Espacio de opinión de Canarias Ahora
El futuro y los fantasmas por Octavio Hernández
Alguien debió creerse realmente que podía salir de la islita del hormiguero y coger lo que quisiera del exterior. Las luchas de clases y las guerras europeas tenían sentido en un país imperialista incuestionado, pero las revoluciones y la descolonización socavaron a mediados de siglo toda su base objetiva. En aquella época, cualquiera podía perderse en disquisiciones, pero hoy queda lo fundamental a la vista: la revolución china y el imperialismo japonés tuvieron más efectos a largo plazo que lo ocurrido en Europa, Rusia o Norteamérica. Con su fuerza y sufrimiento, chinos y japoneses hicieron que el mundo basculara de la cuenca Atlántica a la del Pacífico, que la civilización cambiara su centro económico desde el modo de producción euroamericano al modo de producción asiático. Culturalmente, la nueva centralidad está en la masa, no en el individuo: el budismo zen se basa en la disolución de la razón en el todo, siendo uno en la nada; en las antípodas, el cartesianismo racional venera la reducción de todo a la conciencia individual, separándose y distinguiéndose el individuo a través de la racionalidad instrumental. Pero estos dos polos civilizatorios mundiales no han sido modelos puros. No podían serlo en un mundo intercomunicado, globalizado.
Ocurrió que, con las revoluciones y la descolonización asiáticas, el Estado del Bienestar se fue desprendiendo de su base industrial, que acabó siendo trasladada con sus conflictos a Asia. Las relaciones sociales capitalistas se amortiguaron en Occidente de tal manera, que durante un tiempo se llegó a hablar en Europa de la extinción del proletariado, del salario ciudadano (renta sin trabajar), de la reducción del tiempo dedicado a la ocupación laboral, de la “industria” turística, de ocio y tiempo libre. ¡Y todo eso sin comunismo! ¡Cuánta fatuidad! Parecía que entrábamos en una era de felicidad y opulencia eternas: el fin de la historia, dijeron.
En realidad, lo que había pasado era la exportación del proletariado. Sin antiguas colonias que saquear y sin exclusividad industrial, EEUU y Europa se convirtieron en centros de know-how, compitiendo por el conocimiento, por la calidad, toda vez que en fuerza de trabajo y cantidad la nueva realidad asiática, con su especial cultura de masas desprovistas de individualismo y espíritu crítico, encajaba mejor en el capitalismo.
Para librarse de la lucha de clases, del eterno conflicto de la “cuestión social”, el Estado del Bienestar no sólo narcotizó al proletariado con las concesiones que lo convirtieron en clase media, sino que como alguien tenía que seguir haciendo el trabajo sucio, recurrieron a la deslocalización industrial, pues el capitalismo, al fin y al cabo, tenía que seguir funcionando y eso no se puede hacer sin explotar a seres humanos, sin esclavizarlos. Y para convertir en distancia geográfica la separación entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre conocimiento y fuerza motriz, nada mejor que el país comunista más grande del mundo, China, capaz de modernizarse en términos capitalistas proletarizando a los siervos rurales, pero no de crear una sociedad socialista de individuos libres: la mayor cárcel de espíritus del mundo, vigilada por un Partido Comunista rendido a las inercias semifeudales del pasado. En la historia de la humanidad, por qué será que toda Atenas tiene siempre su Esparta.
El fracaso político e ideológico de la revolución china en los años 70 creó las condiciones para crear un centro de producción capitalista mundial que, supuestamente, permitiría seguir viviendo holgadamente a los europeos y los americanos. Sucias hormigas al servicio de saltamontes refinados. En general, el comunismo en el poder se caracterizó por ser incapaz de dar una respuesta económica satisfactoria a las expectativas individuales de emancipación agitadas para hacer la revolución. Estas expectativas simplemente cambiaron cuando cambió la situación y los revolucionarios se dieron de bruces con la contrarrevolución y el revisionismo. En los Estados del Bienestar se impidió de mil maneras que los comunistas alcanzaran el poder, pero al final hubo que recurrir a la deslocalización de la industria porque la clase trabajadora organizada (en la fábrica, el sindicato y el partido) siguió sin admitir una vida de explotación insatisfactoria, que sin embargo el capitalista necesita para hacer que su economía y dominio funcionen. Sobre todo en Europa, donde la máxima aspiración hoy es ser funcionario, hay que decir que hubo resistencia, pero los trabajadores de las plantas desmontadas y trasladadas no consiguieron impedir ese proceso ineluctable. Lo mismo ocurrió en el campo europeo: la PAC impidió la formación de un proletariado agrario financiando artificialmente a la pequeña propiedad campesina, y creo un sistema de distribución y transporte que hizo posible el espejismo de poder comer cualquier cosa en cualquier parte al margen de la autosuficiencia alimentaria en el propio territorio. No hablemos ya de los costes ecológicos insostenibles y de la conflictividad de la obtención de recursos naturales tras la descolonización.
Finalmente, la demografía reflejó todos estos elementos de amortiguación: la población europea está en crecimiento negativo, mientras la población asiática, diez veces mayor, se duplica cada veinte años. La cosa se resuelve con claridad por la mera fuerza de los números. Hoy explotan todas estas contradicciones: China es el gran productor de los industriales europeos y americanos, y estos creen que basta con detentar los centros de innovación y conocimiento, la vieja ideología del individualismo creativo de Mamá, he encogido a los niños o del garaje de Microsoft, o los científicos en zapatillas deportivas, desafiando a la homogeneización con la idiosincrasia personal. Pero todo eso no son más que mentecateces. Los chinos están que se parten con la gran jugada histórica que ha salido de todo esto. Gracias a su fuerza industrial, han atesorado ingentes cantidades de dinero, y con él han entrado en los fondos de pensiones de los sistemas de bienestar y en los consejos de administración que controlan los principales consorcios productivos del planeta y financian las actividades punteras: al final el que produce gana, y el que piensa pierde (¡Silicon Valley está en quiebra!) porque tiene que vender su conocimiento y quien compra es el productor final. Quienes pagan ahora a los productores del know-how son los asiáticos, aunque en la foto salgan sus socios occidentales. Es un capitalismo global creado por europeos y americanos, pero que van a acabar dirigiendo los asiáticos.
