Espacio de opinión de Canarias Ahora
El trabajo. De derecho formal a derecho real
La República de Febrero se anunciaba como República rodeada de instituciones sociales . En el proyecto de Constitución se incorporó el derecho al trabajo. Vino después, la gran movilización de Junio contra los que se desentendían de las instituciones sociales que deberían rodear a la República y llegó, también en Junio, la réplica contrarrevolucionaria. La hamponería de la guardia móvil del republicano Cavaignac volvió a tender un manto de luto sobre los bulevares de París: solo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones, manifestaban los carniceros de junio.
¿Cuáles eran las antiguas condiciones? Pues las mismas que quieren los Cavignac de nuestros días, la muy liberal liberté, égalite del trabajador para vender su fuerza de trabajo al precio que el patrón quiera y en las condiciones que el patrón imponga.
Pero lo que ya no se pudo evitar fue, como señalaba Engels, que ? después de la revolución francesa -de finales del siglo XVIII- que fue una Revolución social del principio al fin, la democracia puramente política no tiene sentido? todo el mundo incluye, en la noción de democracia, aunque sea confusamente, la aspiración a la justicia social.
Largo y doloroso ha sido el recorrido del llamado -no sin pretensiosidad- estado de bienestar. Sus códigos y logros básicos trenzados por extraordinarios episodios históricos, se fueron incorporando en la conciencia social como valores de la civilización. Hasta sus más declarados adversarios se ven en la necesidad de combatir el estado social y derecho en su propio nombre, para asegurar su futuro, dicen.
Al punto se estimaban consolidadas las implicaciones del constitucional estado social que cuando en el mes de Agosto, con un parlamento en situación de interinidad, el Gobierno Español soltó los truenos de una reforma constitucional orientada a constreñir con camisa de fuerza el gasto social y de la modificación legislativa que hace posible el encadenamiento de los contratos temporales, por periodos que se pueden medir en términos de glaciaciones; cuando eso sucedió, no fueron pocos los que sospecharon que el Gobierno había perdido la cabeza. La primera sorprendida fue la sorpresa misma en sus limites: ¿hasta donde pueden llegar estos en su autodestrucción? Y si faltaba algo, dos días después, sus correligionarios franceses y el conjunto de la izquierda y las fuerzas progresistas galas echaron a la lona, con sonoro golpe, igual propuesta promovida por Sarkozy.
Elemento central del estado social y democrático es el derecho al trabajo, al trabajo con derechos. Esa centralidad no se deduce de puntos de vista ideológicos fabricados por la mente de un genio, lo determina la objetividad. El trabajo es condición de la existencia humana, indisociable de la realización del ser humano como tal y de su naturaleza social.
No existe ningún derecho que merezca ese nombre si no viene abrigado de garantías para su disfrute y para su reposición en el supuesto de ser quebrantado. Tanta mayor significación social y tanto mayor rango tenga la norma que proclame el derecho, tanto mayores tienen que ser aquellas garantías. En el derecho al trabajo, en España, sucede justamente lo contrario en sus extremos más determinantes, particularmente en el decisivo: la regulación del despido.
Reina aquí una variable del despido libre. El empresario puede despedir sin causa o con causa falsa o insuficiente y, al tiempo eludir el restablecimiento del derecho que ha violentado con una compensación económica. De esa forma un derecho central de la propia existencia humana, es socavado sustrayendo del principio general que atribuye al perjudicado la elección del medio para reparar el daño.
Esa potestad de poder despojar al trabajador de su derecho primario es la peor y la más recurrente pesadilla en los sueños y en las vigilias del trabajo asalariado a lo largo de toda la vida laboral.
Semejante aberración social y jurídica, aplastó al derecho cuando este aun no había salido del huevo. Ocurrió en la propia conformación de uno de los grandes compromisos de la transición elevado a mandato constitucional: la promulgación del Estatuto de los Trabajadores.
