Espacio de opinión de Canarias Ahora
Una gran atrición
Las pasadas elecciones al Parlamento Europeo han provocado un auténtico terremoto en el Viejo Continente. El ascenso, en la mayoría de los países, de la extrema derecha racista y antieuropea, la significativa irrupción de una izquierda que demanda una Europa más democrática, más igualitaria y más justa y el batacazo de los partidos socialdemócratas y conservadores, sustentadores del gran pacto con la troika, han hecho poner el grito en el cielo a las élites políticas y económicas. Les ha provocado un auténtico telele. El responsable de Asuntos Europeos del Gobierno griego advirtió de inmediato a sus socios comunitarios que si los estados miembros y Bruselas no toman medidas, “reviviremos formas de gobierno abandonadas ya hace tiempo”. Francia y Reino Unido reaccionaron a una velocidad de vértigo: mientras Manuel Valls anunciaba una bajada de impuestos para frenar al Frente Nacional de Marine Le Pen, Cameron se escoraba hacia la ultraderecha, para restar votos al UKIP, planteando mayores controles a la inmigración y poner al país en su sitio en la UE. Los demás empezaron a hablar de medidas expansivas, de correcciones de desequilibrios...
Lejos de plantearse un ejercicio de contrición que contribuyera a propiciar un auténtico giro en las políticas sociales y económicas que pusiera coto a las desigualdades, los recortes de derechos, la pobreza y el paro, los mandatarios europeos y españoles escenificaron pronto una gran atrición -que según la RAE es el pesar de haber ofendido a Dios, no tanto por el amor que se le tiene como por temor a las consecuencias de la ofensa cometida- forzada por los resultados electorales. Y entonces allí y aquí aparece el espíritu de una nueva Transición que, a tenor de los resultados, no se trata más que de un cambio de decorados. De un burdo e irresponsable maquillaje de la realidad para dejar las cosas como están. Ni más ni menos.
A las pocas horas de los resultados electorales, Mario Draghi, anunciaba una serie de medidas “incentivadoras” de la economía, jaleado por los mercados y los políticos perdedores. Se trataban, básicamente, de propuestas encaminadas a abaratar los costes de la financiación de la economía y a aumentar los recursos de la banca para que contribuyan a prestar al sector privado, lo que han traducido muchos expertos como una ampliación, más barata, eso sí, de los créditos ya concedidos a los banqueros.
En España, las decisiones no son muy distintas. Con grandes alharacas, el Gobierno de Rajoy nos hace llegar que va a poner en movimiento 11.000 millones de euros para infraestructuras, I+D+i, apoyo al automóvil, al sector industrial, al mercado energético, a las pymes, a la vivienda, etc, y que van a incentivar los préstamos ICO, a adelantar el pago del rescate a la banca, a mejorar la normativa urbanística y, por supuesto, a privatizar actuaciones ligadas a los puertos y a los transportes ferroviarios de viajeros, (pequeñas cirugías liberalizadoras, las llamó Cinco Días). Se trata de la misma cantidad que se entrega a la Iglesia cada año y apenas un 10% de los recortes que se han ejecutado en este país entre los años 2012 y 2014.
Pero el tsunami europeo nos tenía reservada una sorpresa que le iba a venir al pelo a la plutocracia gobernante. Ante el asombro generalizado, el Rey anunciaba en esos días su abdicación, sin que sepamos las causas, sin que sepamos con certeza si se debe a un problema de salud (aunque su medico lo descartó), al resultado de las elecciones europeas, al fracaso del PSOE (la pata progre que sustenta a la Monarquía), al caso Nóos, a la pérdida de popularidad de la realeza, a los deseos de vivir con Corinna, como apuntó Pedro J. Ramírez, a algún nuevo escándalo en ciernes o vaya usted a saber.
Era como si se hubiesen sacado de la chistera la mejor maniobra de distracción. Y entonces empiezan a hablar de una Segunda Transición. Apuntan incluso a un gran pacto del PP y el PSOE. Probablemente a una especie de borrón y cuenta nueva donde se incluirían, con toda probabilidad, las corrupciones de todas las partes y el apuntalamiento del bipartidismo en ruinas con el apoyo de las oligarquías. Las loas a Rubalcaba parecen propias de Agustín de Rojas. Y nos pretenden vender que un cambio generacional es la solución para los problemas de España...
