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Mismo problema. Diferente solución

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Cuando los precios suben, pues suben y a ese comportamiento se le llama inflación. Cuando bajan, pues deflación. Así de sencillo. No obstante, puede que suban o bajen por causas totalmente distintas, por lo que las implicaciones y remedios para evitar una brusca desestabilización, también son diferentes. Porque, ¿estamos ante una inflación de demanda, es decir, una inflación provocada por un incremento importante de la propensión a consumir? ¿O estamos en un contexto de crecimiento espectacular de los costes que hace inasumible la estabilización de los precios? Pues resulta que en 2021 las características del comportamiento de los precios se centraban más por el lado de la demanda al dar rienda suelta a la cantidad de ahorros generados en 2020 por culpa de la pandemia, mientras que, en 2022, una inflación de costes parece haber tomado el protagonismo principal de la ecuación.

Y como dijimos, un resultado diferente merece unos instrumentos diferentes. En este caso, para la inflación de demanda qué mejor que incrementar los tipos de interés para “enfriar” los impulsos consumistas a la vez que se mejora la rentabilidad de los ahorros. Por otro lado, para la de oferta, pese a quien le pese, la política fiscal ha de ser expansiva liberando renta por un lado y disminuyendo la estructura de costes por el otro. Como puede verse son contradictorias y es como leer un prospecto de cualquier medicamento, en donde te genera más miedo e incertidumbre que certezas.

A partir de ahí, el ámbito monetario lo tiene claro. Los tipos de interés de mercado, como es el Euribor, poco a poco se va incrementando. Sobre el debate sobre subir o bajar los impuestos la cosa no está tan clara. Es cierto que puede que no interese por varios motivos. Uno de ellos es que la recaudación fiscal va viento en popa y, claro, dados los déficits, las deudas y la financiación de los servicios, genera urticaria el tocarla. En este sentido, hay que reconocer que la presión fiscal va creciendo poco a poco en los últimos diez años desde 2009 y en 2020 registró su máximo, en el 37,5% del PIB. El dato, pareciendo alto, se sitúa por debajo del 41,8% que supone la media de la zona euro. A partir de ahí, y solo como un ejercicio meramente comparativo, el país de Europa con más presión fiscal es Francia, con el 47,5% del PIB. Le siguen Suecia e Italia con el 43,7% y 43%, respectivamente. Por el contrario, Eurostat recoge que países como Rumanía (27,2%), Suiza (27,7%) y Malta (30,4%) tienen las presiones fiscales más bajas. Ahora bien, si nos comparamos con la OCDE, estamos ligeramente por encima, teniendo en cuenta que la muestra se amplía de forma considerable tomando como referencia otras regiones del mundo.

¿Y entonces qué hacemos? Al reflejar el peso que representa la recaudación sobre la riqueza de un país, esta puede crecer por un aumento en la recaudación por parte de los impuestos o por una caída del Producto Interior Bruto. Claro está que tal vez el debate no sea si deben subir o deben bajar las cargas fiscales. En regiones con altos niveles de concentración de la renta, donde la desigualdad ha sido y es muy elevada, donde las clases medias, que la OCDE ha venido identificando como las que registran del orden del 40% de los ingresos medios, empeoran poco a poco su situación desde 1970 en los países desarrollados, los debates generalistas nos hacen perder perspectiva, y tal vez una recomposición de la fiscalidad en aras de un proceso creciente de cohesión económica y social podría ser un buen comienzo. Para empezar, no estaría mal.