Espacio de opinión de Canarias Ahora
España quebrantada (y no solo por el referéndum)
Quebrantada una vez más. Y no sólo por quienes propugnan la independencia de Catalunya.
El nacionalismo suele ser así, para bien o para mal. Y el nacionalismo catalán se sustenta, como casi todos los nacionalismos, en un relato mítico que no resiste el contraste con los hechos históricos.
Y como muchos nacionalismos, el catalán ha servido para arropar los intereses de las clases dirigentes catalanas desde sus primeros enfrentamientos con la monarquía “centralizada” de los Habsburgo, cuyos poderes, según Elliot (España y su Mundo 1500-1700), estaban limitados “por autonomías y jurisdicciones locales, por privilegios exenciones, y por todo tipo de presiones legales o encubiertas que los poderosos intereses locales podían ejercer sobre los agentes de la Corona”.
Cuando en 1885 los fundadores del nacionalismo catalán contemporáneo presentaron a Alfonso XII el Memorial de Agravios, la exigencia catalanista no albergaba el menor romanticismo: convertir a toda España en un mercado protegido para la industria catalana frente las manufacturas francesas e inglesas, mucho más competitivas, a las que el modus vivendi concertado con Inglaterra y un Tratado con Francia concedían grandes facilidades para su importación y comercialización en nuestro país (Santos Juliá, Despertar a la Nación dormida).
Que el nacionalismo catalán actual emprendiera la fractura del orden constitucional estaba dentro de lo posible. Que se aprovechara la crisis económica -y el descontento ciudadano con los recortes aplicados con entusiasmo por la propia derecha catalana- ya contaba con el precedente de Pau Claris y Francesc de Tamarit, que lideraron la rebelión de 1640 aprovechando la desfavorable situación internacional y la quiebra financiera de la Monarquía. Una revuelta que, por cierto, “pronto escapó también de las manos de los dirigentes catalanes”, dando lugar a “una revolución social que no podían controlar” (John Lynch, Los Austrias 1516-1700).
Que algunos herederos de Pujol emprendieran esta huida hacia adelante, después de saquear la Generalitat, tampoco es la primera vez que ocurre en la historia catalana.
Pero, en mi opinión, lo que ha hecho posible esta situación es un Estado de las Autonomías que tiene en su sala de máquinas una bomba de relojería. Las normas constitucionales de cualquier Estado deben servir para consolidarlo como organización política y para fortalecer un modo de convivencia de la sociedad civil. En el caso de la Constitución de 1978, el modo de convivencia territorial ha estado basado en los principios de unidad, autonomía y solidaridad.
Sin embargo, las normas de elección del Congreso de los Diputados -Cámara hegemónica en nuestro sistema parlamentario y de cuya confianza depende el Gobierno de España- premian a los partidos de ámbito territorial limitado y electorado concentrado y penalizan a los partidos de ámbito estatal y electorado disperso (V. Blanco Valdés, Los rostros del federalismo).
Por eso, cada vez que hay un gobierno en minoría (le ha pasado al PSOE y al PP) no encuentra un partido de ámbito estatal con el que pactar un programa político para toda la ciudadanía española, sino que tiene que apoyarse en partidos nacionalistas. Y las contrapartidas son siempre más competencias y más inversiones para su comunidad autónoma.
La tendencia constante del federalismo contemporáneo es la de fortalecer el gobierno federal, para permitirle alcanzar un desarrollo equilibrado entre los territorios y la igualdad de los ciudadanos en derechos, especialmente sociales. Mientras en España, una vez más a contracorriente, hemos vivido un desmantelamiento paulatino de competencias estatales hasta pretender fijarle de antemano al gobierno estatal el presupuesto de inversiones, que es una herramienta esencial para la unidad y la solidaridad entre los españoles.
Así ocurrió con la Reforma del Estatuto de Catalunya y con otras reformas estatutarias a imitación (Castilla-León, Andalucía, Valencia…) El PP recurrió con grandes aspavientos la reforma del Estatut, pero no las demás.
La gravísima crisis del Estado de las Autonomías, como fórmula de convivencia entre los pueblos de España, supone la quiebra del Régimen del 78. Pero no es la única quiebra. La Reforma exprés de 2011, para consagrar la regla de oro del neoliberalismo conservador, fue un disparo a la línea de flotación del Estado Social. Un fraude a la Constitución, llevado a cabo con procedimientos que preludiaban a los que han empleado los independentistas para “legalizar” el procés. Y sabiendo que, por la hegemonía del bipartidismo, nadie iba a poder cuestionarlo jurídicamente. Salió perdiendo la autoridad de la Constitución y, en definitiva, la legitimidad de nuestra democracia.
Porque los hechos cantan. La economía española se recupera, pero los servicios públicos se degradan, las desigualdades sociales se agigantan y la explotación laboral --que también es violencia y ruptura del pacto constitucional-- campa a sus anchas. Y, fruto de todo ello, la libertad se deteriora.
A los ciudadanos que reivindicamos nuestro derecho a definir nuestras lealtades y sentimientos y no aceptamos que se nos someta a ninguna encrucijada identitaria por los nacionalismos de cualquier naturaleza y condición.
A los que creemos que España es un país con raíces históricas, culturales y sentimentales de sobra para seguir constituyendo un Estado.
A los que defendemos el pacto constitucional de 1978 como una de las decisiones más sabias de la historia española.
A los que pensamos que lo que pudiera quedar de soberanía popular se preserva mejor en grandes Estados que en los pequeños, “incapaces de defender su independencia teórica en la jungla internacional”, ya que “el mundo más conveniente para los gigantes multinacionales es un mundo poblado por Estados enanos o sin ningún Estado (Eric Hobsbawn, Historia del siglo XX).
A todos estos nos cuesta mucho ponernos del lado de quienes han minado el pacto constitucional, degradando el Estado Social y los derechos de los trabajadores. O de quienes pretenden reventar la fórmula de convivencia entre las personas y los pueblos de España, que fueron refrendados muy mayoritariamente, sobre todo en Catalunya, en 1978.
Recomponer todo esto no es fácil. Es tarea de la política. Y tengo la completa certeza de cuál no es el camino: continuar violentando el orden constitucional.
Quebrantada una vez más. Y no sólo por quienes propugnan la independencia de Catalunya.
El nacionalismo suele ser así, para bien o para mal. Y el nacionalismo catalán se sustenta, como casi todos los nacionalismos, en un relato mítico que no resiste el contraste con los hechos históricos.