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La enseñanza pública es la garantía democrática en Europa
En este país, los debates sobre la educación y, especialmente, sobre el modelo idóneo de este servicio público, están desenfocados y confundidos para una parte de la sociedad que ha sido manipulada -y en parte corrompida-, por la propaganda de ciertos grupos con intereses en la educación como negocio. Bajo la bandera de la libertad de enseñanza se esconde un gran engaño, basado en el clasismo y la insolidaridad.
La polémica suscitada por las coherentes declaraciones de la Ministra Celaá y la reacción furibunda de los medios conservadores es buena prueba de ello. La Ministra lleva toda la razón. Lo que está en juego no es “la libertad de enseñanza” ni tampoco “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, que protege el artículo 27 de la Constitución. Es quién lo paga: si el dinero público tiene que financiar la educación religiosa o de ideario particular o si, por el contrario, es prioritaria la igualdad de oportunidades y el derecho a una educación de calidad para toda la sociedad, incluyendo a los de menor renta.
En Europa, en la Unión Europea que ponemos de ejemplo en tantas ocasiones, este debate y estas disyuntivas no existen. Para la gran mayoría de países y para todos sus partidos políticos -incluidos los más conservadores-, una enseñanza pública gratuita y de calidad es la mejor garantía de dos principios básicos de cualquier sociedad democrática: la cohesión social y la igualdad de oportunidades. Lo que pasa en España, Bélgica o Malta, donde se dedican recursos públicos al mantenimiento de centros privados (con sus correspondientes privilegios en criterios de admisión e ideario), es una anomalía o excepción estadística. El 90% de la oferta educativa europea es pública y, como es lógico y democrático, las familias que quieren optar por una enseñanza privada, más exclusiva, la pagan de su bolsillo.
Pero esto no ocurre en Europa porque sus gobiernos sean comunistas. Nada más lejos de la realidad. En la tradición democrática e ilustrada de Europa se tiene claro, desde hace muchos años, que la inclusión educativa, la cooperación como método de aprendizaje y la diversidad como valor a través de la convivencia de todas las condiciones sociales y económicas, fomenta la implicación de “todos y todas” en la educación y, en consecuencia, el compromiso con la mejora del centro educativo, así como de la sociedad. Este modelo permite incorporar todo el talento potencial de una sociedad con independencia de su nivel económico y, en nuestro caso, ser consecuentes con la igualdad de oportunidades, consagrada en la Constitución.
Nos encontramos, por tanto, ante una disyuntiva pedagógica, económica y ética con consecuencias evidentes en los valores constituyentes de las personas que educamos para el futuro de una comunidad. Competir o cooperar. Este es el dilema que debemos resolver. ¿Queremos una sociedad donde predominen las personas competitivas e individualistas o preferimos que nuestros jóvenes sean colaborativos y solidarios? No es baladí. Cada opción conduce a un modelo de sociedad diferente y, sobre todo, a un clima de convivencia más agresivo o más tolerante.
En España -y también en Canarias-, lamentablemente, hay poderosos defensores de ese modelo neoliberal obsoleto que funciona en la sociedad norteamericana, donde la privatización de los servicios públicos y la desprotección social avanza inexorablemente. Podemos ver todos los días en los medios de comunicación las consecuencias de dichas políticas. Sin embargo, en Europa, tenemos un modelo de formación y protección social más avanzado que, en la mayoría de sus países, funciona con éxito.
Para ilustrar con más evidencias lo anterior, podemos acudir a los informes PISA sobre rendimiento del alumnado en pruebas de ciencias, lectura y matemáticas para comprobar que países con buenos resultados como Finlandia, Holanda, Alemania o Portugal tienen una nula o muy baja presencia de la enseñanza privada y, por contraste, países con niveles de mercantilización educativa más altos como España o Malta obtienen resultados mediocres o por debajo de la media.
Debemos reorientar las políticas educativas para potenciar la enseñanza pública como pilar de nuestra cohesión social, mejorando todas sus prestaciones en calidad y cantidad. La escuela de “todos y para todas” -la que no desperdicia ningún talento-, debe ser un servicio con prestigio del que podamos sentirnos orgullosos. Ello requiere la implicación de toda la sociedad: docentes, familias, medios de comunicación, sindicatos y partidos políticos. En Canarias, además, tenemos una Ley Canaria de Educación no Universitaria que contiene los objetivos, acciones y planificación financiera necesaria para dar un salto cualitativo en dicha dirección.
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