Revisando las columnas que uno ha dedicado a la monarquía durante los últimos siete años –en los anteriores no se tocó ese palo, o fueron referencias marginales– se aprecian dos circunstancias: que la primera corresponde a agosto de 2014, un par de meses después de la coronación del actual ocupante del trono, y que, a pesar de esa efeméride, en las anteriores a esta jamás hubo un comentario directo sobre Felipe VI, tal vez por falta de historia aún, refiriéndose mayoritariamente a su padre, a la institución o a la dinastía de la que forma parte y que lleva reinando en España algo más de tres siglos, con viajes de ida y vuelta como consecuencia de la alternancia entre decisiones democráticas y reinstauraciones impuestas por militares facciosos.
En lo que se refiere al anterior monarca ya está dicho casi todo lo que se puede decir, en particular que los indicios sobre buena parte de su vida golfa se han convertido en hechos incontrovertibles, y que no hay duda de que utilizó la posición en la que se le ha mantenido bajo un manto protector y un acuerdo de silencio para hacerse un patrimonio para el futuro, con el mismo descaro y afición al desfalco que sus antecesores y antecesoras en la jefatura de la saga de la que forma parte. Del resto, aun existiendo suficientes evidencias –o sospechas razonables, si se quiere– de que sus presuntos delitos podrían facilitarle la estancia en una institución carcelaria, el eufemístico pacto constitucional actúa de candado e impide que la igualdad ante la ley –muy citada, sin rubor, por los propios monarcas y sus palmeros– no sea otra cosa que retórica de alcanfor. El rey ha sido y es inviolable e irresponsable, y este país no iniciará un auténtico tránsito a la normalidad democrática hasta que la mayoría de las fuerzas políticas que juegan la partida no asuman la intolerabilidad moral de ese legado, procedente de la reinstauración franquista.
En este punto, ¿es posible decir algo nuevo sobre el mensaje navideño emitido por Felipe VI, tan esperado por la afición y tan jaleado por las posiciones más conservadoras y reaccionarias? Pues no, porque no ha sido mucho más que el recitado de un texto, con el estilo hierático y acartonado de un actor que interpreta a un rey. Un rey que repite un discurso, tan previsible y plagado de obviedades como el del modelo que conocíamos, y con una vaga mención a principios morales y éticos como única referencia implícita a la ausencia de ellos en el caso de su antecesor; tal vez lo único que puede hacer una figura con sus orígenes. Escaso contenido, pero más que suficiente para los autores del mantra de que «la corona es el último obstáculo para evitar que la España constitucional se convierta en una España plurinacional y confederal», y para quienes se ponen rijosos con el ruido de los fusiles. Más allá de las disculpas que no se han pedido, los delitos que no se han investigado y de la sutil equiparación de una dictadura con un régimen democrático, en esa referencia a «un largo período de enfrentamientos y divisionesË, la jefatura del Estado no puede ser un poder procedente de la herencia y, en última instancia, de un arcaico mandato divino. Y es que la única monarquía renovada admisible se llama república. Ánimo, Felipe.