La ciencia, el poli malo de la reconstrucción
“Cuando tuve ocasión de comprarme un piso lo quise en Paiporta, mi ciudad natal. Un salón con un ventanal de tres metros que da al barranco, porque pensé que nunca construirían delante”. Tras la Dana del 29 de octubre, Tomás ha sufrido en primera línea el zarpazo del agua: casa, coche, local de reunión de sábados con la familia… Ahora se plantea si vale la pena reconstruir su vida en ese mismo lugar.
La recuperación vital, económica, social y de todo tipo de ochenta municipios valencianos, sus cientos de miles de afectados directos, las empresas y los trabajadores damnificados, las infraestructuras y equipamientos que el agua ha dañado, el paisaje, la biodiversidad y muchas cosas más se enfrentan a partir de este mismo momento al dilema de la reconstrucción de lo mismo que se ha perdido, exactamente en el mismo lugar, o la reubicación de una parte de lo arrasado en espacios que en principio estén a salvo de una nueva Dana.
El Mediterráneo está reconocido como un espacio singularmente sensible a los efectos del cambio climático. Por segundo año consecutivo, 2024 ha tenido el verano con el agua que moja el litoral valenciano a casi 30 grados, hasta el punto de hacer que el baño no sea refrescante. Esa temperatura es uno de los factores que desencadenan fenómenos adversos cada vez más extremos, como la Dana de octubre, y eso no parece que vaya a cambiar a medio plazo.
¿Conviene reubicar a afectados de la Dana en los edificios de Sociópolis, también inundados como otras zonas de La Torre? ¿Hay que reconstruir las casas del barrio de Utiel levantadas junto al cauce del Magro pese a las advertencias de los técnicos? ¿Deben permanecer en zonas inundables empresas que se han quedado sin maquinaria, mobiliario, proveedores y clientes?
Ahí está el dilema. Hasta ahora, no ha habido poli malo que dijera que no a las propuestas expansivas de municipios, empresas u otros agentes. Ha habido algunos Pepito Grillo, pero no han sido suficiente, y ha costado imponer el criterio de la ciencia, de que la Naturaleza no cabe en un cajero de hormigón, esté sucio o limpio. Ni siquiera hay acuerdo sobre cómo han de estar los cauces, si limpios y embaldosados, lo que incrementa la velocidad destructiva del agua, o dotados de vegetación de ribera que retiene los caudales, aunque los troncos y las ramas obstruyan los puentes cuando baja la riada.
En los años de la postburbuja inmobiliaria, la Confederación Hidrográfica del Júcar hizo de poli malo, y sus informes sobre la falta de agua potable sirvieron para paralizar desarrollos urbanísticos como el Manhattan de Cullera o el Nou Mileni de Catarroja. Olvidado aquel tiempo de conciencia ecológica, hasta ocho municipios de l’Horta que han resultado seriamente afectados por la Dana de octubre litigaron en 2017 contra la Confederación porque entendían que les ponían demasiadas trabas para los crecimientos urbanos previstos en zonas inundables. El Supremo contestó que son las edificaciones las que se han de adaptar al riesgo de inundación y no al revés. El Ikea sueco de Alfafar entendió el mensaje, pero todos sus vecinos de polígono decidieron ignorarlo.
Los vecinos afectados querrán recuperar sus casas, negocios, colegios, parques y todo lo perdido en los mismos lugares en los que los han disfrutado hasta ahora. Y los alcaldes y las alcaldesas querrán lo mismo, la reconstrucción fiel de las colectividades en las que se apoyan. Pero esa puede no ser la mejor solución para el conjunto de la sociedad, para un futuro seguro y sostenible en un escenario de cambio climático. Hoy todo el mundo pone en valor la importancia de la ciencia. ¿Y qué dice la ciencia sobre esto? ¿Alguien está dispuesto a escuchar y asumir el mensaje de los ingenieros, los geógrafos, los ecólogos? Estos profesionales son los que deben estar al frente de la recuperación, planificando la reconstrucción con mejores conocimientos y herramientas que el teniente general Gan Pampols, un militar de impecable trayectoria y exquisito trato, quizás más apto para la etapa de emergencia que para la reparación, que es justo lo que le ha encargado su jefe, el presidente Carlos Mazón.
Ante la emergencia climática e hidrológica, es la Confederación del Júcar (y la del Segura, y la del Ebro…) la que debe tomar las riendas, defender el valor de la ciencia como base de las decisiones y comportarse como un elemento fundamental en la dinámica de las alertas (adiós a los correos electrónicos como mensajería de urgencia), no sin buscar el máximo consenso posible en sus decisiones ni quedar al margen del imperio de la ley, que es la que manda en democracia.
En los extensos y sesudos análisis de la Confederación están detallados todos los riesgos, los peligros del agua en las cuencas de su ámbito, tanto los fluviales como los marítimos. Del mismo modo que en el caso del maldito Poyo, el barranco del Carraixet, relegado tras la riada del Turia de 1957 en favor del desvío del cauce y el Plan Sur, continúa constituyendo un polvorín que atraviesa Bétera, Moncada, Foios y Alboraia, lo mismo que su vecino paralelo Barranco del Puig. Es previsible que la Dana de octubre provoque un movimiento pendular hacia la construcción de presas, cauces, desvíos e infraestructuras que debieron hacerse antes y no se llevaron a cabo por falta de presupuesto o de consenso. Esos muros han caído ahora, porque la tragedia y la reacción ante la misma serán la medida de todas las cosas, de las actuaciones de todas las instituciones y entidades implicadas, y habrá presupuesto y consenso suficientes para acometer casi cualquier proyecto.
Pero esa patente de corso que acompañará a las iniciativas de reconstrucción no debería amparar el calco de los mismos errores que han llevado a la sociedad valenciana a su mayor tragedia en seis décadas. Es necesario atender lo urgente, que es mucho, pero sin olvidar lo importante, que será el verdadero legado.
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