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La mala estrella

19 de septiembre de 2020 11:52 h

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Nada más fácil ni más necio que acusar a los movimientos migratorios de la extensión de la pandemia, allí donde la ineptitud, la torpeza y la carencia de criterios no ha permitido contenerla. Si la invasión de los virus se ha encontrado con un campamento sin defensas, un fortín con las almenas vacías e incapaces de dar la voz de alarma, en muchos sitios, puede que en la mayoría, ni siquiera había alguien al mando. Inevitablemente eso no iba a afectar de igual forma a los diferentes habitantes, ni tampoco a los que llegaban. Con anterioridad a la invasión el mar y los caminos ya estaban llenos de muerte, mientras los tiburones y las hienas recibían una inesperada ración de carne, haciendo imposible el recuento de los cadáveres acumulados durante la huida. Ahora los pocos que tocan a la puerta, con la piel desengrasada y seca, olvidadas las lágrimas y perseguidos por los patógenos, se encuentran con un mundo que los rechaza y que no parece dispuesto a hacerles un hueco –ni siquiera un hueco–, donde descansar durante un rato, sin frío y con ropa limpia, tras el viaje.  

Los seres humanos constituyen una especie vanidosa que trata de escribir la historia del universo a su antojo, y que adjudica la invención de las leyes de la física a un ser que se parece a ella –o al revés– y que las diseña con el objetivo final de que reinen sobre los cielos y la tierra. Desde que aprendieron a andar y a construir balsas flotantes, los miembros de esta familia biológica se han pasado la vida transitando por desiertos, cruzando mares y salvando riscos. Los humanos emigran por necesidad y saltan de prado en prado para reproducirse, para extenderse y para fundar ciudades mientras transforman la naturaleza en bloques de cemento que extraen de su corazón hasta dejar vacíos sus almacenes. Nadie es de ningún sitio y todos procedemos de algún otro del que salimos en algún momento. Por eso el engaño de las identidades constituye una muestra de pijería intelectual, una manifestación de un cierto espíritu depredador y elitista más o menos disimulado, una presunción de permanencia eterna que no tiene más justificación que las fantasías de los profetas y las invenciones interesadas de las ideologías basadas en banderas. No es de extrañar esa mutación nacionalista que se ha producido en el gobierno de la comunidad autónoma  más castigada por la pandemia, la más destacada de Europa en esa carrera hacia el primer puesto de la ineficacia, precisamente en la ciudad que puede pasar a las crónicas como un ejemplo de la estupidez y una prueba de la incapacidad de los dirigentes políticos para ver por encima del nivel de sus zapatillas. Era inevitable que Larra naciera, llorara y muriera allí, olvidando la sombra de su amargura por los rincones de sus calles, en una suerte de memoria histórica inolvidable e infinita.

Si la extensa parte de la Humanidad que ocupa el planeta en regiones maltratadas durante siglos y olvidadas en las últimas décadas ya se moría de hambre –en el África negra, Asia, Latinoamérica u Oriente Medio–, no había más que esperar para que la exposición a cualquier catástrofe natural mermara sus componentes con la crueldad ciega que se ensaña con los pobres. Porque no hay que culpabilizar a la naturaleza por los efectos de los desastres, sino a la desigualdad creada y sostenida por los diseños de los economistas que trabajan para mayor éxito de la banca. Por eso resultan más cínicas las posturas neoliberales que tratan de escudarse en la necesidad y en las debilidades de la raza, y cuya expresión más repugnante se manifiesta a través de  sus lideres y lideresas más destacados, al explicar la extensión de los contagios por la forma de vida de los inmigrantes, culpables de vivir hacinados en un paquete hecho con cascotes, cruzar la ciudad enlatados y puede que utilizar como barbijo una combinación de papel higiénico y retales recuperados de los contenedores de basura. 

A la tragedia de la inmigración únicamente le faltaban la explosión racista y la asfixia vital que afecta a los barrios periféricos de las ciudades. Como si se tratase de la aplicación de un cruel dogma religioso, de un castigo asociado a la inexistencia de cuenta corriente, de una maldición pronunciada antes del nacimiento, cualquier medida llegará allí más tarde y se encontrará con una población muy frágil, que sale a trabajar por la mañana y regresa con la luz de los faroles a compartir los mocos con la familia en una minúscula habitación, sin ventanas ni vistas.

Nada más fácil ni más necio que acusar a los movimientos migratorios de la extensión de la pandemia, allí donde la ineptitud, la torpeza y la carencia de criterios no ha permitido contenerla. Si la invasión de los virus se ha encontrado con un campamento sin defensas, un fortín con las almenas vacías e incapaces de dar la voz de alarma, en muchos sitios, puede que en la mayoría, ni siquiera había alguien al mando. Inevitablemente eso no iba a afectar de igual forma a los diferentes habitantes, ni tampoco a los que llegaban. Con anterioridad a la invasión el mar y los caminos ya estaban llenos de muerte, mientras los tiburones y las hienas recibían una inesperada ración de carne, haciendo imposible el recuento de los cadáveres acumulados durante la huida. Ahora los pocos que tocan a la puerta, con la piel desengrasada y seca, olvidadas las lágrimas y perseguidos por los patógenos, se encuentran con un mundo que los rechaza y que no parece dispuesto a hacerles un hueco –ni siquiera un hueco–, donde descansar durante un rato, sin frío y con ropa limpia, tras el viaje.  

Los seres humanos constituyen una especie vanidosa que trata de escribir la historia del universo a su antojo, y que adjudica la invención de las leyes de la física a un ser que se parece a ella –o al revés– y que las diseña con el objetivo final de que reinen sobre los cielos y la tierra. Desde que aprendieron a andar y a construir balsas flotantes, los miembros de esta familia biológica se han pasado la vida transitando por desiertos, cruzando mares y salvando riscos. Los humanos emigran por necesidad y saltan de prado en prado para reproducirse, para extenderse y para fundar ciudades mientras transforman la naturaleza en bloques de cemento que extraen de su corazón hasta dejar vacíos sus almacenes. Nadie es de ningún sitio y todos procedemos de algún otro del que salimos en algún momento. Por eso el engaño de las identidades constituye una muestra de pijería intelectual, una manifestación de un cierto espíritu depredador y elitista más o menos disimulado, una presunción de permanencia eterna que no tiene más justificación que las fantasías de los profetas y las invenciones interesadas de las ideologías basadas en banderas. No es de extrañar esa mutación nacionalista que se ha producido en el gobierno de la comunidad autónoma  más castigada por la pandemia, la más destacada de Europa en esa carrera hacia el primer puesto de la ineficacia, precisamente en la ciudad que puede pasar a las crónicas como un ejemplo de la estupidez y una prueba de la incapacidad de los dirigentes políticos para ver por encima del nivel de sus zapatillas. Era inevitable que Larra naciera, llorara y muriera allí, olvidando la sombra de su amargura por los rincones de sus calles, en una suerte de memoria histórica inolvidable e infinita.