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Adiós

Francisco Pomares

No hay nada como morirse para que a uno le salgan defensores. Le pasó a Adolfo Suárez y le pasará ahora a José Rodríguez, al que en pocos días comenzaremos a presentar casi unánimemente (al tiempo) como uno de los personajes más contradictorios e inexplicables de la historia tinerfeña reciente. Vale, sin duda fue un tipo singular, anacrónico y excentrico hasta en su propio porte. Pero no sólo fue eso: fue primero un hombre gris, autodidacta, sin gran proyección ni presencia pública, constante en sus decisiones y decidido a hacerse con la herencia económica e intelectual de su tío Leoncio. Y fue un periodista llegado a la profesión ya muy cerca de la ancianidad, un caso inédito en la historia del periodismo español, encumbrado por los poderes públicos de la isla desde la inexistencia hasta el absoluto estrellato, al reconocimiento generalizado, al agasajo permanente... para caer luego de nuevo desde esas alturas hasta el foso del desdén oficial.

Porque las dos vidas del editor José Rodríguez –antes y después de creerse que podía construir una Canarias hecha a su imagen- fueron, sobre todo, producto de una concreta sociedad –la tinerfeña- que levantó en torno a sus excentricidades y caprichos una absurda y servil omertá. A fin de cuentas, el poder de José Rodríguez no fue fruto de una casualidad, sino de una entrega: fueron los políticos de Tenerife quienes le hicieron creer que era el hombre más importante de la isla, el portador de las esencias tinerfeñas, el defensor de la patria chica, y –ya al final- el creador de la Patria grande.

No voy a hablarles ahora bien de José Rodríguez: he censurado en los papeles su dirección al frente de El Día, y me he peleado con él en los tribunales, en los que –como a tantos otros periodistas críticos con su forma de actuar- intentó empurarme sin gran éxito. Creo que destruyó el legado de su periódico, pero creo que ese proceso no se produjo de forma instantánea, y que él no fue el unico ni quizá el principal responsable del derribo. Alguno de los que ahora se romperán el pecho diciendo que no tenían nada que ver con sus afanes y obsesiones -los mismos que han escrito sus editoriales estos últimos días de calvario clínico de su jefe-, y algunos de los que le hicieron la rosca de manera entregada –hay una enorme lista de políticos en activo en ese catálogo- harán ahora lo posible por devolver a José Rodríguez a la inexistencia. Y probablemente lo logren: la muerte le devolverá al territorio de los próximos y será recordado en su versión íntima de hidalgo cortés y abuelo afectuoso que leía a Isabel Allende y por las noches soñaba en francés.

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