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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

¿Alguien ha llamado a la abuela?

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Me dejé caer en la cosa esta que ni es sofá ni es nada porque a quién se le ocurre forrar una cosa cómoda con tela de raso blanco. No te puedes ni sentar a gusto. Una no se queda tranquila porque eso hasta con un fisco saliva se le queda la marca. La gente joven no se entera de estas cosas. Se creen que con la modernidad inventan el mundo pero como me lo regaló mi hija pues yo tampoco dije nada. Así que aquí me quedé descansando un ratito, mientras todos me miraban porque claro está que yo no quería pero una tiene ya las rodillas que no las aguanta. 

Tengo en total cuatro hijas y siete nietos. Solo el último es un muchacho y casi no lo cuenta. Salió desnutridito perdido pero ya ahora ocupa mucho espacio. Fuerte muchacho pa’ comer. Ya todos tienen su vida hecha. Son grandes, con sus trabajos, con sus estudios y sus cosas. A mí ya ni me llaman ni nada y eso me da una rabia que me pone la bilis en el entrecejo. Aunque sea que me llamen un fisquito y que hagan como que me escuchan porque estoy más sola que la una. Eso les digo yo siempre pero ellos siguen a lo suyo y todas las tardes me siento cerquita del teléfono para llegar a tiempo a cogerlo si es que llaman pero ninguno lo hace. Solo llaman esos del chaleco rojo, de vez en cuando, pa’ saber si me he caído. Una llega a una edad en la que solo se espera de ella que te caigas y te partas la cadera. Total, que mis nietos no me llaman nunca. Ni los domingos. 

A toditos ellos les crié yo. A las hijas y a los nietos. La primera de todas, Anita, es verdad que ella me cuidaba también a mí. Fuerte muchacha buena. Sobre todo desde aquel día en el que ella era todavía una chiquilla y Andrés me metió un rebencazo que casi me mata. La niña llegó del colegio y me encontró en el baño con la nariz reventada, enchumbada en sangre y sin conocimiento mientras Candelaria, la más chica, lloraba y lloraba desde su cunita pero yo eso solo lo sé porque Anita me lo contó años después. 

Yo desperté ya en el centro médico con un dolor terrible en el corazón. Ni nariz ni nada. El corazón era lo que dolía. Fuerte dolor malo ese. Y más me dolía cuanto más escuchaba a Anita llorar desde el borde de la cama. Y yo sin poder abrir los ojos y sin poder decir nada. Así estuve días, haciéndome la dormida, mientras Anita lloraba y lloraba y preguntaba a los médicos y me cogía la mano esperando a que se las agarrara con fuerza pero yo no hacía nada. Yo no quería hacer nada. Yo estaba llena de vergüenza. Nunca imaginé que mi hija tendría que ver eso. Aunque el sinvergüenza era su padre, reconozco que me sentía avergonzada de que mi hija hubiera tenido que recogerme del suelo ensangrentada. 

Andrés se marchó y nadie le buscó. Nunca jamás supimos nada. Ni denunciamos aunque tuve que pelear mucho con Anita para que no contara nada. Siempre fue un secreto. Las otras preguntaban que a dónde había ido papi y les dijimos que había encontrado un trabajo en Venezuela, que volvería pronto. 

Total que salimos pa’ lante como pudimos. Yo ni trabajaba ni había estudiado ni nada pero se me daba bien la gente y cuando se te da bien la gente, siempre una tiene algo para comer. Mi casa siempre estuvo llena. Nunca nos hizo falta a nadie más. Así que ahora, que ya todos se han ido, me enfado ¡Claro que me enfado! Pues tanto que les di y ni un ratito para mí tienen. Me hago la ofendida cuando vienen a verme los fines de semana aunque me gusta que estén ahí. Y cuando veo que me quieren tanto, los lunes vuelvo esperanzada a sentarme al ladito del teléfono, por si a alguno le remuerde la conciencia y me llama. Y ninguno, de todos ellos, lo hace.

Aunque el otro día al fin sonó. Más contenta que unas pascuas, me puse. Recuerdo que justo me acababa de sentar en el taburete verde de al lado del teléfono. Pensé que era Marquitos, el más chico, no sé por qué tenía la matraquilla de que me iba a llamar pero no era. Cuando cogí el teléfono solo escuché una voz rasgada. Dijo que abriera la puerta, que estaba ahí fuera. Y no abrí porque a pesar de que habían pasado veinticinco años, reconocí su voz. Y no hizo falta que le abriera. Andrés la tumbó. 

Y ya no sé nada más. Solo sé que estoy en esta especie de cama extraña, de forma ovalada y forro de raso blanco y todos me miran y lloran como si estuviera enferma. No sé qué ha pasado. Están todos. Marquitos, también. Jodido, pensé que eras tú el que me llamaba. Maldito teléfono. Quiero decirles que me levanten de aquí, que me duelen los tobillos pero lo cierto es que no me duele nada. Siento que no puedo hacer nada. Como cuando Anita lloraba en el borde de aquella cama. Como si no tuviera voz. Como si no pudiera agarrar nada con fuerza. Y entonces me doy cuenta. Me doy cuenta de todo cuando me fijo bien en que todos van de negro. Y entiendo la rareza de la cama y entiendo que ya no me duela nada. Lo entiendo todo. Me voy. Bueno, me fui. 

*Relato ficticio para la conciencia sobre la importancia de denunciar la violencia machista. Teléfono de atención a las víctimas de malos tratos por violencia de género: 016. No deja registro de llamada. 

Me dejé caer en la cosa esta que ni es sofá ni es nada porque a quién se le ocurre forrar una cosa cómoda con tela de raso blanco. No te puedes ni sentar a gusto. Una no se queda tranquila porque eso hasta con un fisco saliva se le queda la marca. La gente joven no se entera de estas cosas. Se creen que con la modernidad inventan el mundo pero como me lo regaló mi hija pues yo tampoco dije nada. Así que aquí me quedé descansando un ratito, mientras todos me miraban porque claro está que yo no quería pero una tiene ya las rodillas que no las aguanta. 

Tengo en total cuatro hijas y siete nietos. Solo el último es un muchacho y casi no lo cuenta. Salió desnutridito perdido pero ya ahora ocupa mucho espacio. Fuerte muchacho pa’ comer. Ya todos tienen su vida hecha. Son grandes, con sus trabajos, con sus estudios y sus cosas. A mí ya ni me llaman ni nada y eso me da una rabia que me pone la bilis en el entrecejo. Aunque sea que me llamen un fisquito y que hagan como que me escuchan porque estoy más sola que la una. Eso les digo yo siempre pero ellos siguen a lo suyo y todas las tardes me siento cerquita del teléfono para llegar a tiempo a cogerlo si es que llaman pero ninguno lo hace. Solo llaman esos del chaleco rojo, de vez en cuando, pa’ saber si me he caído. Una llega a una edad en la que solo se espera de ella que te caigas y te partas la cadera. Total, que mis nietos no me llaman nunca. Ni los domingos.