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Todos al cole

El ascensor abrió generosamente sus puertas, di las buenas horas a los ocupantes del mismo y obtuve por respuesta el silencio. Cedí el paso a un vehículo y no vi que el conductor diera las gracias. A un joven que tiró un papel a la vía pública le indiqué que “probablemente se le habría caído”, y su respuesta fue un gesto de desdén. Abrí la correspondencia en mi buzón y un escueto nombre y apellidos sin tratamiento alguno se dirigía a mi persona.

Llamé a mi compañía de telefonía y el operador de turno se dirigía a mi con un tuteo que contrarrestaba el tratamiento de usted que yo le dispensaba.

Las reglas de la buena educación y de la mínima cortesía se han abaratado hasta extremos grotescos.

Pero no solo es esto sino que además las pautas de conducta regidas por la moral y la ética han pasado a la nada, a un relativismo feroz, tal que si fuera normal la carencia de las mismas.

Los personajes más golfos y corruptos se pasean alzando la barbilla y caminan con un paso firme sin que exista el más mínimo asomo de vergüenza por sus actos. Y es que siendo la vergüenza el primer acto de arrepentimiento resulta del todo imposible ver a estos personajes con cierta rubicundez en sus caras.

He visto y vivido la transformación de nuestra sociedad desde la aplicación estricta de las reglas de urbanidad al menosprecio de las mismas.



Todos iguales, pero curiosamente no por encima de la línea, sino a ras de tierra.

Los exabruptos, las palabras malsonantes, son lo habitual en cualquier programa de televisión; la exhibición de escenas erótico-pornográficas, la escasa decencia en el vestir, las peleas en los acontecimientos deportivos con insultos humillantes al tiempo que, pidiendo respeto, se dan de cabezazos propios de morlacos, no parece tener fin.

Hemos confundido la libertad de expresión con la falta de respeto, y los valores morales, éticos y deontológicos están arruinados por una modernidad muy mal entendida.

A fin de cuentas, si no se respeta al maestro, al médico, al juez, al agente de la autoridad, ni al prójimo ni a uno mismo, estamos en la selva de la no ley.

Hasta la Real Academia de la Lengua se adapta a esta forma de proceder y da por buenos los giros lingüísticos anglófilos y las mentecatadas más vulgares adoptándolas sin el menor sonrojo.

Lenguaje inclusivo, es decir, perder la marcada tendencia del idioma a la economía de las palabras. Así nos sale aquello de “miembros y miembras”, “todos y todas”, y ¡guay de aquel que pronuncie palabras “machistas”!

Y un largo etcétera que nos sumerge en el bosque fecundo de la memez.

La mejor educación es la que se sirve en casa, los maestros son coeducadores.

Los espectáculos lamentables y bochornosos en el Congreso de los Diputados, que nos quieren hacer parecer como algo normal, es la pretensión de igualarnos a todos, lamentablemente por abajo, y a peor educación mejor para los que nos gobiernan o aspiran a serlos.

La permisividad nos lleva a una sociedad sumergida en la importante carencia de valores, en la que todo o casi todo vale.

En Japón, los corruptos, antes de que les señalen, se suicidan. Vamos, igual que en España.

Todos al cole, de nuevo.

El ascensor abrió generosamente sus puertas, di las buenas horas a los ocupantes del mismo y obtuve por respuesta el silencio. Cedí el paso a un vehículo y no vi que el conductor diera las gracias. A un joven que tiró un papel a la vía pública le indiqué que “probablemente se le habría caído”, y su respuesta fue un gesto de desdén. Abrí la correspondencia en mi buzón y un escueto nombre y apellidos sin tratamiento alguno se dirigía a mi persona.

Llamé a mi compañía de telefonía y el operador de turno se dirigía a mi con un tuteo que contrarrestaba el tratamiento de usted que yo le dispensaba.