Espacio de opinión de Canarias Ahora
El cambio, el recambio y la precariedad laboral
Vivimos tiempos confusos. Tiempos que el filósofo esloveno Slavoj Zizek, parafraseando un provebio chino, ha denominado “tiempos interesantes”. Los tiempos interesantes, según Zizek, pueden constituir una verdadera maldición para quien los padece. La dialéctica, aquel método que antaño nutría el discurrir de los pensadores revolucionarios, nos enseña que cada cosa encierra dentro de sí misma su contrario. Tanto es así que hoy, Primero de Mayo, vemos como la clase trabajadora de Europa, que hasta hace poco engrosaba las filas del Partido Comunista, se entrega con fervor a los discursos enarbolados por el nuevo fascismo que encarnan Marine Le Pen o Geert Wilders. Del mismo modo, contemplamos con estupor como el neoliberalismo ha penetrado hasta el tuétano en las ideas acerca del trabajo que circulan entre las organizaciones políticas de la socialdemocracia y la izquierda nacionalista, así como entre las ONGs y movimientos sociales afines a ellas. En nombre de la moderación, estas corrientes transan con planteamientos que son de todo menos moderados; en nombre de la realpolitik, asumen que las desigualdades crecientes y el empobrecimiento generalizado forman parte del paisaje de nuestra época. Se convierten así en el “tonto útil” de una derecha que aparece ante la ciudadanía como una opción con un discurso más honesto. Se diría que esta izquierda “rosa” (y a veces un poco verde, un poco violeta, un poco arcoiris, según la moda de la estación) hubiera renunciado a plantar cara a la injusticia estructural que caracteriza a nuestras sociedades, y que, apoltronada en las prebendas que el poder otorga a los hijos descarriados, haya pasado de querer ser alternativa a asumir ser simple alternancia.
Hace no demasiado tiempo, la transversalidad global de los sujetos en lucha venía definida por el concepto de “clase”. Estaba la clase dominante, la clase de los propietarios y rentistas, que manejaba los mecanismos productivos desde la lógica monopolista y competitiva impuesta por el capital, y frente a ella, todos aquellos que sólo disponían de su fuerza de trabajo para subsistir y que debían unirse y organizarse para defender sus derechos.
A partir de los años ochenta, con la plena consolidación de la fase económica posfordista y el capitalismo flexible, la picadora neoliberal, amparada por las corrientes de pensamiento posmoderno, se encargó de crear un relato que abonaba la creencia de que “las clases sociales ya no existen”. Entrábamos así en un periodo de individualismo exacerbado y creciente, de sálvese quien pueda y de todos contra todos. La fragmentación constante del proletariado, en función de sus distintos niveles de especialización y de los distintos rangos salariales, contribuyó a consolidar esta creencia y naturalizarla, volviéndola transparente. Una mañana, los antiguos progres se despertaron convertidos en neoliberales, pero todavía se negaban a admitirlo. Parecían progres, hablaban como progres y vestían como progres. Seguían emocionándose con las canciones de Silvio y Pablo. Sin embargo, los manejos del día a día los habían ido sumergiendo inadvertidamente en las turbias aguas de un pragmatismo derrotista. “Esto es lo que hay”, solían repetirse frente al espejo. Y pronto comenzaron a hacer de la necesidad virtud. El marxismo de Carlos fue sustituido por el de Groucho: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”.
