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De la moda y otros embustes

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Si escribimos “la arruga es bella” probablemente casi nadie recuerde de dónde viene este lema publicitario. O sí. Fue un banderín de enganche posmoderno y extravagante a una manera de vestir y casi de ser. Eso se creía, aunque la ideología campaba por sus ausencias. Hoy no hay arrugas bellas porque la uniformación social y la plancha postcultural han alisado y hacinado lo discorde.

Tampoco quedan cronistas de aquella insólita apología de lo incorrecto en la que el mester de progresía pasó de la pana al lino sin estación epistemológica intermedia. Juan Cueto y Vicente Verdú, y, a su manera, Manuel Vicent, que todavía resiste en El País, firmaron una crónica de la estética palpitante del momento y de la ética demoledora del instante. Todos estábamos en intempestiva lectura de Roland Barthes, o así lo contábamos. Umbral era otra cosa, la frivolidad hecha añicos cada mañana en su columna como proyección de un ego maldito en dificultosa convivencia con la felicidad ajena. Todo iba muy rápido, “deprisa, deprisa” como en la película de Saura, y la moda, masculina y femenina, estaba sujeta a revoluciones por minuto inaprensibles.

Así pasamos de la “pasarela Cibeles” a una no sé que semana fashion y una marca de coches. Muy sintomático. Para conocer dónde los fastos de ahora, basta con sentarse cinco minutos en un banco delante del edificio Beatriz de la madrileña calle de Ortega y Gasset –antigua sede central del Banco Popular, quintaesencia de la banca patria- entre el quiosco de flores y el quiosco de prensa, y observar las gentes que entran y salen de él: parece que se prestaran traje, camisa y zapatos, por lo menos ¿O será obligatorio vestir así? No pienso escribir cómo. Las mujeres, casi siempre, se regodean en la diversidad y se inventan a sí mismas en una estética sin compromisos. Pero hay pocas mujeres en ese edificio. En la esquina sigue una gran cafetería VIP’S, sin libros, sin discos, sin prensa ni revistas. Solo comida de nota media y razonable en el enjambre de locuras, extravagancias y desbarajustes culinarios que inundan la capital de las Españas peninsulares.

Casi al mismo tiempo, casi cuarenta años atrás, Joaquín José Víctor Bernardo Giménez-Arnau Puente, alias Jimmy, me pedía un teléfono tranquilo cerca del plató de TVE en Sant Cugat donde estábamos grabando un programa de enjundioso debate cultural entre él y Maruja Torres. Necesitaba saber cómo estaba su padre, muy enfermo. Colgó el teléfono y lloró. Su padre murió al día siguiente. Periodista feliz e indocumentado entonces, acabé con Maruja Torres en las urgencias del hospital Clínico por un molesto esguince de tobillo. De Jimmy no supe más hasta que coincidimos en el mismo médico en Madrid, un internista de prestigio. Y es que siempre topamos con las iglesias del alma y del cuerpo. Si la arruga fuera bella, un autrefois, las cosas serían más llevaderas. Casi seguro que no existiría una Venezuela esquilmada por el capitalismo liberticida durante un siglo (me arriesgo a denuestos) Tampoco haría falta explicar casi nada a la hora de corresponder a la belleza y dejarse deslumbrar por ella. Maruja Torres, por cierto, ha escrito un libro de recomendable lectura: es una de nuestras catedráticas.

Si escribimos “la arruga es bella” probablemente casi nadie recuerde de dónde viene este lema publicitario. O sí. Fue un banderín de enganche posmoderno y extravagante a una manera de vestir y casi de ser. Eso se creía, aunque la ideología campaba por sus ausencias. Hoy no hay arrugas bellas porque la uniformación social y la plancha postcultural han alisado y hacinado lo discorde.

Tampoco quedan cronistas de aquella insólita apología de lo incorrecto en la que el mester de progresía pasó de la pana al lino sin estación epistemológica intermedia. Juan Cueto y Vicente Verdú, y, a su manera, Manuel Vicent, que todavía resiste en El País, firmaron una crónica de la estética palpitante del momento y de la ética demoledora del instante. Todos estábamos en intempestiva lectura de Roland Barthes, o así lo contábamos. Umbral era otra cosa, la frivolidad hecha añicos cada mañana en su columna como proyección de un ego maldito en dificultosa convivencia con la felicidad ajena. Todo iba muy rápido, “deprisa, deprisa” como en la película de Saura, y la moda, masculina y femenina, estaba sujeta a revoluciones por minuto inaprensibles.