La gran renuncia

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En pocas cabezas cabe una idea como es la de dejar el empleo para dedicarse a la vida contemplativa. En pocas cabezas que combinan la vocación, la destreza y la formación correctamente de forma que no hay ningún domingo por la tarde con su consiguiente lunes. Ahora bien, hay otras que soportan cuerpos en donde se hace media jornada, es decir doce horas de trabajo, la reflexión puede que no quede tan desacertada. En este caso, la falta de conciliación de la vida laboral con la personal, las limitaciones en lo que a las posibilidades de desarrollo profesional se refiere, un contrato más inestable que una escalera coja, un salario escuálido o dotado de poco reconocimiento sobre el desempeño efectuado, una sobrecarga laboral diga de una esclavitud históricamente abolida, una manifiesta falta de motivación cual futbolista que sabe que su equipo descenderá haga lo que haga o un ambiente laboral insoportable donde las úlceras y críticas abundan más que los pedidos de la empresa pudieran conformar un caldo de cultivo adecuado para mandarlo todo al carajo.

Es cierto que, mientras somos fruto de un proceso hipnotizador generalizado, no nos damos cuenta del paso del tiempo mientras amanece y anochece de forma recurrente, con su desayuno, almuerzo y cena, bajo la perspectiva de una rutina disciplinada. Y todo nos parece bien, centrando la atención en boberías u otros aspectos que nos sacan de la monotonía como si hay una ola de calor, llueve en abundancia o una figura estelar del deporte decide algo que nos sorprende.

Peeeero, (siempre hay un pero) puede que un virus pandémico nos obligue a quedarnos en casa sin poder salir, salvo a pasear a la mascota o ir a comprar comida y nos reinicia nuestra cotidianidad. Entonces, cuando tuvimos tiempo, nos pusimos a pensar y nos volvimos trascendentales viniéndonos a nuestra cabeza expresiones como “de dónde venimos y a dónde vamos”. En ese momento puede que nos demos cuenta de que nuestra vida podría estar siendo malgastada, que no somos lo que en un inicio pretendimos ser. Pero, a la vez, también tomamos conciencia que no tenemos ni valor ni herramientas para cambiarla. O no. Una vez llegada esta fase te planteas el cambio. Un cambio radical. Nada cosmético, sino en profundidad. Nada de cambiarte el color del pelo, sino rapártelo. ¿No seremos capaces? Agárrame el cubata…

Puede que nos encante lo que hacemos, pero puede que lo hagamos porque estamos automatizados. No se está defendiendo, ni mucho menos, una postura de sandalia y flor en la boca. El esfuerzo, el sacrificio, la consecución de objetivos, la acción solidaria de crear un entorno mejor en donde todas las partes se vean beneficiadas debe ser monopolizar nuestra forma de ser. El problema surge cuando la plusvalía es apropiada por terceras partes sin el reconocimiento correspondiente. Y ahí decides dar un golpe en la mesa, con lo que logras despertar al resto también y terminan por activarse. A partir de ahí aparecen estrategias de fidelización para que no te vayas como, por ejemplo, subirte el sueldo. Una vez llegado este punto, desconfiemos, no vaya a ser que nos abonen lo mismo, pero en el piso de arriba.