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Los árboles mueren de pie

“…de los males del cuerpo ya hay muchos que se ocupan. Pero ¿quién ha pensado en los que se mueren sin un recuerdo hermoso? ¿En los que no se han sentido nunca enternecidos por un ramalazo de misterio y de fe?”

Las obras de Alejandro Casona y las de Jardiel Poncela son medicina para el alma, son magia hecha de palabras, misterio, poesía, ternura y no sé cuánto más.

En la obra de Casona que refiero en el título de esta columna, el doctor Ariel crea una especie de “beneficiencia pública para el alma”. A diferencia del cristianismo, de las ONG o de cualquier arranque filantrópico o caritativo, los protagonistas de esta obra de teatro prestan sus servicios a través de la poesía.

No de la poesía asonante, consonante o de esa que no rima y que llaman de verso libre. No a través de la poesía de homilía y laconismo. No hay que declinar, impostar, trasnochar ni llevar sombrero. No es arretrancada, sublime, profunda, ni elevada a las mil potencias, ni intensa hasta vomitar.

Es “una cosa viva que se abraza a las entrañas y te hace temblar las rodillas”, es como una casa en el mar “con una terraza de algas y un palomar de delfines”, es un “asilo para huérfanos del sentido común”.

Un asilo para huérfanos del sentido común. Voy a tatuármelo en la frente, a repetirlo como un mantra y fundar una religión, una república, un futuro incierto.

Artículo 1. Esta Constitución se funda en la fantasía y el disparate. Bienvenidos todos aquellos que se viven pudriendo en la gris realidad.

En el mundo real se prohíben libros y se ataca la fantasía. Se atrincheran las personas por ideas, se separan millones de kilómetros en la voz de una palabra, crean discursos infinitos (aunque no sepan qué decir), y dramatizan por deporte de élites de competición.

La libertad de expresión vive presa de lo correcto, los miedos de comunicación, como este desde el que les hablo, se hunden en un mar de palabras que mil veces no dicen nada, tanto lo mismo todo el rato y sin apego, un aluvión de ideologías que son purito cascarón. Hay que hurgar bien en la infoxicación de la ignorancia, cavar un hoyo en los discursos hasta encontrarse lo real. Como un topillo haciendo una red de agujeritos para no perderse.

“Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie. Como un árbol”

María José ya no podía estar de pie. Sus raíces no sostenían su peso, la insoportable levedad que la aplastaba, ya sus ramas no filtraban toda su luz.

Los funcionarios del alma de Casona evitaban cientos de suicidios sólo por medio de un abrazo, una palabra con la fuerza de “mañana”, con el canto de un ruiseñor, “con la verdad siempre en la boca como la brasa de un cigarro”.

El doctor Luis Montes fue también un médico del alma. Durante años, contra viento y gobiernos, trató de suavizar el sufrimiento de los enfermos terminales. Gracias a él y todo el equipo médico del hospital Severo Ochoa de Leganés, la sedación paliativa terminal es hoy un hecho inapelable. Desde el banquillo de la derecha y la religión habrá aún reticencias, pero son vaho ya, son sólo un murmullo que no interviene en el dolor, por mucha suerte y tras mucho esfuerzo. Mal que le pese al señor Lamela .

Las leyes caminan despacio, a gritos y trifulcas, como siempre ha sido, como ha de ser. La gente camina a otro lado, a otro ritmo, con su propio lenguaje, intentando vivir bien y morir mejor. Como María José.

“…de los males del cuerpo ya hay muchos que se ocupan. Pero ¿quién ha pensado en los que se mueren sin un recuerdo hermoso? ¿En los que no se han sentido nunca enternecidos por un ramalazo de misterio y de fe?”

Las obras de Alejandro Casona y las de Jardiel Poncela son medicina para el alma, son magia hecha de palabras, misterio, poesía, ternura y no sé cuánto más.