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Por qué no cierran la boca de una vez

Siendo pequeño me encantaba vivir en un lugar en donde se podían encontrar tantas cosas distintas y tan geniales, sobre todo una vez que volvía de la península ibérica. Allí no había ni las mismas cosas que yo comía, bebía, leía o con las que jugaba. Encima, ni siquiera les gustaban los aviones, preferían ir a todos sitios en coche y, los aviones, ni nombrarlos. Una vez que me fui a estudiar a Madrid, a finales de los años ochenta, la situación tampoco había variado y sólo en unos pocos establecimientos se podían encontrar muchas de las marcas habituales en cualquier supermercado de las islas, por poner un ejemplo.

Lo malo es que, mientras tanto, en Canarias se desarrollaba un nacionalismo mediocre, pueblerino, ignorante y tendente a renegar del pasado e instaurar una imagen del archipiélago que nada tiene que ver con la que disfrutaron las generaciones anteriores. La principal labor de este nacionalismo casposo y nauseabundo ha sido el promover una serie de máximas, según las cuales uno es canario o no. Poco les faltó para pedir las pruebas de ADN, pero eso ya lo intentó un político peninsular y la experiencia se saldó con un rotundo fracaso.

A partir de entonces, según el “código de conducta de los buenos nacionalistas”, quien no se vista de mago y se apunte a todas las romerías habidas y por haber, coma muchos plátanos, tomates, pepinos y papas, se pase la vida oyendo isas y folías, y deguste litros y litros de ron ya no será considerado un buen canario. Atrás quedaba el mundo global, muy alejado de la autarquía peninsular que pudieron disfrutar varias generaciones de canarios. Y atrás queda el mundo global del siglo XXI en el que estamos viviendo ahora mismo.

Ahora, en los nuevos tiempos, si una idea no lleva aparejada el marchamo y/ o el logotipo de “canario” ya no es aceptado por la banda de botarates que se empeñaban en aborregar a sus conciudadanos al grito de “la nación canaria y las siete estrellas verdes no se rinden”. Tamaña majadería debería haber caído en saco roto, sobre todo por quienes las promulgan, pero la realidad cuenta que son demasiados lo que han comulgado con dichas propuesta y, por ejemplo, se empeñan en vestir a sus hijos de magos cuando a éstos les gustaría ser Spider-man.

¿Además, qué ocurre? ¿Resulta que como a los niños de nuestra generación no se nos vestía de magos, nosotros somos menos canarios? ¿Quienes se creen que son para, siquiera, pensarlo? Está claro que la carne es débil, la cara, durísima y la ignorancia, muy atrevida.

Yo tengo claro donde nací, lo que viví en mi comunidad, las cosas que aprendí y aquello que merece la pena ser tenido en cuenta. Aun hoy en día, tomo los plátanos con gofio, disfruto con las ambrosías Tirma y desayuno los mismos cereales ingleses que comía cuando era niño. Ni he cambiado mi forma de hablar, ni mis expresiones, ni pronuncio la c y la z, a pesar de haber vivido en la capital del país.

Otra cosa muy distinta es que esté de acuerdo con el papanatismo enfermizo de los partidos nacionalistas y su afán por la canariedad cuando el archipiélago encabeza los peores resultados en educación, dependencia, empleo y crecimiento del todo el territorio nacional.

Mejor les vendría dejarse de tanta majadería, de tanta romería, tanta verbena y tanta insensatez y recuperar el timón de un archipiélago que lleva demasiados años gobernado por botarates sin sentido.

Yo me siento orgulloso de la infancia y la juventud que viví en Canarias, pero no comulgo con las reglas implantadas por este nacionalismo que, como dije al empezar esta columna, lleva demasiado tiempo representando una opereta sin libreto, carente de sentido, mal orquestada y con unos pésimos actores en el reparto.

Estaría bien que el común de los ciudadanos se diera cuenta de que, en pleno siglo XXI, y con la crisis que no está tocando de vivir, las romerías están bien, pero las escuelas, las bibliotecas, los centros de día y la formación de los más pequeños son MUCHO MÁS importantes que vestirse de mago y empaparse de ron “Carta Oro”, al son de la música popular.

Seguro que alguien piensa que mi razonamiento se debe a que mis padres no me enseñaron a ser canario, pero, por fortuna para mí, ellos me supieron enseñar que el mundo era algo más que los límites de la isla y que en todos sitios se aprende algo, sin tener que mirar antes si lo que comía, vestía, leía o jugaba era “canario” o no.

Puede que, algún día, el mal sueño del nacionalismo actual pase, pero, mientras tanto, su empeño por hacernos naufragar empieza a ser encomiable y digno de figurar en la mejor antología del disparate. Será por eso que, algunos, ante la situación tan lamentable que se estaba viviendo se marcharon hasta los mares del sur, buscando vientos más favorables, como los bucaneros de antaño.

Eduardo Serradilla Sanchis

Siendo pequeño me encantaba vivir en un lugar en donde se podían encontrar tantas cosas distintas y tan geniales, sobre todo una vez que volvía de la península ibérica. Allí no había ni las mismas cosas que yo comía, bebía, leía o con las que jugaba. Encima, ni siquiera les gustaban los aviones, preferían ir a todos sitios en coche y, los aviones, ni nombrarlos. Una vez que me fui a estudiar a Madrid, a finales de los años ochenta, la situación tampoco había variado y sólo en unos pocos establecimientos se podían encontrar muchas de las marcas habituales en cualquier supermercado de las islas, por poner un ejemplo.

Lo malo es que, mientras tanto, en Canarias se desarrollaba un nacionalismo mediocre, pueblerino, ignorante y tendente a renegar del pasado e instaurar una imagen del archipiélago que nada tiene que ver con la que disfrutaron las generaciones anteriores. La principal labor de este nacionalismo casposo y nauseabundo ha sido el promover una serie de máximas, según las cuales uno es canario o no. Poco les faltó para pedir las pruebas de ADN, pero eso ya lo intentó un político peninsular y la experiencia se saldó con un rotundo fracaso.