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Que el mar les sea leve

Cayucos antes de ser destruidos en el Muelle de La Restinga, El Hierro.

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Cuando Ulises regresó a Ítaca haciéndose pasar por mendigo para entrar al que hace veinte años había sido su palacio, sólo le reconoció su perro, Argos, que, envejecido por el tiempo y por la espera, acertó a mover la cola varias veces antes de morir.

Y es que no es lo mismo dejar de buscar que dejar de esperar y cuando no podemos despedirnos siempre estamos mirando a una puerta, al mar, o al horizonte.

Este miércoles, Salvamento Marítimo ha abandonado las labores de búsqueda de las 54 personas que naufragaron el pasado 28 de septiembre a seis kilómetros de la costa de El Hierro en la que ya es la peor tragedia migratoria de la ruta canaria. Después de cuatro días rastreando la zona incansablemente, y al tiempo que desde los equipos de rescate se atendían nuevas llegadas de nuevos cayucos, no hay rastro de los cuerpos para poder darles una sepultura digna, como recibieron en la Isla nueve víctimas del mismo naufragio, algunos identificados, otros no, pero acompañados por vecinos y vecinas de Valverde y La Frontera.

En La Restinga saben muy bien lo que es esperar de la mar malas noticias, un pueblo de pescadores, en un atlántico imprevisible e indómito. Cuando los que migramos fuimos nosotros, a Cuba o Venezuela, o cuando quienes se perdían para siempre eran los pescadores, la necesidad de las personas que se quedaban de entender y de cerrar el duelo era endulzar las historias, hacer poemas de aquellos periplos, reflejarlo en canciones populares. Todo menos el silencio sirve para reparar.

Quizá hoy hay pueblos y ciudades en Mali, Mauritania, Senegal, que para explicar toda esta parte de la historia cuyo final transcurre en las costas canarias, hayan creado poemas, refranes, leyendas. Porque todos los seres humanos compartimos la pasión más universal de todas que es la de necesitar saber dónde llorar a nuestros muertos.

El Gobierno estatal debe garantizar canales de comunicación sean cuales sean las relaciones diplomáticas con los países de origen para que las familias puedan saber si sus hijos, hermanos o amigos han muerto en el Atlántico o los deben seguir esperando y abordar la ruta canaria como un fenómeno humano, histórico e irreversible que no criminalice a quienes que, como otrora hicimos nosotros y tendrán que hacer nuestros hijos, buscan una vida mejor, una situación climática mejor, estabilidad económica, no vivir en guerra perpetua o, sencillamente, perseguir un anhelo.

Los profesionales de la salud mental que han trabajado con personas migrantes hablan del síndrome de Ulises que padecen; un estrés crónico por haber dejado atrás el mundo que conocían en situaciones extremas. Quizá en sus pueblos eran maestros, sabemos que algunos eran panaderos, pero todos ellos héroes por emprender un viaje así detrás de un horizonte azul tan grande. Al llegar aquí si sobreviven, encuentran un discurso político hostil que les criminaliza y les hace no merecer un lugar tras tanto sufrimiento, haciendo que la mayoría social vea en ellos un enemigo y distraiga su atención de quienes realmente les están chupando la sangre y aprovechándose de su fuerza de trabajo y tiempo de vida.

Nuestra época nos interpela a tomar la firme decisión de ponernos del lado de los Derechos Humanos y de no conformarnos por el modo en que los gobiernos van a permitir que salgamos en la foto de la Historia. No ha nacido el político canario que pueda acaparar la capacidad de acogida de este pueblo, también imprevisible, más parecido a las vecinas de Valverde que se organizan por WhatsApp para ir a los entierros, que a los políticos que no han movido ni un evento de su agenda para ir a decirle al personal de Salvamento Marítimo y Cruz Roja: “Gracias por subir el listón del modo en que nos van a recordar”.

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