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La tarta

EFE

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La familia comenzó a barruntar el desastre durante los primeros meses de embarazo. Cuando la amenazó con reventarle de una patada lo que llevaba dentro. Aquello que mi madre llevaba dentro era yo. Casi treinta años después cogió un cuchillo y corrió hacia nosotras. Me refugié al fondo del pasillo, en una habitación luminosa cuya puerta, tan desvalida como yo entonces, carecía de cerradura. Empujé como pude la mesilla de noche y esperé, blandiendo una lámpara de hierro forjado, a que intentara abrirla. No sé cuánto tiempo pasó hasta que reparé en que mi madre, indefensa y sola, atrapada en el mismo laberinto que durante mi embarazo, estaba al otro lado de la puerta junto a él. Fueron diez, quince, tal vez veinte segundos. Quizás más. Con la lámpara en la mano, concebida tan solo para la decoración y la lectura, me odié como nunca. Atenazada por el miedo, fui incapaz de mover la mesilla y salir a defenderla.

Ese día, domingo electoral de hace mucho tiempo, juré que nadie, nunca más, de ninguna manera, y en ningún ámbito, volvería a joderme la vida. Podría decirse que enterré para siempre el miedo. Mi padre bajó el cuchillo. No denunciamos. Pero la persona que salió del cuarto del fondo, con paredes pastel, era otra. Una, dura y fría, habitada por el infierno y todos sus demonios. De alguna manera, me mató. Tardé en entenderlo, pero me mató. Resucité -siempre resucito- siendo otra. Tengo fama de guerrera. ¡Como para no serlo! Me enternece esa gente, de mundos pequeños y mentes estrechas, que te ataca sin saber que eres invencible. Cuando has bajado al infierno y te han vaciado a cucharada limpia, sencillamente, te conviertes en invencible. Ni el peor enemigo te puede matar dos veces. Todavía recuerdo cuánto odie el Alzheimer y cuánto le tuve que agradecer al final. Mi madre murió sin recordar lo desgraciada que había sido. Siempre he pensado que valió la pena, aunque ese olvido me incluyera a mí.

Pese a que pocas cosas consiguen moverme el piso, todavía me emocionan los cumpleaños. En la única foto de la infancia que conservo de un cumpleaños, se me ve maravillada ante una tarta de nata adornada con guindas y escoltada por varias botellas de Seven Up. Después, nada. Nunca hubo más tartas ni más fotografías. Mi madre no tenía nada que celebrar. Y yo, aunque entonces no lo sabía, tampoco. La primera vez que recuerdo que me cantaron cumpleaños feliz y me sorprendieron con una tarta fue a los cuarenta. Casi medio siglo de vida esperando. Por eso, cuando hace unos días Vox anunció la ruptura de sus pactos de gobierno con el Partido Popular en cinco comunidades autónomas, algo me removió. Desaparecen de la foto aquellos que nunca posaron para condenar la violencia machista. Ojalá a todos los niños y niñas, víctimas y testigos de malos tratos, sus madres puedan y quieran celebrarles los cumpleaños.

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