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Presunción de inocencia

El caso de Diego -desconozco si aún en estos momento sigue llevando escolta policial por temor a un linchamiento como la tuvo bastantes días después de que los forenses demostraran que no tuvo nada que ver con la muerte de la pequeña- es el paradigma de un hecho que a fuer de repetitivo menoscaba hasta el límite uno de los valores fundamentales del Estado de Derecho.

Ante la sociedad española, un joven que ve con dolor como desaparece una niña a la que según todos los datos quería como su hija, se convierte, de repente, a la vista de todos, en un terrible violador y asesino, porque los encargados por velar su seguridad jurídica y sus derechos constitucionales fallaron estrepitosamente, alimentados por el morbo de una masa a que le gusta hurgar en la barbarie y regodearse en los instintos más primarios. Los daños a su honor, a su moral y su psique -que a lo mejor en su día tendrán cierta reparación monetaria- serán pronto olvidados sin que nadie pague por ello, y no me estoy refiriendo a una indemnización material. Ahora resulta que todo el mundo actuó perfectamente: la Guardia civil calificó de “inmaculada” su actuación, la consejería de Sanidad negó “rotundamente” cualquier filtración a los medios de comunicación y la prensa pidió disculpas. Como siempre las filtraciones provienen de otro mundo. Del más allá quizás.

Pero yo no quiero hacer un texto más sobre este desgraciado accidente que atentó directamente contra un derecho esencial de un ciudadano, sino pretendo, al hilo de ello, profundizar en un hecho que se repite cada vez más, menoscabando el sistema democrático, porque cuando dejamos de garantizar la inocencia de los hombres y mujeres de este país atacamos directamente a su libertad.

Aunque ya en el Derecho Romano podíamos encontrar atisbos de defensa de la presunción de inocencia, fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia de 1789 la que derribó el concepto medieval de concebir culpable al acusado,“debiendo presumirse todo hombre inocente mientras no sea declarado culpable, si se juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para asegurar su persona, debe ser severamente reprimido por la ley”.

En la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1948, se dispone que “toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”. También el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la ONU en 1966, señala que “toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley”. Igualmente, la Constitución española de 1978, en su artículo 24, apartado 2, obliga a un juicio sin dilaciones y a la presunción de inocencia.

Es imprescindible para un régimen de libertades avalar sin matices que sólo una sentencia judicial puede condenar a un imputado sin que éste tenga que ser tratado como culpable y sin que tenga que construir su inocencia. Dice Manuel Cobo del Rosal que no debería llamársele así sino denunciado o querellado, por lo menos, hasta realizadas determinadas diligencias.

Pero nada de esto está sucediendo en España en estos momentos, en la inmensa mayoría de los casos. No se trata de cercenar la libertad de prensa, auténtica garantía de libertades, ni de que deba coartarse el debate ni la acción política legitimada para denunciar las arbitrariedades y corrupciones desde la responsabilidad y la rendición de cuentas a la Ley, se trata de respetar un derecho constitucional inviolable que garantiza al ciudadano su libertad, valor supremo en un sistema democrático.

En muchísimas ocasiones estamos asistiendo, dígase en Canarias o en cualquier otro rincón del Estado, a una auténtica perversión del proceso policial y judicial al acusar, detener e imputar a ciudadanos sin las garantía democráticas imprescindibles. Así nos situamos una y otra vez ante filtraciones interesadas que menoscaban el honor y las garantías constitucionales y que mediatizan y obstruyen el procedimiento judicial, sin que se persiga o descubra a los culpables; se acude a detenciones mediáticas, pretendidamente ejemplarizantes, que buscan el juicio, la culpabilización inmediata y el asesinato de la imagen de personas que, como garantiza la Constitución, son inocentes hasta que no sean juzgadas; se montan juicios paralelos disminuyendo las garantías procesales; se quebrantan los secretos sumariales...etc. No puede ser que una imputación se convierta en una duda sobre una persona, en una condena inmediata durante muchos años, los que dure el tiempo de ser juzgado. Por cierto qué lejos del proceso a Bernard Madoff en Estados Unidos dónde se tardó apenas 200 días en juzgarlo y condenarlo.

En Francia se ha aprobado una Ley de Protección de la Presunción de Inocencia y Derecho de las Víctimas, en Gran Bretaña es usual la prohibición de difusión de datos sobre asuntos que se estén juzgando, en Estados Unidos es frecuente la declaración de nulidad de juicios por su utilización mediática y en Holanda, por ejemplo, se prohíbe la publicación de una foto de alguien que no haya sido condenado.

Otro tanto sucede con el abuso de la prisión preventiva. Escribió Mariano José de Larra que “la detención previa es una contribución corporal que todo ciudadano debe pagar cuando, por su desgracia, le toque; la sociedad, en cambio, tiene la obligación de aligerarla, de reducirla a los términos de indispensabilidad, porque pasados éstos comienza la detención a ser un castigo, y, lo peor, un castigo injusto y arbitrario, puesto que no es el resultado de un juicio y una condena”. El artículo 520 de la ley de Enjuiciamiento Criminal señala que “la detención y la prisión provisional deberán practicarse en la forma que menos perjudique el detenido o preso en su persona, reputación y patrimonio”.

Hay que luchar hasta la extenuación contra la corrupción, contra el delito en cualquiera de sus vertientes, por la pulcra observancia del ejercicio de la función pública, pero desde el respeto más absoluto a los principios por los que se rige este Estado de Derecho. No podemos permitirnos la barbarie de prescindir de ello, aunque a veces convenga a algunas de las partes en liza.

* Alcalde de Agüimes

Antonio Morales*

El caso de Diego -desconozco si aún en estos momento sigue llevando escolta policial por temor a un linchamiento como la tuvo bastantes días después de que los forenses demostraran que no tuvo nada que ver con la muerte de la pequeña- es el paradigma de un hecho que a fuer de repetitivo menoscaba hasta el límite uno de los valores fundamentales del Estado de Derecho.

Ante la sociedad española, un joven que ve con dolor como desaparece una niña a la que según todos los datos quería como su hija, se convierte, de repente, a la vista de todos, en un terrible violador y asesino, porque los encargados por velar su seguridad jurídica y sus derechos constitucionales fallaron estrepitosamente, alimentados por el morbo de una masa a que le gusta hurgar en la barbarie y regodearse en los instintos más primarios. Los daños a su honor, a su moral y su psique -que a lo mejor en su día tendrán cierta reparación monetaria- serán pronto olvidados sin que nadie pague por ello, y no me estoy refiriendo a una indemnización material. Ahora resulta que todo el mundo actuó perfectamente: la Guardia civil calificó de “inmaculada” su actuación, la consejería de Sanidad negó “rotundamente” cualquier filtración a los medios de comunicación y la prensa pidió disculpas. Como siempre las filtraciones provienen de otro mundo. Del más allá quizás.