Estadio de atletismo ‘Juan Ruano’

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Hace algo más de sesenta años, yo era un joven atleta del Colegio San Ildefonso, en el que daba clases de Educación Física un elegante profesor, con un chandal rojo, moderno para entonces, que se llamaba Juan Ruano (1923). Se concentraba en los cursos de bachillerato y un buen día nos puso a todos los de mi clase a hacer un salto de longitud. Nos fue separando en dos grupos y me tocó el minoritario. Ante mi preocupación de estar entre los malos, le consulté y me explicó que se trataba de ver con qué pierna se batía al dar el salto, por lo que vine a saber que yo era zurdo, por botar precisamente con la derecha.

No tardó en llamarme para que me pusiera a saltar altura, y poco después para hacerlo con una vieja pértiga de bambú. Empecé a destacar en ambos saltos y a ganar alguna competición escolar, hasta que me convocó para decirme que tenía que abandonar el estilo habitual del “rodillo interior” en el salto de altura y adoptar el nuevo del “rodillo ventral”, que duró hasta que en los Juegos Olímpicos de Méjico de 1968 Dick Fosbury lo cambiara todo e impusiera su nuevo estilo, ya único en todo el mundo. En aquel inolvidable entrenamiento mejoré veinte centímetros y ese entusiasta entrenador me pareció un “gurú” del atletismo.

Con el tiempo, gané los escolares en ambos saltos en el antiguo campo de La Manzanilla y bajo su magisterio logré los récords juveniles de Canarias de aquellos saltos en el estadio Martín Freire de Las Palmas de Gran Canaria. En nuestras buenas charlas, en las que Ruano me hablaba de sus ya conocidas pinturas, hoy reputados cuadros de marinas y otros temas, se interesaba ya en mis progresos con el dibujo, pues ya yo apuntaba a la carrera de arquitectura. Desde entonces, no paraba de hablar de su lucha por conseguir un estadio de atletismo para Santa Cruz y de sus gestiones con las autoridades locales. Pero las ayudas de entonces eran inexistentes.

Comprobé también que Juan Ruano arrastraba la frustración de haber sido reiterado campeón de España de 100 metros lisos, con mínimas para las Olimpiadas de Londres y Helsinki, a las que no pudo asistir por falta de ayudas estatales, o federativas. Era de todos conocido que se costeaba los desplazamientos a las competiciones en la Península con la venta de sus cuadros. Era, sin lugar a dudas, el paradigma del amateurismo.

Lo pude comprobar a nada que pasé a entrenar con el inolvidable Club Aguere, que llevaba el padrazo atlético, Miguel Feria, en aquella cuarteada pista de La Manzanilla.

No existían subvenciones,

ni técnicos que entrenaran,

las pistas se nos quebraban,

sólo había corazones.

Pasaron los años y me fui a estudiar arquitectura a Barcelona, donde también estuve saltando como externo en la Residencia Blume, a la que tuve que renunciar con mucha pena porque mi responsabilidad de estudiante aplicado hacía imposible su compatibilidad con la actividad de competición, mucho más exigente que cuando me iniciaba en esta isla.

Ya en pleno ejercicio profesional, volví a ver a mi admirado Juan Ruano y me seguía contando de la enorme dificultad de conseguir una pista -ni siquiera estadio- para Santa Cruz.

Al poco tiempo tuve la fortuna de entrar como miembro de la primera corporación democrática del Cabildo de Tenerife (1979-83) y pasé a convertirme en el primer Consejero Insular de Deportes. Desde aquella posición y tras luchar y mendigar ante el Consejo Superior de Deportes, se logró la subvención para instalar la primera pista de “tartán” en el estadio de La Manzanilla. Juan Ruano, tiempo después, se congratuló con aquel logro, pero me decía que Santa Cruz seguía sin un estadio de atletismo.

Todos los que por aquellas pistas nos conocimos fuimos envejeciendo y ya faltan muchos. Pero en 1993 hubo un homenaje a dos geniales atletas, Miguel Feria y José María Mendoza, y a ellos dediqué un corto poemario, en el que otra cuarteta decía:

Porque un atleta lo es,

desde que aprende a sufrir,

y lo lleva en su vivir,

aunque llegue su vejez.

Mi corolario personal es que el atletismo me imprimió carácter, como a tantos otros que lo han practicado con entrega, y me ha servido para mantener una férrea disciplina en la vida, y sobre todo y en los últimos años, ante un contratiempo irreversible que va mermando mi movilidad, a la que contrapongo mis esfuerzos periódicos de ejercicio. ¡Qué bueno haber sido atleta!

Ya fuera del Cabildo vine a conocer el buen proyecto para el estadio de Tíncer y su posterior ejecución, que fue bautizado como CIAT, o Centro Insular de Atletismo de Tenerife.

Hace escasos meses, un grupo de atletas veteranos, entrenadores nacionales, empezaron un movimiento, al que no tardé en sumarme, para conseguir que ese estadio llevara el nombre de Juan Ruano Rojas. Me pusieron al frente, no por méritos deportivos sino por edad, y empecé a remar con todos ellos y con la Asociación de Periodistas de Tenerife, así como con la Federación de Atletismo de Tenerife y la Canaria, hasta que confeccionamos una documentada solicitud, con una biografía de Juan Ruano, y la presentamos en el Cabildo y en el Ayuntamiento de Santa Cruz.

En estos días ya están en marcha los trámites ante Cabildo y Ayuntamiento de Santa Cruz para la concesión del nombre de ese extraordinario atleta a ese estadio de Tíncer. Ese gran hombre, paradigma, como he dicho, del amateurismo, jamás cobró peseta alguna por ir a competir donde se le invitara, algo que ya muchos modernos no comparten por aceptar la mercantilización del atletismo.

Me considero enormemente satisfecho de haber luchado por un deportista ejemplar, que nos dejó en 2004 sin haber conocido el fruto de sus esfuerzos.

Va aquí mi homenaje personal a Juan Ruano, al que seguro se suman otros muchos atletas, actuales y veteranos.

(*) Arquitecto