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El gatillo flojo del insulto fácil

Ni radioyentes ni televidentes tenemos que soportar los exabruptos y procacidades que, con una falta de respeto improcedente hacia la audiencia, se prodigan en algunas situaciones de confrontación mediática donde supuestos profesionales de la comunicación discrepan sobre determinado tema que los convierte en adversarios ideológicos o defensores de intereses demasiado personales, camuflados de falsa bonhomía.

Es legítima la elegancia del sarcasmo inteligente y la mordacidad crítica, sea constructiva o no, pero planteada con cortesía y, sobre todo, con un mínimo de educación en el verbo y prudencia en el gesto. Pero si falla la capacidad intelectual suficiente en uno o en los dos bandos, se produce el amasijo de un buñuelo indigesto e inaceptable para una opinión pública que solo desea acceder a su derecho fundamental, cual es la “veracidad”. Mensaje que se distorsiona por la virulencia en las formas; pues se pierde gran parte de la razón, si la hubiere, por el rechazo que causa en el receptor el disfemismo barriobajero, disparado como proyectil barato que solo surte efecto de fogueo.

La frustración de quedarse sin argumentos ante una polémica más o menos intensa, provoca la agresividad patógena que descontrola el discurso defensivo para, como absurdo mecanismo de protección, intentar hacerlo ofensivo, caer en el ridículo y, por ende, propiciar un fracaso poco deseado.

Sería interesante que en la Facultad de Ciencias de la Información, en la asignatura relacionada con la ética profesional, a los estudiantes de periodismo se les propusiera un ejercicio práctico ante un vídeo de TV o audio –fácil de conseguir, pues hoy se lo graban todo unos a otros- con algún programa o corte específico, donde se pusieran de manifiesto actitudes y comportamientos reprobables, sobre el que dilucidar y valorar el grado de interés del comunicador en favor del respeto debido a la audiencia o, en su caso, si sus diatribas y ordinariez expresiva persiguen otros objetivos espurios que nada tienen que ver con la deontología periodística, quizá infectada por algunos casos de intrusismo poco grato. (Imagino el jolgorio colectivo que se organizaría en el aula si se reprodujera en pantalla la secuencia reciente de una esperpéntica actuación “estelar” que, no pude evitarlo, se me ha injertado en la retina con gran sentimiento de vergüenza ajena).

La defensa de cualquier causa siempre adolecerá de grietas y recovecos que dejen espacio a la discrepancia y a la posibilidad de rebatir una parte de los argumentos planteados. Pero si en lugar de localizar los puntos débiles y estudiar posibilidades de cómo tratarlos, se usa directamente el lanzallamas de la furia descontrolada, el fuego sellará todos los resquicios y endurecerá la roca hasta hacerla inaccesible. Se perderá la batalla; y el sujeto central de tan compulsiva beligerancia sufrirá una derrota auspiciada por la torpeza de sus paladines. Lealtades forzosas e interesadas que suelen esfumarse apenas el amo deja de pagar.

Inteligente es quien no se equivoca de enemigo. Sabio, quien sabe localizar las debilidades del adversario. Y astuto, aquel que reconoce en los flancos la parte más frágil para atacar en defensa propia.

Mi aplauso, admiración y respeto por quien así actúe, con dignidad y elegancia, para lograr que el contrario se descalifique a sí mismo, sin mayor esfuerzo que el de ignorarlo.

Ni radioyentes ni televidentes tenemos que soportar los exabruptos y procacidades que, con una falta de respeto improcedente hacia la audiencia, se prodigan en algunas situaciones de confrontación mediática donde supuestos profesionales de la comunicación discrepan sobre determinado tema que los convierte en adversarios ideológicos o defensores de intereses demasiado personales, camuflados de falsa bonhomía.

Es legítima la elegancia del sarcasmo inteligente y la mordacidad crítica, sea constructiva o no, pero planteada con cortesía y, sobre todo, con un mínimo de educación en el verbo y prudencia en el gesto. Pero si falla la capacidad intelectual suficiente en uno o en los dos bandos, se produce el amasijo de un buñuelo indigesto e inaceptable para una opinión pública que solo desea acceder a su derecho fundamental, cual es la “veracidad”. Mensaje que se distorsiona por la virulencia en las formas; pues se pierde gran parte de la razón, si la hubiere, por el rechazo que causa en el receptor el disfemismo barriobajero, disparado como proyectil barato que solo surte efecto de fogueo.