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Quico Urdiales tenía un cañón de futuro

José Luis Domínguez

4 de septiembre de 2024 19:25 h

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Quico Urdiales era una persona de esas capaces de hacerlo todo con sus manos: lo mismo pintaba una casa que arreglaba la avería de un coche, construía una mesa, reparaba un grifo que goteaba o plantaba un árbol.

Entrado en la treintena, Quico sobrellevaba ya un matrimonio fallido y un trabajo frustrante: decidió apartarse de la civilización y concederse un tiempo para la reflexión. 

A principios de los años ochenta, se fue de acampada a Guguy, donde conoció a Gabriella, una italiana afincada en Gran Canaria. Se enamoraron y descubrieron que acariciaban un mismo sueño: dejarlo todo e irse a vivir en contacto directo con la naturaleza.

En medio de esa hendidura entre montañas, en un barranco perdido al que no llegan vehículos de motor, con el mar a hora y media de caminata y el lugar habitado más cercano a tres, se establecieron. Allí viviría Quico hasta su muerte. 

Bajo aquellos riscos impresionantes reconstruyeron una casa campesina en ruinas, cultivaron la tierra, adoptaron cabras, gallinas y burros y tomaron el agua de un manantial cercano. Por mucho tiempo no dispusieron de luz eléctrica. Después, Quico instaló paneles solares, con cuya energía disfrutaron de una vida algo más cómoda.

Y en aquel paraje donde los únicos sonidos eran el graznido de los cernícalos o de algún halcón tagarote, el rumor del viento en las palmeras y el repiqueteo de la lluvia cuando hacía renacer el barranco, encontraron la paz que buscaban y residieron cuarenta años. 

En ese tiempo tuvieron cuatro hijos, que se sumaron a los dos habidos en su anterior matrimonio, y les proporcionaron formación académica con educación a distancia y muchas horas de amorosa dedicación.

Durante esas décadas laboraron la tierra sin abonos de síntesis que la envenenaran. Su uso de energía siempre fue mínimo, por lo que la simplicidad de su cotidianidad apenas producía impacto dañino a la naturaleza (la huella ecológica, como es denominada). Además, prácticamente toda su alimentación procedía de la tierra y los animales, así que tampoco generaban excesivos residuos no compostables. En aquel reino de eterna calma, tenían a mano casi todo de lo poco que precisaban.

Sus actividades habituales requerían de desplazamientos cortos y era raro que abandonaran su paraíso. No necesitaban coger un avión dos o tres veces al año para evadirse de una vida que ya habían dejado atrás. ¿Para qué, si les bastaba con el prodigio que su vista abarcaba con solo abrir la puerta de su hogar? Se sentían las más felices de las personas y jamás se arrepintieron de la vida que habían elegido.

Lector voraz y aprendiz insaciable, Quico atesoró a lo largo de su tránsito vital profundos conocimientos de arqueología, astronomía, botánica, historia, agricultura y, en general, todo aquello sobre lo que su curiosidad inagotable se detenía. Quienes los visitaban y dedicaban un rato a conversar con aquella singular pareja, quedaban siempre impresionados por la amplitud de su erudición.

Quico Urdiales murió en la madrugada del 23 de agosto, a los setenta y cuatro años. Se despertó al encontrarse indispuesto y salió a sentarse bajo el zapotero desde el que tantas veces contempló el crepúsculo y admiró el espectacular cielo estrellado de Guguy. Y allí, en medio del silencio más solemne, lo sorprendió la muerte, en paz consigo mismo, como había vivido, convencido de que haber dedicado su existencia a la consecución de falsas necesidades habría sido desperdiciarla. Ojalá hubiera muchos más como él.

Coinciden muchos científicos en que caminamos hacia sociedades inevitablemente limitadas por una disponibilidad decreciente de energías de origen fósil, a las que las renovables sólo podrán sustituir en un grado mucho menor. 

En ese marco, lo previsible será que la producción industrial y los transportes mermen de forma notable, por lo que las ciudades -grandes receptoras de recursos y energía- se vean en irresolubles dificultades para ser abastecidas como en la actualidad, lo que abocará a contingentes importantes de sus habitantes a migrar al campo -reduciendo así su metabolismo social, esto es: su consumo de energía y recursos, y su generación de residuos-, a fin de obtener sus propios alimentos, de modo semejante al que lo hacían sus abuelos.

Quién sabe si la austeridad que Quico y Gabriella eligieron voluntariamente y la manera escasamente energívora con la que proveyeron su existencia se vuelvan entonces un ejemplo a seguir.

Quico Urdiales era una persona de esas capaces de hacerlo todo con sus manos: lo mismo pintaba una casa que arreglaba la avería de un coche, construía una mesa, reparaba un grifo que goteaba o plantaba un árbol.

Entrado en la treintena, Quico sobrellevaba ya un matrimonio fallido y un trabajo frustrante: decidió apartarse de la civilización y concederse un tiempo para la reflexión.