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Réquiem con la voz entrecortada

Santiago Pérez

Es la noticia que nunca quise escuchar, la que debí acabar creyendo que no ocurriría a pesar de que estaba escrita en el horizonte de malos augurios de una enfermedad ponzoñosa, la de que se habían apagado la luz y la vitalidad de Pedro Javier.

Le pienso de niño, acampado en Las Lagunetas, destelleando ese encanto tan suyo. Porque Pedro fue todo encanto. Encanto y dignidad, esa cualidad anudada a la inteligencia del ser humano.

Pedro, isleño hasta los rincones del alma, fue lo mejor que pueden dar de sí estas tierras del sur. Lo mejor de las mejores tradiciones libertarias e igualitarias del socialismo. Una de las personas más admirables de esta España de entre dos siglos.

No sé si hay algo después de la muerte, ni siquiera si vivir en el recuerdo de quienes nos conocieron y nos quisieron es seguir viviendo. Pero sí sé que ninguna creencia o descreencia en el más allá nos dispensa del anhelo de vivir, de intentar tozudamente la felicidad, de creer en valores que valen por sí mismos, porque merecen la pena.

No es fácil que la libertad y la igualdad se encarnen en un ser humano; pero Pedro Javier ha sido sus ideas y sus valores. Se convirtieron en su sustancia, eran él mismo.

Y ese es el ejemplo que nos deja y nos emociona. El de su valentía y su consecuencia.

El que mantendrá titilando su mirada limpia, sus rizos y su sonrisa en la memoria de los que le conocimos y le quisimos.

La noticia triste que nunca debió llegar, el réquiem que nunca quise pronunciar con voz entrecortada.

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