ciudadanía.

Vamos a analizar cómo pueden adaptarse estas categorías y conceptos desde el contexto humano hasta el animal. La soberanía de las comunidades animales no es igual que la soberanía de las comunidades políticas humanas, ni su colonización es igual que la colonización de los pueblos indígenas; la cuasi-ciudadanía de los animales migrantes u oportunistas que viven en contextos urbanos no es igual que la cuasi-ciudadanía de los trabajadores migrantes o los inmigrantes ilegales; los ciudadanos animales domesticados son distintos, en aspectos clave, de otros ciudadanos que tal vez no puedan ejercer sus derechos de ciudadanía sin ayuda, como es el caso de los niños y las personas con discapacidades intelectuales. Pero sostenemos que estas nociones son auténticamente esclarecedoras y señalan factores moralmente destacados que suelen pasarse por alto en la literatura existente. (De hecho, creemos que aplicar estas nociones al caso animal ayuda a agudizar también nuestra reflexión sobre la ciudadanía en el caso humano).

En resumen, sostenemos que una TDA ampliada, basada en la ciudadanía, ayuda a integrar los derechos negativos universales con los deberes positivos relacionales y de un modo que demuestra las poderosas intuiciones que sostienen las inquietudes ecologistas, al tiempo que conserva los compromisos fundamentales con los derechos invulnerables necesarios para abordar el arraigado sistema de explotación animal. Creemos que este planteamiento no sólo es intelectualmente convincente, sino que también ayuda a superar el punto muerto político que ha motivado el atasco del movimiento por la defensa de los animales.

Empezamos, en el capítulo 1, con nuestra defensa de la idea de que los animales poseen derechos invulnerables en virtud de su condición de individuos sintientes con una experiencia subjetiva de su mundo. Como acabamos de señalar, nuestro objetivo consiste en complementar el compromiso de la TDA tradicional con los derechos básicos universales, no sustituirlo, y, así, comenzamos por aclarar y defender este compromiso.

En el capítulo 2, distinguimos entre la lógica de los derechos básicos universales y la lógica de los derechos de ciudadanía, estudiamos las funciones distintivas que cumple la ciudadanía dentro de la teoría política y demostramos por qué esta lógica de la ciudadanía es convincente y aplicable tanto en el caso de los humanos como en el de los animales. Mucha gente ha sostenido que algunos de los valores fundamentales de la ciudadanía —como la reciprocidad o la participación política— no pueden aplicarse, en principio, a los animales. Demostramos que estas objeciones se basan en un concepto demasiado limitado de la práctica de la ciudadanía, incluso en relación con los humanos, así como en un concepto demasiado limitado de las capacidades de los animales. Una vez que reflexionemos sobre cómo se ejerce la ciudadanía en todo el abanico de la diversidad humana, podemos empezar a comprender que los animales también pueden incluirse en el ejercicio de la ciudadanía.

En los capítulos del 3 al 6, aplicamos esta lógica de la ciudadanía a distintas relaciones entre humanos y animales, partiendo del caso de los animales domesticados. En el capítulo 3, analizamos las limitaciones de los planteamientos existentes de la TDA acerca de los animales domesticados y su incapacidad para reconocer las obligaciones morales que surgen de la domesticación de animales y su incorporación a nuestras sociedades. En el capítulo 4, defendemos la afirmación de que la forma apropiada de reconocer esta incorporación es a través de la ciudadanía y demostramos que las circunstancias de la domesticación hacen que la conciudadanía sea tan necesaria en lo moral como viable en lo práctico. En el capítulo 5, estudiamos el caso de los animales que viven en la naturaleza. Sostenemos que deben considerarse ciudadanos de sus propias comunidades soberanas y que nuestras obligaciones para con ellos son las de la justicia internacional, incluido el respeto por su territorio y autonomía. En el capítulo 6, volvemos a los animales liminales no domesticados que viven entre nosotros y mantenemos que el estatus apropiado para ellos es la cuasi-ciudadanía, que reconoce que son corresidentes de nuestros espacios urbanos, pero que no pueden o no quieren incluirse en nuestro sistema cooperativo de ciudadanía.

Concluimos, en el capítulo 7, con una vuelta a algunas de las cuestiones más estratégicas y motivadoras expuestas en este capítulo. Nuestro interés principal en los capítulos del 1 al 6 reside en los argumentos normativos en favor de un planteamiento sobre la ciudadanía, pero, como ya hemos apuntado, creemos que tal planteamiento tiene el potencial de aumentar el apoyo público y las alianzas políticas para el movimiento de defensa de los animales. En el capítulo 7, tratamos de cumplir esa promesa analizando cómo un planteamiento basado en la ciudadanía explica los avances más alentadores en las relaciones entre humanos y animales. Los individuos y las sociedades están ya experimentando a pequeña escala con nuevas formas de relacionarse con animales domesticados, salvajes y liminales que, creemos, ejemplifican los impulsos de un planteamiento basado en la ciudadanía. Lejos de ser utópico, creemos que este planteamiento puede considerarse un caso de teoría que encaja con la práctica, sustentada en la reflexión de ecologistas, animalistas y amantes de los animales de distinta índole.

  • El caballo de Nietzsche ofrece la prepublicación del capítulo introductorio a Zoópolis, una revolución animalista, que publica Errata Naturae y estará en librerías el próximo lunes 29
  • El término 'zóopolis' fue acuñado en 1998 por Jennifer Wolch (decana de la Universidad de Diseño Ambiental en la Universidad de Berkeley, California) para describir una ética medioambiental urbana que abarca una visión integral de la comunidad animal, humana y no humana

El movimiento de defensa de los animales se halla en un punto muerto. Las estrategias y argumentos ya conocidos para expresar los problemas y movilizar a la opinión pública acerca del bienestar de los animales, elaborados a lo largo de los últimos ciento ochenta años, han tenido un cierto éxito con respecto a algunas cuestiones. Pero los límites inherentes a estas estrategias han ido quedando cada vez más claros, lo que nos impide abordar o incluso detectar algunos de los problemas éticos más graves en nuestras relaciones con los animales. El objetivo que nos planteamos en este libro es el de ofrecer un nuevo marco, en el que «la cuestión animal» se aborde como asunto principal en cuanto al modo en que teorizamos sobre la naturaleza de nuestra comunidad política y sus conceptos de ciudadanía, justicia y derechos humanos. Este nuevo marco, creemos, abre posibilidades nuevas, conceptual y políticamente, para superar los actuales obstáculos hacia un cambio progresivo.