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Atardecer en Guayedra

Txema Santana

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Poco más bello, intangible y valioso que un atardecer en Guayedra. Allí, sintiendo pasar cada segundo, con la sonrisa detenida, el cuerpo vivo, la sal corpórea y el sol perdiéndose en el Oeste, pintando de colores irrepetibles cada centímetro de mar. Cada uno tiene su Guayedra.

Está a veinte minutos de esta casa de puerta cerrada. Y hace cinco años que no voy. O más. Casi no recuerdo la última vez. Desde que estoy encerrado, sin embargo, no paro de pensar en ese atardecer. En las ganas de beberme ese momento, de sentirlo, de ser consciente y disfrutarlo, de mostrárselo a mis hijos. En qué pensé antes de perder la libertad que no lo hice como expresión de la misma. Desde que estamos encerrados pienso en la libertad. En cómo la afrontamos, cómo la vivimos. En lo que creemos que es la libertad y en lo que realmente es.

Las charcas de Tufia cuando baja la marea son un espejo de mi infancia y extraño su olor. Aunque nací en la montaña, como insular, el agua manchó de azul buena parte de mis recuerdos infantiles. El agua del mar y el agua que corría por la acequia de mi abuelo antes de entrar en la tierra e irrigar las cuatro cosas que plantaba para comer. Yo corría libre tras el agua y le preparaba recodos para que se desviase. Me manchaba de tierra las manos y la cara; con la leche de cuatro cabras mi abuela preparaba un queso tierno los días que había potaje y nos lo comíamos los tres de una sentada. Aquella gente, tranquila y libre, vivían despacio. Ya habían vivido una dictadura casi sin saberlo y entendieron la vida sencilla.

Estos días veo la cara de nuestros hijos, los veo corriendo, sonriendo, felices saltando de aquí para allá, de sol a sol jugando, como Juan Feo, un amigo imaginario que resulta que come chocolate, chupachups, no va a la escuela y se pasa el día jugando. Y ahora ellos, que se pasan el día jugando, reclaman ser como Juan Feo. Dicen que no van a la escuela porque hay coronavirus. Reconocen a Pedro Sánchez y a Fernando Simón lo miran con cierto susto. Y cuando hablan, ellos hablan más alto. Quizá no entiendan lo que dicen y quieren decir, pero sí que sus mensajes nos preocupan.

Ahora, nosotros que vivíamos tan deprisa, nos vemos apuntando en un papel indestructible todo aquello que nos gustaba hacer tan despacio. De aquí vamos a salir reorganizando prioridades. Con ganas de reír a carcajadas para que se deshaga la sonrisa helada que tenemos desde el pasado viernes y la mirada preocupada desde hace un mes como viendo venir un alud.

Ahora, nosotros que vivíamos tan deprisa, contamos los pasos por el pasillo, el número de azulejos, esperamos al sol para que nos riegue. Mientras seguimos con intensidad la actualidad, las redes sociales, historias de lejos y de cerca, que hacen reír y también llorar, mientras tratamos de comprender y adaptar, mientras teletrabajamos, mientras pensamos en qué comer, mientras pensamos en nuestros padres y madres, que tienen una edad y son población vulnerable, a los que vemos por videollamadas o en visitas (sin tocarnos) para llevarles comida, mientras miramos nuestras cuentas corrientes, mientras tanto, los niños pasan veloces, disfrazados, volando, imaginando, con su esencia a flor de piel, volviendo a recordarnos el valor del presente. El virus será vencido y volveremos a nuestra Guayedra a ver atardecer. Pero al salir, no lo olvidemos, hay que vencer al otro virus: a la velocidad.

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