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Ruedas de molino

A veces es difícil explicar el porqué de las cosas que suceden en el mundo de la montaña, y no seré yo el desventurado que lo intente. Pero nunca dejará de sorprenderme encontrar a (tanta) gente que pretende que todo el resto de la comunidad montañera (colegas, periodistas, aficionados, etc...) se trague a modo de comunión unas ruedas de molino de enorme tamaño. Hace ya mucho tiempo que se discute si los alpinistas mienten, manipulan o deforman la realidad, pero esta es una discusión innecesaria y estéril, puesto que los alpinistas sólo somos personas, con nuestras glorias pero también nuestras miserias a cuestas. No hace falta viajar lejos para encontrar ejemplos de lo que digo. El pasado julio, esta revista publicaba como un sherpa nepalí, Pemba Dorjee, batía el record de velocidad en la normal del Everest, en poder de Lhakpa Gyelu, con un tiempo de casi 11 horas. El chaval dice que rebajó esta marca en casi tres horas, pero sin pruebas. No hay terreno material para rebajar ese ya estratosférico tiempo en casi otras tres horas. Pero aún así, la supuesta hazaña ha encontrado su hueco en periódicos y revistas occidentales, y asimismo entre el aficionado ávido de noticias espectaculares.

En otro estilo, por supuesto, tampoco se queda manco un conocido director de documentales de un canal de televisión nacional, quién es además buen amigo mío: Sebastián Álvaro. En primer lugar manda a sus huestes fijar 600 metros de cuerda en la zona de cumbre del K2. Nada que objetar, yo mismo me agarré a esas cuerdas un par de días después, así que merci. Pero te da por pensar en Lacedelli, en Messner y Dacher, en Roskelley, en Chamoux, Abrego y Casimiro, Rutkiewitz, Balyberdin, Viesturs, Boukreev, Carsolio, Maudit... todos con una cosa en común: cada uno, en su tiempo, eran la élite, y todos ellos subieron (y bajaron) por el famoso cuello de botella sin cuerdas fijas. Y resulta que hoy en día la elite necesita esas cuerdas en el mismo sitio, nada menos que 600 metros de seguridades y garantías. Nunca ha resultado un mérito fijar cuerdas en ningún tipo de alpinismo; son solamente algunas de las “trampas” que utilizamos en nuestra relación con la montaña, para ponernos las cosas más fáciles. Así, y que nadie se me enfade, creo que está de más el intentar colgarse medallas por algo como eso. En segundo lugar, también sobra la pretendida magnanimidad de “no cortarlas a la bajada”, como se ha publicado. Que suerte tenemos, habrá pues que dar las gracias de nuevo.

Los ejemplos son legión. No se escapan ni escaladores deportivos de fuerza “sobrehumana” ni himalayistas de “prestigio”. De entre los que afirman haber escalado los catorce ochomiles conozco a uno que asegura que subió al Lhotse (¡dos veces!), mientras el sherpa que iba con el lo niega mientras se descojona. Otro dice que se encaramó al Annapurna, pero le vieron darse la vuelta a más de 400 metros de la cima. Otro se apuntó orgulloso el Makalu, pero sus huellas sólo llegaban a la antecima. Mientras historiadores y periodistas ocultan esto y otras cosas por intereses comerciales o patrióticos, yo lo cuento, y así voy haciendo amigos. (Las inflamadas cartas de protesta, con membrete y DNI, y de una en una, por favor).

Columna publicada en el número 8 de Campobase (Octubre 2004).