Para amarrarlo todo muy bien, y ante la constatación de que en la calle la ciudadanía demanda una República y la confirmación de que en el Parlamento se están quedando solos para aprobar la propuesta, con la excepción de la muletilla de UPyD, pronto se pone en marcha todo el aparato mediático, que controlan con precisión, para vendernos las bondades de la Monarquía y de Juan Carlos I. Y nos empalagan hasta el hartazgo. Salen a la palestra 34 exministros –la mayoría de ellos hoy sentados en consejos de administración al abrigo de las puertas giratorias- declarándose leales al heredero; los grandes empresarios le piden que siga activo: “Es insustituible”, dicen; un estudio de una universidad americana aparece de pronto diciéndonos que “la democracia con un rey como jefe de Estado aporta un valor al país de 348 millones frente al sistema republicano” (¡¡¡); los artículos pretendidamente serios pero que son más propios de la prensa rosa, los hagiográficos (que narran la vida de los santos) y los panegíricos, se suceden día tras día por docenas; todo se inunda de súbditos y vasallos. De peloteos y babosería. Dicen que el debate sobre Monarquía o República no es apremiante; que las consultas y los referéndum son legítimos, sí, pero ahora están fuera de lugar; que no tiene sentido decir que la República es más democrática, España ya lo es y no importa nada el que la jefatura de Estado la herede una persona o la elijamos entre todos: eso es pecata minuta. Por lo visto, la democracia de este país no la consiguieron sus hombres y mujeres, muchos dejándose la vida en el intento, sino que se la debemos a su Majestad... Lucía Méndez bordó el análisis de la situación en El Mundo (Se aplauden a sí mismos): “Don Juan Carlos perdió el cariño de los españoles y por eso ha abdicado, a pesar de haber dicho que nunca lo haría. Es asombrosa la falta de revisión crítica y los elogios casi estomagantes hacia el rey abdicado. Las élites le aplauden en los actos hasta hacerse daño en las manos. En realidad, no le aplauden a él. Banqueros, empresarios, políticos y sindicalistas se aplauden a sí mismos. Pero no tienen motivos. La deprimida España que deja el Rey a su hijo también es responsabilidad de todos ellos”.
Los escándalos de todo tipo que han envuelto a la Monarquía parece que nunca han existido. Nadie dice nada de sus inversiones opacas, de su fortuna, de sus amoríos, de la necesaria desclasificación de los papeles del 23-F, de los presupuestos reales tan poco transparentes... Y por eso hay que aforarlo, por si hay “follón”, como dice el presidente del Parlamento. La institución goza de una salud envidiable, dicen. Las encuestas que nos hablaban del rechazo de la ciudadanía a la Casa Real parece que nunca existieron... Antes, el CIS se negaba a incluir en las encuestas, por sus resultados negativos, preguntas sobre el Rey (en su último barómetro alcanzó una puntuación de 3,72 sobre diez), pero ahora aparecen sondeos por doquier (El Mundo, El País, el ABC...) que nos dicen que los españoles dan un “aval mayoritario a la corona”; que el 65% valora positivamente los 39 años de reinado de Juan Carlos I y que confían en un 73% en que Felipe será un buen Rey... Y prepárense para cuando tome posesión Felipe VI. Arreciarán los cortesanos. ¡No nos queda nada de bombardeos encomiásticos!
Nos quieren vender que la crisis social y la crisis económica, el desafecto a la política, el rechazo al bipartidismo, los recortes sociales, de derechos y de libertades, la pobreza y la desigualdad, el desprestigio de las instituciones y tantas otras cosas, dependen de un cambio de soberano. Esa es la regeneración de la democracia que nos quieren endilgar. Para que todo siga igual. Como apunta Jordi Gracia, “la abdicación puede ser un ”mea culpa“ simbólico o sólo un último y peligroso mecanismo de autodefensa”.
Las pasadas elecciones al Parlamento Europeo han provocado un auténtico terremoto en el Viejo Continente. El ascenso, en la mayoría de los países, de la extrema derecha racista y antieuropea, la significativa irrupción de una izquierda que demanda una Europa más democrática, más igualitaria y más justa y el batacazo de los partidos socialdemócratas y conservadores, sustentadores del gran pacto con la troika, han hecho poner el grito en el cielo a las élites políticas y económicas. Les ha provocado un auténtico telele. El responsable de Asuntos Europeos del Gobierno griego advirtió de inmediato a sus socios comunitarios que si los estados miembros y Bruselas no toman medidas, “reviviremos formas de gobierno abandonadas ya hace tiempo”. Francia y Reino Unido reaccionaron a una velocidad de vértigo: mientras Manuel Valls anunciaba una bajada de impuestos para frenar al Frente Nacional de Marine Le Pen, Cameron se escoraba hacia la ultraderecha, para restar votos al UKIP, planteando mayores controles a la inmigración y poner al país en su sitio en la UE. Los demás empezaron a hablar de medidas expansivas, de correcciones de desequilibrios...
Lejos de plantearse un ejercicio de contrición que contribuyera a propiciar un auténtico giro en las políticas sociales y económicas que pusiera coto a las desigualdades, los recortes de derechos, la pobreza y el paro, los mandatarios europeos y españoles escenificaron pronto una gran atrición -que según la RAE es el pesar de haber ofendido a Dios, no tanto por el amor que se le tiene como por temor a las consecuencias de la ofensa cometida- forzada por los resultados electorales. Y entonces allí y aquí aparece el espíritu de una nueva Transición que, a tenor de los resultados, no se trata más que de un cambio de decorados. De un burdo e irresponsable maquillaje de la realidad para dejar las cosas como están. Ni más ni menos.