Las situaciones de conflictividad laboral nunca son plato de buen gusto para nadie, pero nos ayudan mucho a forjar una parte de nuestra personalidad porque determinan cómo reaccionamos y qué tipo de decisiones tomamos para afrontar determinados problemas en medio de una tensión a la que no estamos acostumbrados. En momentos así, experimentamos cuál es el grado de preparación que tenemos para defender los derechos más básicos como trabajadores y personas y hasta dónde estamos dispuestos a aguantar para que no se coarten las libertades.
Hace una semana, yo también pasé por ese mal trago; lejos de amedrentarme, utilicé la educación y la firmeza de mis convicciones para no bajar la mirada y hacer frente a quien actúa irresponsablemente. Alguien me arrinconó entre la espada y la pared, hasta el punto de creerse con el derecho y la autoridad a tratarme como un objeto al que podía manipular a su antojo. Los gritos, la ira, los puños cerrados, la violencia gestual y la intimidación física y verbal son la carta de presentación de quienes ya están acostumbrados a actuar previamente de esa manera, reproduciendo actitudes y conductas consolidadas en la sociedad patriarcal.
Nadie tiene el derecho a amedrentar a otra persona con el fin de anularla hasta conducirla a un estado de bajeza que le haga sentirse lo más horrible de este mundo. Contra eso, solo cabe una solución: no caer en el mismo lodazal y discernir sobre la marcha qué conductas hay que tomar para que nuestra integridad y dignidad queden intactas.
La fortaleza mental es otra de las cosas que determina si seremos capaces o no de aguantar la presión a la que se nos somete a través de comentarios que buscan ese camino de imponer la autoridad, aderezados con la recurrente mentira de quien no tiene argumentos. No. No somos como la ropa que nuestras abuelas y madres torcían en aquellas pesadas piedras de lavar, sacándola para retorcerla luego con sus manos para que se escurriese toda el agua antes de tenderla.
Trabajar no significa que tengamos que estar sometidos a los dictados de otros, sino responder de los cometidos por los cuales nos han contratado, y eso no implica que se puedan dirigir a nosotros con comportamientos déspotas. Hay una delgada línea roja que ninguna de las dos partes debe traspasar jamás; quien lo haga, está abocada a cargar sobre su conciencia —si es que la tiene— con sus actos y sus repercusiones, así como con el descrédito en forma de carta de presentación. En mi caso, me mantuve firme, sin cruzarla, pero reconozco que hubo un momento en que permanecí al borde del abismo, desde el cual esa persona me quería empujar.
Ahora, visto desde otra perspectiva, no solo soy consciente de que situaciones así son muy graves y que hay que denunciarlas, sino que proyectan la violencia y el individualismo que rige la sociedad, donde muchas veces impera la fuerza como expresión de la bajeza humana para dominar sobre otros.
Me pregunto dónde está la dignidad, en qué momento del camino de la vida la perdemos, sin importarnos su valor y su necesidad para forjar una sociedad racional. También cómo es posible que, quienes actúan así, puedan dormir tranquilos y seguir riendo como si no hubiese pasado nada.
Nosotros, los trabajadores, la parte afectada, no podemos callarnos. Por el contrario, debemos responder sin miramientos a este tipo de planteamientos para poner fin a que cualquiera trate de denigrarnos en un puesto de trabajo, creyéndose además con el derecho de actuar a su libre albedrío.
No sé qué hacen otros. Yo aprendo de mis errores, pero doy muestras de mi educación y de los valores que me ha transmitido mi familia para reconocer cuándo me equivoco y cómo defender una idea de manera razonada, sin imponerla ni amenazar a nadie. Por eso, quiero recibir el mismo trato de la sociedad, aunque sé que es una utopía a la que no quiero renunciar.
Si me callo, si silencio lo que ha pasado, estaré contribuyendo conscientemente a crear una cárcel donde mi voz y mi dignidad estarán presas y el carcelero tendrá la llave de mi voluntad, al igual que la de quienes también han sido víctimas de presiones laborales como la que yo sufrí, donde nunca hay testigos de por medio y todo se niega. De nada sirven las disculpas porque ese es el camino fácil para autolimpiar conciencias y para desprenderse de la presión ante el grave error cometido, aunque de fondo tampoco se reconozca. Nunca he visto a un leñador llorar por el bosque que ha talado.
Las mentiras hacen daño y muchos recurren a ellas cuando no tienen argumentos para defenderse en un contexto de conflictividad laboral, provocando el mismo efecto que un disparo por la espalda, es decir, a traición y a conciencia. Solo importa eliminar al que está delante a toda costa.
Al final, cuando sales por la puerta del espacio donde has sufrido ese agravio, siempre debes ser consciente de que eres el guardián de tu propia integridad y que dejas a tu espalda algo en lo que no quieres convertirte. Y aunque no haya nadie para apoyarte, solo tu forma de actuar, basada en la educación y en las respuestas firmes y directas, permitirán que la dignidad de la que hablaba te acompañe al mirarte al espejo y entablar la lucha correspondiente para señalar y pedir responsabilidades de quienes siguen pensando que formamos parte de su cortijo.
No he venido a este mundo para que nadie me grite. No tengo porqué bajar la cabeza cuando alguien lo hace ni sentir miedo por ello. No debo dar un paso atrás. Solo pensar en dicha integridad porque nadie logrará taladrar mi conciencia.