En estos días me ha venido a la memoria una dinámica de grupo en la que participé una vez en la Universidad -no recuerdo en qué asignatura, ni siquiera en qué carrera- que consistía en intentar averiguar de antemano cómo reaccionaríamos ante determinadas situaciones. El profesor lanzaba una hipótesis y teníamos que contestar rápidamente y, si era posible, con una sola palabra.
Recuerdo que nos dijo que imagináramos que sucedía una desgracia súbitamente, que teníamos que salir de casa corriendo y que escribiéramos sin pensar lo primero que cogeríamos, aclarándonos que nuestra respuesta debía ser un objeto, algo material.
El resultado fue aplastante, ganó por mayoría la tecnología. La práctica totalidad de mis compañeros y compañeras se inclinaron por llevarse el móvil, la televisión, el coche, la tablet o la play station. Únicamente una compañera y yo nos salimos de esa respuesta unánime. Ella dijo que pondría a salvo un cuadro que era muy importante para su familia y yo todas las fotografías que pudiera.
Cuál ha sido mi sorpresa al ver en estos días a los palmeros y palmeras saliendo de sus casas con todas las imágenes que eran capaces de cargar, después de haberse cerciorado que llevaban ya consigo la documentación más importante y algo de ropa y calzado.
No soy experta en psicología y no sé cuál puede ser la razón para darle importancia a esas fotografías y cuadros que, en su mayoría, nos sabemos de memoria y a las que no prestamos demasiado caso los demás días, pero creo que puede tener que ver con no olvidar la raíz, con tener pruebas físicas de que los momentos felices existieron, fueron reales y que las cosas pasaron tal y como recordamos, aunque a veces el paso del tiempo haga que estemos confundidos o que se nos olviden algunos detalles.
Esas imágenes nos recuerdan que fuimos pequeños, que jugábamos en la calle y que íbamos llenos de tierra de arriba abajo; nos corroboran que amamos a mucha gente y que mucha gente nos quiso a nosotros; nos muestran rincones de nuestra casa, paisajes cercanos e incluso a veces hasta nos trasladan a celebraciones únicas como bodas o la llegada de nuevos miembros.
Son pedacitos palpables de nuestra vida que consiguen que nuestra casa sea precisamente eso, nuestro hogar, y no una habitación de hotel.
Sabemos y nos consuela saber que casi todo lo que la lava está destruyendo en La Palma se puede reconstruir con tiempo y esfuerzo, pero ¿qué pasa con los recuerdos?
“No tengo ni una sola foto de mis hijos pequeñitos”, lloraba a mares una de las primeras personas que huyó de su casa con lo puesto tras la explosión del volcán. No sollozaba por su casa ni lo hacía por la incertidumbre del futuro sino por haber perdido esas fotografías en las que se podría haber recreado durante toda su vida y que la conectaban directamente con una época muy feliz de su vida.
En la actualidad, la tecnología y las fotos en formato digital prácticamente han eliminado las del papel y contamos con los dedos de una mano las que tenemos en portarretratos o enmarcadas, pero el sentimiento sigue siendo exactamente el mismo, sólo hay que ver cómo seleccionamos en nuestros teléfonos las favoritas o cómo colocamos de fondo de pantalla las que son más importantes y la ilusión que nos hace cuando alguna red social nos recuerda alguna de ellas. Las almacenamos por miles, con la idea de imprimirlas algún día, pero en realidad no nos hace falta, solo necesitamos saber que están ahí y que si necesitáramos verlas sería fácil hacerlo. Si llegásemos a perderlas sentiríamos que se nos va para siempre una parte enorme de nuestra vida y por eso las colocamos en carpetas, las archivamos y volvemos a archivar y las subimos a la nube, aunque muy probablemente ni las volveremos a contemplar.
Ahora mismo La Palma es uno de los lugares más fotografiados del mundo. Se trata de imágenes llenas de tristeza, de pérdida y de incertidumbre que nos ponen los pelos de punta día tras día, pese a la belleza que nos transmite la fuerza de la naturaleza en todo su esplendor.
Para el recuerdo quedará ya la imagen de un trabajador cargado con una piña de plátanos y cubierto de ceniza, o las coladas incandescentes bajando por las laderas, o las casas enterradas en ceniza o la iglesia de Todoque cayendo como si fuera una de las Torres Gemelas.
Se trata de un grandísimo trabajo de profesionales gráficos como Fran Pallero, Andrés Gutiérrez, Ramón de la Rocha o Kike Rincón (y otros tantos que ruego me perdonen por no nombrarlos) y también de decenas de camarógrafos que trabajan en la Isla Bonita empeñados en dejar constancia de lo que allí está pasando desde el punto de vista más humano posible y plasmando la crudeza de las emociones que nacen bajo un volcán en erupción.
Pero no olvidemos que muy pronto esos mismos fotoperiodistas nos inundarán con otras imágenes muy diferentes en las que la reconstrucción, la esperanza y el futuro serán los protagonistas porque su trabajo es el más fiel reflejo de que la vida está en constante cambio y nunca se detiene, de hecho, está renaciendo a borbotones en las entrañas del volcán y está cambiándolo todo en La Palma y también fuera de allí.
Ahora todo es triste y gris, la ceniza y el humo lo invaden todo, también el alma de los palmeros y palmeras, pero el volcán se apagará, el viento llegará y nos traerá aire fresco y, entonces, la vida renacerá y el trabajo conjunto de todos los canarias y canarios hará resurgir a La Palma de nuevo más fuerte y más bonita si cabe, y será en ese momento cuando querremos hacernos un montón de nuevas fotos para presumir de que seguimos aquí y que ningún mal, por devastador que sea, puede acabar con nosotros ni tampoco con el amor que le tenemos a nuestra tierra, aunque a veces nos haga daño.
¡Fuerza, La Palma! No te vamos a dejar sola.