A mediados de junio, Nieves Concostrina intervino en el programa de radio La Ventana, que dirige Carles Francino, haciendo un ejercicio de memoria colectiva para recordar la lucha vecinal de los habitantes del barrio obrero de Orcasitas (Usera, Madrid) durante la década de 1970, cuando se articularon para defender sus derechos con el fin de mejorar sus deplorables condiciones de vida, ya que el Ayuntamiento de esa ciudad solo estaba interesado en promover la especulación urbanística de esa zona deprimida.
La pobreza y la miseria se reproducían en cada centímetro cuadrado de ese espacio, lo mismo que en otros de idénticas características de esa capital, convertidos en basureros humanos a ojos tanto del poder político como económico, que estaban predispuestos a que los “olvidados” siguiesen sobreviviendo en ese estado de abandono.
Como bien expresó Concostrina, la solidaridad vecinal y la implicación ciudadana se convirtieron en dos poderosos mecanismos para aunar las voluntades de quienes no estaban dispuestos a seguir sufriendo de esa manera. Solo su esfuerzo colectivo y la toma de conciencia les llevaron a cambiar esa realidad, aprendiendo además que una de las armas más importantes para modificar sus condicionantes era perder el miedo a manifestarse públicamente. La organización de esta presión molestaba a dichos poderes porque hacía visible a un colectivo con multitud de déficits, que chocaba abiertamente con la supuesta imagen deprogreso de una ciudad y de un país que intentaban abrirse a Europa. Simplemente, era la muestra de los fuertes desequilibrios socioeconómicos que existían y la cantidad de esfuerzo que tuvieron que invertir todas esas personas analfabetas para conseguir algunos recursos básicos que se les negaban.
Fue una victoria fraguada centímetro a centímetro, entre incertidumbre y muros administrativos, entre promesas y trámites burocráticos incomprensibles para ellas.
Por eso, cuando terminó su intervención, incidió en cómo era posible que, tras tantas protestas y tras partirse la cara para alcanzar una vida más digna, muchos hubiesen olvidado toda aquella lucha vecinal para salir de la miseria, teniendo en cuenta que los políticos les daban la espalda y se avergonzaban de barrios como Orcasitas, mientras ellos comían suculentamente a diario y hacían gala de su ostentación y de las propiedades que acumulaban.
Con este duro bagaje a cuestas, era incomprensible que, familias que habían sufrido todo tipo de calamidades, apoyasen en pleno siglo XXI a la derecha política, caracterizada por la privatización de los servicios públicos, la falta de atención al desarrollo de las zonas deprimidas de dicha ciudad y el establecimiento de una clara jerarquía para favorecer a los barrios ricos frente a los pobres, parámetros que se cumplen con exactitud en el resto del Estado.
Hoy en día, encender un interruptor de la luz en nuestras casas es un acto común y normalizado, que no conlleva ninguna valoración de fondo. Tampoco es un episodio revolucionario. Durante muchas décadas del siglo pasado, ese gesto se le negó a millones de personas de españoles, integrantes de distintas generaciones que estaban acostumbradas a salir de la oscuridad utilizando velas y quinqués, trabajando durante largas jornadas sin ningún tipo de derechos ni contrato laboral ni asistencia médica cuando se ponían enfermas y vistiendo casi a diario la misma ropa. Aun así, lo único que nunca perdieron fue su dignidad.
Ser pobre no estaba reñido con esta última cualidad, aunque había que morderse la lengua y bajar la cabeza para comer a diario en una sociedad autoritaria y llena de señoritos de ricas familias que todavía se creían con el derecho de propiedad sobre la vida de otros.
Esa lucha vecinal fue la memoria de un país, donde la eclosión del asociacionismo durante la Transición se convirtió en una oportunidad de participación democrática única para una transformación social sin precedentes, basada en las opiniones libres de mujeres y hombres que conocían perfectamente sus deficiencias y que comprendían que sus demandas eran en beneficio colectivo.
El barrio era lo primero, pero para ello había que alzar la voz, caminar unidos hasta la puerta de los que mandaban, sentir cómo su sangre corría intensamente por sus venas en ese proceso y enfrentarse a quienes jamás se mezclarían con una clase social tan baja. Esa masa de analfabetos, acostumbrados a silenciar sus opiniones y sus pensamientos por miedo a las represalias, herederos de una España que todavía desprendía un olor militar rancio, se despojó de su resignación para dar un paso decisivo, que marcaría un antes y un después.
Los años y las décadas avanzaron para esos vecinos y vecinas de barrios semejantes a Orcasitas, distribuidos a modo y semejanza por multitud de núcleos urbanos del país, así como en localidades de carácter rural, donde también imperaba por encima de todo la decisión de los grandes propietarios de la tierra, que además estaban vinculados directamente a los ayuntamientos. El asociacionismo o el simple hecho de la actuación vecinal conjunta con un carácter reivindicativo mejoraron otros aspectos de su día a día porque era una vía de justicia social, actuándose de manera autónoma y autogestionaria, al margen por tanto de los condicionantes y la presión del poder político.
Pero llegó un momento en que unos y otras, junto a sus descendientes, se acomodaron a un modelo de desarrollo basado en el supuesto estado del bienestar, bajo el cual continuaron patentes los fuertes desequilibrios y que respaldó la dependencia hacia el dinero y el consumismo. Por eso, el verdadero asociacionismo vecinal se secó como el cauce de un río que antes llevaba un abundante caudal. Muchas asociaciones fueron cayendo paulatinamente bajo el control de los partidos políticos gobernantes, independientemente de su ideología, ejerciendo su influencia a través de otros vecinos relacionados directamente con ellos para mantenerlas afín a sus intereses, arrastradas además voluntariamente a la peligrosa esfera de la dependencia de las subvenciones económicas para su subsistencia como organización.
Actualmente, esa misma derecha sigue detrayendo derechos y libertades gracias a su acérrimo neoliberalismo, acrecentando la división entre ricos y pobres, entre el lujo concentrado en pocas manos y la total sumisión a la marcha de la economía y de los bancos del resto de la población.
La memoria colectiva de quienes sufrieron penalidades como las apuntadas por Concostrina debería convertirse en aliciente suficiente para frenar todas las actuaciones políticas que continúan erosionando su condición humana y la nuestra. ¿Acaso no recuerdan todas las penalidades por las que pasaron, todo lo que significó esas luchas vecinales conformadas por rostros anónimos que desafiaron el orden establecido para vivir con decencia?