¿Y qué va a pasar en estas islas del Atlántico, “puente entre tres continentes”, ninguno de los cuales es Asia? Se dice que nuestro futuro está en África, pero a lo mejor eso acaba en que nuestro futuro será como ha sido el de África, es decir, ninguno. Estamos, de verdad, en el “culo del mundo”: probablemente no hay sitio más alejado de Asia en el planeta que Canarias. Es decir, estamos bien jodidos y mal posicionados en el nuevo mundo que está surgiendo en el siglo XXI. Y encima somos una colonia.
Así que vamos a lo que vamos, cuando se nos dice que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, eso no es una añagaza apara “aterrorizarnos” y lograr que cedamos a los recortes de los Estados del Bienestar. Es que el círculo se ha cerrado: no somos ya dueños de nuestro destino en el mundo, porque Europa y EEUU se han desprovisto de la base productiva que hacía posibles nuestras condiciones de vida, y su competitividad va a la baja, igual que su población. Lo único que le quedaba, la capacidad de innovación, está finalmente siendo cooptada por Asia, y exportada para nunca más volver. Porque los chinos, contrariamente a lo que los racistas europeos y americanos pensaban, son igual de listos que nosotros. Hemos vivido en los últimos treinta años en un sistema de dumping, con salarios artificiales para trabajos ficticios en los que no se producía nada de auténtico valor, sino “paz social” y anticomunismo, mientras Asia recibía nuestras plantas industriales desmontables y exportables y allí una ingente masa de seres humanos era explotada con sueldos de miseria y condiciones de vida del Londres del siglo XIX, para producir lejos aquello que consumimos aquí y nos hace sentir libres y privilegiados (cosa distinta es que lo seamos). Nuestro modo de vida sí ha estado por encima de nuestras posibilidades, porque nuestros capitalistas han arrasado el mundo, matando, diezmando, robando, expoliando y desertizando, para garantizárnoslo.
El dilema de Canarias se ve con claridad en el caso del tomate y el plátano, dos cultivos verdaderamente anticapitalistas, porque su existencia en las islas no tiene explicación con las leyes del mercado en la mano: su sostenimiento es un puro artificio colonial, su competitividad nula, son la negación de la autosuficiencia alimentaria, detentados por una casta de caciques desesperados porque no pueden obligar a la mano de obra a regresar a las condiciones de vida y trabajo semifeudales con las que amasaron su riqueza y posición social, que en Marruecos o en Honduras se mantienen por la fuerza, la misma que ellos emplearon aquí en 1936 para impedir la reforma agraria. No es que la gente trabajadora del plátano y el tomate haya estado viviendo por encima de sus posibilidades, sino que ya no es posible vivir de eso porque en otros países se trabaja por debajo de las posibilidades, sin alternativa revolucionaria a la vista, como la que hubo en Europa hace un siglo o aquí hace setenta años.
¿Alguien cree que los europeos o los americanos van a salir de la crisis y volver a vivir como se ha vivido en los últimos treinta años, cuando China está creciendo a tasas del 10 por ciento de PIB anual con tasas de decrecimiento de menos 4 por ciento en Europa? Para cuando salgamos, ellos ya serán dueños del mundo. El futuro tiene los ojos rasgados.
Esto sí es lo que hay y no es ningún fantasma.
Alguien debió creerse realmente que podía salir de la islita del hormiguero y coger lo que quisiera del exterior. Las luchas de clases y las guerras europeas tenían sentido en un país imperialista incuestionado, pero las revoluciones y la descolonización socavaron a mediados de siglo toda su base objetiva. En aquella época, cualquiera podía perderse en disquisiciones, pero hoy queda lo fundamental a la vista: la revolución china y el imperialismo japonés tuvieron más efectos a largo plazo que lo ocurrido en Europa, Rusia o Norteamérica. Con su fuerza y sufrimiento, chinos y japoneses hicieron que el mundo basculara de la cuenca Atlántica a la del Pacífico, que la civilización cambiara su centro económico desde el modo de producción euroamericano al modo de producción asiático. Culturalmente, la nueva centralidad está en la masa, no en el individuo: el budismo zen se basa en la disolución de la razón en el todo, siendo uno en la nada; en las antípodas, el cartesianismo racional venera la reducción de todo a la conciencia individual, separándose y distinguiéndose el individuo a través de la racionalidad instrumental. Pero estos dos polos civilizatorios mundiales no han sido modelos puros. No podían serlo en un mundo intercomunicado, globalizado.
Ocurrió que, con las revoluciones y la descolonización asiáticas, el Estado del Bienestar se fue desprendiendo de su base industrial, que acabó siendo trasladada con sus conflictos a Asia. Las relaciones sociales capitalistas se amortiguaron en Occidente de tal manera, que durante un tiempo se llegó a hablar en Europa de la extinción del proletariado, del salario ciudadano (renta sin trabajar), de la reducción del tiempo dedicado a la ocupación laboral, de la “industria” turística, de ocio y tiempo libre. ¡Y todo eso sin comunismo! ¡Cuánta fatuidad! Parecía que entrábamos en una era de felicidad y opulencia eternas: el fin de la historia, dijeron.