Como es sabido, el capitalismo tiene entre sus principales virtudes la de adaptarse de un modo proteico a infinidad de contextos y apropiarse de cuanto pueda suponer una u otra forma de incremento del beneficio, incluso haciendo suyos valores que en principio le son refractarios. Así, dentro del paroxismo mercantilista de las últimas décadas, hemos visto la aparición de un capitalismo “verde” con representantes como el ex-vicepresidente estadounidense Al Gore; de un neoliberalismo “feminista” (pensemos en Margaret Thatcher o en la misma Hillary Clinton); o en la versión reaccionaria del movimiento gay que defendía el desaparecido líder ultraderechista Pim Fortuyn. La lucha contra las desigualdades de género, la defensa del medioambiente, la dignidad de los animales, los derechos del colectivo LGTB, son valores al alza dentro de la ideología liberal hegemónica en los países más desarrollados y esto, es evidente, es una buena noticia. Sin embargo,
nadie parece capaz de contestar la indisimulada tendencia a la devaluación salarial y el empobrecimiento generalizado como ejes de una economía orientada a producir mercancías a precio de saldo que compitan en la globalización. Paralelamente, surgen en el paisaje devastado por la crisis cooperativas, asociaciones y empresas de la “economía social” en las cuales se mezcla viscosamente el voluntariado con el trabajo-basura, los valores éticos con la explotación laboral, la vocación profesional con la precariedad absoluta. Resulta frecuente escuchar o leer a políticos, activistas y otros agentes sociales a quienes se les llena la boca con las palabras “progreso”, “cambio”, “solidaridad”, “economía social”, “proyecto ecosocial” y otros significantes de similar espectro semántico, declararse paladines de una política diferente, para luego comprobar como, en la práctica, niegan sin empacho el derecho de quienes están bajo su responsabilidad a la negociación colectiva o no ven ningún problema con que haya subordinados que trabajan en régimen de discontinuidad, enlazando contratos temporales o bloqueados en jornadas a tiempo parcial que les condenan a la pobreza. Al final, por mucho “buen rollo” que le pongan, no podemos sino considerarlos también a ellos agentes de la precarización y, por lo tanto, eslabones perfectos en la cadena de esta economía neoliberal que, en palabras del sociólogo Richard Sennett, produce en los individuos una inexorable “corrosión del carácter”. Las administraciones “del cambio” se encuentran en una encrucijada: si de lo que se trata es de que los servicios públicos externalizados los asuman aquellas organizaciones afines, que comparten una ideología presuntamente progresista, pero que no resisten una inspección de trabajo, es que estamos mucho peor de los que podríamos suponer en un primer momento. ¿Es esto lo mejor a lo que podemos aspirar quienes deseamos otra política?
Vivimos tiempos confusos. Tiempos que el filósofo esloveno Slavoj Zizek, parafraseando un provebio chino, ha denominado “tiempos interesantes”. Los tiempos interesantes, según Zizek, pueden constituir una verdadera maldición para quien los padece. La dialéctica, aquel método que antaño nutría el discurrir de los pensadores revolucionarios, nos enseña que cada cosa encierra dentro de sí misma su contrario. Tanto es así que hoy, Primero de Mayo, vemos como la clase trabajadora de Europa, que hasta hace poco engrosaba las filas del Partido Comunista, se entrega con fervor a los discursos enarbolados por el nuevo fascismo que encarnan Marine Le Pen o Geert Wilders. Del mismo modo, contemplamos con estupor como el neoliberalismo ha penetrado hasta el tuétano en las ideas acerca del trabajo que circulan entre las organizaciones políticas de la socialdemocracia y la izquierda nacionalista, así como entre las ONGs y movimientos sociales afines a ellas. En nombre de la moderación, estas corrientes transan con planteamientos que son de todo menos moderados; en nombre de la realpolitik, asumen que las desigualdades crecientes y el empobrecimiento generalizado forman parte del paisaje de nuestra época. Se convierten así en el “tonto útil” de una derecha que aparece ante la ciudadanía como una opción con un discurso más honesto. Se diría que esta izquierda “rosa” (y a veces un poco verde, un poco violeta, un poco arcoiris, según la moda de la estación) hubiera renunciado a plantar cara a la injusticia estructural que caracteriza a nuestras sociedades, y que, apoltronada en las prebendas que el poder otorga a los hijos descarriados, haya pasado de querer ser alternativa a asumir ser simple alternancia.
Hace no demasiado tiempo, la transversalidad global de los sujetos en lucha venía definida por el concepto de “clase”. Estaba la clase dominante, la clase de los propietarios y rentistas, que manejaba los mecanismos productivos desde la lógica monopolista y competitiva impuesta por el capital, y frente a ella, todos aquellos que sólo disponían de su fuerza de trabajo para subsistir y que debían unirse y organizarse para defender sus derechos.