Espacio de opinión de Canarias Ahora
Una modesta proposición en favor de nuestros bosques
Cada vez sabemos más de cuanto influye en la propagación de los incendios: el calor, la sequedad, los vientos, la deficiente limpieza de los bosques. Sin embargo, y por extraño que parezca, no es mucho lo que sabemos sobre cuanto facilita su producción intencionada.
Las razones de ese desconocimiento parecen obvias. Unas atañen a las dificultades de la investigación criminológica en general, cuyas muestras de estudio son por fuerza fragmentarias y sesgadas. Otras se nos antojan más específicas: los incendios intencionados son delitos tan fáciles de cometer como difíciles de investigar, por mucho que se especule sobre sus móviles. Obviaré los que obedecen a vendettas o a intereses mafiosos, para centrarme en los que se perpetran “porque sí”, de forma aparentemente gratuita.
A juzgar por algunos estudios de psicología forense, la satisfacción que se persigue en la provocación gratuita de un incendio es parecida a la del onanismo: tanto más intensa cuanto más solitaria. Garantizar como sea esa exultante clandestinidad, esa complacencia impune y secreta en el infierno provocado por la propia mano, es un móvil que extrema el sigilo del delincuente y lo conduce a actuar con redoblada astucia. Cabe imaginar el punto en que se activa el mecanismo: allí donde confluyen un máximo daño ambiental y un mínimo riesgo para sí. Diré, por no extenderme, que en el incendiario “porque sí” conviven el narcisista, el sádico y el voyeurista, a la búsqueda de una ocasión ideal: la de un ojo y una mano inadvertidos, que ofrecen al Yo una escena de omnipotencia.
Por lo dicho se verá que no es mi intención, ni mucho menos, adelantarme al acto incendiario mediante la confección de prontuarios o recetas. Solo pretendo relacionar la dinámica pulsional del productor voluntario de incendios con las reacciones más comunes que nos encontramos en su entorno. Y, a partir de ahí, invitar a que actuemos con los potenciales autores como ya lo hacemos con los incendios: evitando que salte la chispa y, en el peor de los casos, minimizando la posibilidad de nuevos focos.
Hace ya 50 años, un psiquiatra alemán llamado Walter Pöldinger introdujo en la génesis del suicidio una noción hasta entonces inadvertida: la influencia de los medios en la mente del potencial suicida. No solo destacó su importancia, sino que señaló también el momento de su incidencia: entre las vacilaciones previas y la determinación de quitarse la vida. Esta observación empírica es congruente con lo apuntado por Freud sobre el destino de las pulsiones, que es un destino siempre abierto al acontecer. El caso es que, por una vez en la historia, la consistencia de las observaciones clínicas impactó de un modo más o menos sensible y duradero en el comportamiento colectivo. Ya en el año 2000, la OMS publicó el documento Prevención del suicidio: Un instrumento para profesionales de los medios de comunicación, que considero de obligada lectura para quienes se ocupen de informar.
No se me ocurren impedimentos para aplicar la misma línea de investigación, con todos sus corolarios sociales, a una serie de conductas heteroagresivas. Pienso sobre todo en eso que el controvertido DSM llama “trastornos del control de los impulsos”.
Cierto que la traslación no es tan simple, por razones que no vienen al caso. Además, muchas cosas han cambiado desde aquellos estudios de Pöldinger. Todo va tan aprisa que hasta las instrucciones de la OMS se están quedando cortas. Los suicidios promovidos en las redes sociales vienen a demostrarlo, con su trágica estela de estupefacción e impotencia. Pero es precisamente ese ámbito, el de las redes y su vertiginoso flujo, lo que ahora me mueve a escribir.
A lo largo de estos días y en relación con los incendios, a la pantalla de mi ordenador han acudido en tromba imágenes y comentarios de toda clase. Me parecía estar asistiendo a una siniestra competición, en la que cada foto y cada frase aspiraba a superar a las demás en contenidos perturbadores. ¿Acaso es esa una forma de luchar contra el fuego? No, de ninguna manera. El énfasis en lo dantesco o lo jeremíaco, la acumulación de imágenes que nada añaden ni esclarecen, la escalada de comentarios y ocurrencias más o menos “originales” y vehementes, el oportunismo más o menos ideologizado… todo eso solo contribuye a propiciar la sensación de caos y a exacerbar la dinámica pulsional de no sé cuántos incendiarios potenciales: ojos inadvertidos, miradas que rastrean la desolación y el desconcierto ajenos, mecanismos en espera de activarse.
No, insisto. Si la opción es defender el bosque desde la mesa del bar o la tumbona de la playa, hagámoslo de otra forma. Abandonemos la inercia de buscar culpables en los que descargar nuestra frustración, la rutina de increpar a diestro y siniestro, el postureo en la web para maquillar nuestro escaso o nulo compromiso. Demostremos por una vez, en la defensa del bosque y su recuperación, que somos un pueblo capaz de sacrificio, disciplina y organización colectiva: cientos de miles de personas ya dispuestas para estar allí donde la isla nos requiera, en un esfuerzo vertebrado y también (de todo corazón lo deseo) sabiamente dirigido por quien corresponda.
No se me ocurre otro modo de parar los pies a potenciales incendiarios.
Cada vez sabemos más de cuanto influye en la propagación de los incendios: el calor, la sequedad, los vientos, la deficiente limpieza de los bosques. Sin embargo, y por extraño que parezca, no es mucho lo que sabemos sobre cuanto facilita su producción intencionada.
Las razones de ese desconocimiento parecen obvias. Unas atañen a las dificultades de la investigación criminológica en general, cuyas muestras de estudio son por fuerza fragmentarias y sesgadas. Otras se nos antojan más específicas: los incendios intencionados son delitos tan fáciles de cometer como difíciles de investigar, por mucho que se especule sobre sus móviles. Obviaré los que obedecen a vendettas o a intereses mafiosos, para centrarme en los que se perpetran “porque sí”, de forma aparentemente gratuita.