En los debates de la comisión del Congreso de los Diputados -Junio 1979/ Marzo 1980- el portavoz del PSOE, D. Jerónimo Saavedra, defendió una enmienda por la que la declaración de improcedencia del despido implicaba la readmisión del despedido sin que pueda ser sustituida por indemnización en metálico salvo acuerdo voluntario entre las partes -¡¡qué cosas se decían en aquellos tiempos!!-. La enmienda contó con 128 votos favorables (PSOE, PCE, PS Andalucía, PNV, Minoría Catalana, Grupo Mixto) y con 148 votos en contra, la hoy Alianza Popular y la fenecida UCD.
Al derecho al trabajo como derecho real se le asestó así un golpe demoledor.
Huelga decir que aquella enmienda derrotada se fue al limbo donde moran las almas inocentes, y de allí no ha retornado. Mas al contrario sus propios promotores de antaño, sus sucesores y albaceas actuaron en sentido inverso. Con furores de arrepentidos han sido capaces de ir más lejos que los que nunca tuvieron cuestionada su autenticidad liberal. Como aquellos conversos que en prueba de su sincero abrazo a la fe verdadera eran capaces de tragarse de un bocado las pezuñas de un cerdo recién sacrificado, ¡que les aproveche!.
Nosotros estamos con la enmienda, no con los enmendantes que han borrado aquellas huellas poniendo en su lugar las contrarias, las de un cortejo de penalidades y destrucción social: reducción del ámbito de incidencia de los despidos nulos, más generosidad para defraudar en los contratos temporales, más facilidades para despedir y más indefensión para protegerse frente al despidos.
Estamos con la enmienda ahora más que antes. Ahora el Jano de la derecha enseña con descaro su otra cara, la tenebrosa, la del liberalismo amenazante que entiende llegada la hora del desquite contra el estado social y democrático de derecho que nunca aceptó.
La clave de todos los derechos del trabajo asalariado fue demolida. La garantía frente al despido injustificado es el pedestal desde el que se pueden ejercer con ciertos niveles de libertad y seguridad el conjunto de los derechos laborales y desde la que se puede aspirar a su mejora y transformación. Derribado el pedestal, sobre el conjunto de esos derechos sobrevuela siempre la amenaza de que caiga el hacha sobre la condición previa para su ejercicio: el mantenimiento de la relación laboral.
El estado social viene siendo desguazado por todas sus vertientes, pero sin duda donde más ha sufrido las embestidas de la reacción es en el corazón mismo del derecho a la existencia con dignidad: el trabajo con derechos y garantías. Sin ello el resto de los derechos son poco más que retórica vacía de realidad material.
Por eso, para la izquierda, para la democracia real que es la que se vive no la que se proclama, calificar al despido como última medida tanto en el orden disciplinario como para afrontar dificultades objetivas -económico/productivas-, y reponer el derecho del trabajador injustamente despedido a la reincorporación al puesto de trabajo, no será la única prioridad, pero si tiene que ser una de las grandes prioridades. Con mayor razón en tiempos de crisis del sistema capitalista donde la primera victima es la última de las responsables: el trabajo asalariado.
JoaquÃn Sagaseta de Ilurdoz Paradas
La República de Febrero se anunciaba como República rodeada de instituciones sociales . En el proyecto de Constitución se incorporó el derecho al trabajo. Vino después, la gran movilización de Junio contra los que se desentendían de las instituciones sociales que deberían rodear a la República y llegó, también en Junio, la réplica contrarrevolucionaria. La hamponería de la guardia móvil del republicano Cavaignac volvió a tender un manto de luto sobre los bulevares de París: solo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones, manifestaban los carniceros de junio.
¿Cuáles eran las antiguas condiciones? Pues las mismas que quieren los Cavignac de nuestros días, la muy liberal liberté, égalite del trabajador para vender su fuerza de trabajo al precio que el patrón quiera y en las condiciones que el patrón imponga.